Cuento | Por Cristina Iglesia

Helada de verano

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Cristina Iglesia fue profesora de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires y en otras universidades de Europa y América. Publicó los libros de relatos Corrientes (2010), Justo entonces (2014) y Parajes (2021) y, como ensayista y entre otros títulos, Islas de la memoria. Sobre la Autobiografía de Victoria Ocampo (1996) La violencia del azar. Ensayo sobre literatura argentina (2003) y Dobleces. Ensayo sobre literatura argentina (2018). Vive entre Buenos Aires y Corrientes.

Patricio Oliver


Despertamos acurrucados en la cama inmensa, mientras escuchábamos, solamente, el rumor de los eucaliptus. No se puede describir la alegría de un amanecer con frío en medio del verano: dan ganas de levantarse rápido pero también de quedarse jugando a taparse con las sábanas inútiles, aprovechando los lugares que mantienen el calor de los cuerpos. Siempre hay, en enero, una noche en que hiela en el campo como si fuera el pleno invierno. Es algo que, se sabe, se repite como una verdad indiscutible por su paradoja: siempre hay, en enero, una noche en que hiela pero uno no siempre está allí para vivirla. Siempre hay, en enero, una noche en que hiela y esa noche, de golpe, nos había tocado después de tantos años.
No se sentían ruidos, como si el frío o la helada los hubiese tapado o amortiguado hasta hacerlos inaudibles. Nuestra felicidad era tan clara que empezamos a movernos por la casa vacía, jugando a descubrir habitaciones en las que todavía quedaba, encerrado, agazapado, el calor del día anterior. Abrimos las puertas de los dormitorios, las ventanas del escritorio y la cocina para que el calor se fuera y salimos, todavía adormecidos, envueltos en ponchos viejos que encontramos colgados del perchero.
En la galería esto fue más o menos lo que vimos: la helada no cubría solamente el césped del patio que rodeaba la casa sino que tapaba el camino de arena desde la tranquera y, como si fuera nieve, estaba suspendida en las ramas de los árboles más cercanos. Un poco más lejos el monte parecía envuelto en una fina capa de tul que brillaba con los primeros rayos débiles del sol. No quisimos movernos porque sabíamos, o mejor intuíamos, que todo ese encantamiento duraba poco, pero hicimos girar nuestras cabezas y fuimos descubriendo con asombro que el aljibe se emblanquecía apenas a unos pasos, y que la tela de araña que dejamos crecer entre los dos arcos del techo tenía también el resplandor irisado de la helada (muchas veces habíamos visto el milagro de las gotas de agua encapsuladas en la tela de araña entre los cardos, pero ahora la tela toda tenía una consistencia y un temblor casi irreal).
La helada de verano no se parecía a ninguna otra cosa y nosotros lo sabíamos. Por eso estábamos allí, abrazados, haciendo lo único que se podía hacer, mirar el campo, lentamente de un lado al otro, desde la galería. Tuve una reacción inesperada: quise entrar para guardar en la oscuridad del comedor la belleza increíble del afuera. Pero cuando comenzaba a girar, Germán me retuvo por el hombro y me señaló sin palabras que un coche venía entrando por el camino.
El coche se veía raro y desconfiado en su andar, se notaba que no lo manejaba nadie muy ducho en el entrar al campo en una madrugada con escarcha parecida a la nieve. La aparición del auto me produjo un disgusto tan enorme que decidí seguir mi primer impulso aunque ahora tuviera otras razones y me metí en el comedor oscuro, ya sin nada para guardar en la mirada. Vi, desde adentro, que Germán avanzaba hacia la puerta de hierro blanca que mostraba la entrada del jardín y que, con un gesto que me pareció inusual –teniendo en cuenta cómo era Germán y considerando que solo tenía un poncho viejo sobre el cuerpo desnudo– se paraba en el medio del camino, rodeado de los perros que ladraban para recibir a los que llegaban. Vi también bajar del auto a un hombre que no reconocí y a dos adolescentes adormilados que eran, sin lugar a dudas, mis hermanos. Vi que los tres se abalanzaron sobre Germán en un abrazo incómodo, vi que los tres querían tocarlo de un modo especial, vi a Germán sentado sobre el capot del coche con la cabeza gacha entre los hombros.
Supe, porque esas cosas se saben, que no debía abandonar el comedor oscuro, y que aquello que ocurría en el costado de la cerca no tardaría en entrar a la casa. Supe que las cuatro figuras masculinas vendrían irremediablemente hacia mi lado. Me senté en el piso de mosaicos todavía fresco y esperé con los ojos hacia el suelo y los oídos tapados, como cuando era chica. Germán se acercó y levanté la mirada y moví las manos que tapaban mis oídos para tocar sus piernas y escuchar desde el suelo la mala nueva. Mientras los que llegaron de Corrientes eran atendidos por Alicia que les ofrecía mate, café, chipá, lo que quisieran, me quedé un largo rato rodeando las piernas desnudas y lampiñas de Germán que seguía cubierto solamente por el poncho viejo. Después de unos minutos se sentó a mi lado y me dijo despacio: la helada ya se fue. –Sí –le contesté–, ahora parece cualquier mañana de verano.

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