Cuento | POR TOMÁS DOWNEY

Mucho gusto, yo soy Breuer

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Tomás Downey nació en Buenos Aires en 1984. Escritor, guionista de cine y traductor, publicó los libros de relatos Acá el tiempo es otra cosa (primer premio del Fondo Nacional de las Artes, 2015), El lugar donde mueren los pájaros (traducido al italiano, 2017) y Flores que se abren de noche (2021). En 2019 fue ganador del primer concurso de literatura de la Fundación María Elena Walsh. Es docente en la ENERC y coordina talleres de escritura.

Breuer se despierta sobresaltado, estaba soñando con el fin del mundo. Abre los ojos, pero no ve nada. ¿Adónde está?, ¿qué hora es? Su cabeza parece tomada por un ruido sordo, una interferencia. Aprieta los dientes, los puños, hace fuerza. Algo se filtra a través de su confusión y recuerda, con alivio, que él es Breuer y que tiene que ir a trabajar, que tiene una reunión muy importante. Bien, no es poco. Se aferra a esa información, que lo mantiene a flote como un salvavidas en medio del océano, y tantea a su alrededor. Está en un espacio pequeño. Hay olor a naftalina. Toca una superficie de madera y empuja, ve luz. Se incorpora para salir, pero sus pies se enredan, cae de costado. Cuando levanta la cabeza, ve que está en una habitación pequeña, junto a la puerta abierta del placar. Hay una cama de dos plazas, una cuna, dos mesas de luz. Se pone de pie y siente un leve mareo, se apoya en el marco de la puerta, pestañea.
Sale a un pasillo corto que desemboca en un comedor. La luz de la mañana es diáfana, vibrante; entra por un ventanal que da a un balcón y cae de lleno sobre una mujer alta, rubia, que está desnuda de la cintura para arriba y se sostiene las tetas con ambas manos como si pesaran o dolieran. Está tan quieta que Breuer, por un momento, cree estar dentro de una foto. Pero la mujer gira la cabeza, lo mira. Él se sobresalta. Dice hola.
Perdí algo, dice la mujer.
¿Dónde estamos?, dice Breuer.
Ella mira alrededor. No sé.
Yo soy Breuer, mucho gusto.
Hoy es martes, dice ella, no, jueves.
¿Vos quién sos?, dice él.
La mujer sacude la cabeza, parece angustiada. No responde.
Yo tengo que ir a trabajar, dice Breuer, tengo una reunión.
Hoy es martes, dice la mujer.
Afuera se oyen bocinazos y Breuer se distrae, sale al balcón, mira hacia abajo. En el medio de la calle hay un auto rojo que avanza y retrocede mientras gira lentamente, como si quisiera estacionar perpendicular a la vereda. Choca con un auto verde de frente. Retrocede dibujando una curva. El paragolpes se traba con el guardabarros de una camioneta gris y se escucha el motor acelerando, el chirrido del caucho contra el pavimento. Alguien grita desde otro balcón. Una mujer tira una maceta desde un quinto piso. Abajo, el paragolpes se desprende con un clac y el auto rojo, marcha atrás, sube a la vereda, choca contra un poste de luz. El conductor abre la puerta, se aleja en cuatro patas y se sienta junto a un árbol. Se cubre la cara con las manos.
Está triste, dice la mujer, de pie a su lado, afuera en el balcón. No la había visto salir.
Sí, dice Breuer, y mira al hombre una vez más, lo ve golpearse la cabeza con las manos. Después levanta la vista, recorre el horizonte. Hay varios edificios prendidos fuego. Parecen antorchas. En la avenida, un colectivo volcado bloquea el tránsito; se escuchan bocinazos, gritos. Hacia el sur, para el lado del río, un avión baja en diagonal, en ángulo cerrado. Breuer lo señala.
No me acuerdo, dice la mujer.
¿Qué?
Dónde dejé lo que perdí.
Yo soy Breuer, dice él.
El avión toca tierra y la explosión, lejana, se oye como un trueno.
La mujer frunce el ceño aún más, aprieta los dientes. Le sube un gemido del fondo de la garganta, un principio de llanto. Abajo, en la calle, un hombre salta sobre el techo del auto rojo. Se oye otra explosión, esta vez más cerca.
El gesto de la mujer cambia de repente. Su boca dibuja algo parecido a una sonrisa, aunque torcida hacia la derecha. Sus ojos se iluminan. Hace ruido, dice.
¿Qué?
Lo que perdí. Hace ruido.
Bueno, dice Breuer, escuchemos.
Adentro, dice ella.
Pasan al comedor y cierran la ventana. Los ruidos de afuera se atenúan. La mujer mira alrededor, va hacia el baño. Él la sigue. No escucho, dice.
Shh, dice ella, y abre el botiquín, mira detrás de las toallas que cuelgan de un gancho, levanta la tapa del inodoro. Nada. Vuelven al comedor y Breuer se acerca al sillón. Agarra uno de los almohadones, lo sacude. No hace ruido, dice.
La mujer tiene los ojos húmedos. Él se acerca y la abraza. Algo en el gesto le resulta familiar; algo en el olor del pelo, en la forma en que sus cuerpos se acoplan. Siente la inminencia de algún tipo de revelación. Lo tiene en la punta de la lengua. Ella es. Y buscan a. Y están en.
Pero la mujer lo suelta y se va hacia la cocina. Breuer pierde el hilo. La sigue. En el camino pisa agua y nota que por debajo de la puerta del departamento entra un charco que se extiende por gran parte del comedor. Abre y ve que el palier está inundado, a oscuras. El agua corre por la escalera como un río y una mujer, al verlo, grita algo que no se entiende, quizás en otro idioma. Tiene un sombrero rojo. Él se asusta y retrocede, cierra la puerta. Un momento después, se escucha que golpean con fuerza, como si la patearan o le pegaran cabezazos.
Breuer entra a la cocina. Tiene miedo. La mujer rubia está de pie en un rincón. Hay alguien, dice él. Afuera.
La mujer no responde.
¿Vos quién sos?, pregunta Breuer.
Shh, dice ella. Escuchá.
Él asiente, cierra los ojos. Escucha los bocinazos de la calle, el agua que corre en la escalera, algo de vidrio rompiéndose, los gritos y los golpes en el pasillo, y algo más. Es un sonido apagado. ¿Un llanto? Abre los ojos y señala la heladera. La he-la-ro-da, dice, la-do-re-ra. 
La mujer se ríe. Breuer sacude la cabeza, se frustra. Ho-la-do-ra. Adentro. Ahí. La mujer no se mueve. Él se acerca y abre la puerta. El llanto, ahora, se escucha claro. En el estante de arriba hay un bebé. Breuer lo señala. Hace ruido, dice.
La mujer pasa de la risa a un gesto que parece de espanto. Se cubre la boca con ambas manos y asiente despacio. Después de un momento, se acerca y alza al bebé. Lo aprieta contra su pecho. El llanto se oye más fuerte.
Yo tengo una reunión, dice Breuer, tengo que ir a trabajar.
Hoy es jueves, dice la mujer. No. Martes.
El bebé aprieta los puños, patalea.
Es una reunión muy importante, dice Breuer. En el trabajo.
La mujer frota la espalda del bebé. Está helado, dice.
Lo podés poner en el corno, dice él. En el torno. No. En el horno.
La mujer parece pensarlo un momento. Mira el horno, a Breuer, al bebé. Sí, dice.
Los golpes en la puerta se oyen cada vez más fuerte. Se tienen que apurar. Breuer mira las perillas del horno. Las gira para un lado, para el otro. Trata de entender el funcionamiento. Parece muy complejo. Cuando levanta la vista, hay una mujer rubia mirándolo. Tiene un bebé en brazos. Hola, dice él, yo soy Breuer, mucho gusto.

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Mucho gusto, yo soy Breuer