Opinión

Washington Uranga

Periodista, docente e investigador

Odio en campaña

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La campaña electoral estuvo atravesada por mensajes cargados de estereotipos –también de mentiras– en contra de grupos y candidatos. No solo para denostar a las personas, sino también para pregonar la desaparición de grupos y propuestas políticas. Tanto en sus declaraciones como en sus anuncios publicitarios la candidata Patricia Bullrich levantó la bandera de «terminar con el kirchnerismo». Como parte de su reposicionamiento después de la primera vuelta electoral, y en la misma noche del escrutinio, Javier Milei insistió con similar eslogan afirmando que «nosotros le vamos a poner la tapa del ataúd del kirchnerismo». Antes de que Bullrich y Milei se «perdonaran» mutuamente buscando un pacto electoral, la candidata de Juntos por el Cambio (JxC) y el libertario se habían cruzado con gravísimas expresiones descalificatorias que también se encuadran en los discursos de odio.
En ambos casos se trata de manifestaciones que se apartan de manera definitiva del debate y la argumentación política para llevar el intercambio al terreno del lenguaje despectivo, de la estigmatización y de la descalificación mediante estereotipos. Sin dejar de atender que sobre esta misma base y sin otro tipo de sustentos, se construyen teorías conspirativas, que tergiversan la información y hasta niegan la evidencia histórica. También en el marco de la campaña no solo se atacó a los candidatos y candidatas, sino que se avanzó en el negacionismo respecto de la dictadura cívico-militar argentina, acerca de su metodología y sus consecuencias en cuanto al número de muertos y desaparecidos.

Prejuicios en juego
Se puede decir que la campaña electoral estuvo plagada de discursos de odio entendidos estos como todo tipo de manifestaciones que se hacen utilizando lenguaje discriminatorio o peyorativo hacia personas o grupos, en función de sus calidades o identidades y transmitiendo prejuicios o estereotipos negativos con la finalidad de justificar, legitimar o incitar a la violencia física, simbólica, social o política.
Sin perder de vista que tales discursos no solo pueden incitar a la violencia generando daños a nivel personal, sino que en sí mismos constituyen un ataque a la libertad, a la diversidad y a la integralidad de los derechos humanos, erosionando la paz social y los acuerdos sociales básicos.
De hecho, sigue abierta la incógnita respecto cuánto influyeron los discursos de odio en la construcción y la consumación del atentado contra la vida de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Sería ingenuo pensar que tales manifestaciones de odio son iniciativas más o menos espontáneas en medio de enfervorecidos discursos electorales. Suelen ser más bien expresiones sugeridas, estudiadas y ensayadas por estrategas de campaña, con la finalidad de generar efectos de adhesión en una porción de las audiencias. En la mayor parte de los casos estos discursos buscan apoyarse y reforzar prejuicios, tendencias o informaciones dadas por ciertas por parte de los públicos, sin analizar en demasía la razonabilidad o la veracidad de las mismas. Descansan en creencias instaladas antes –por los medios, las redes sociales digitales o los mismos actores políticos– sin atender o importar acerca de las consecuencias que pueden causarse posteriormente o de la potencial violencia que generan. Lo único que interesa –a cualquier precio– es captar la adhesión cómplice de una parte de la ciudadanía en el momento de ejercer el voto.
Una pregunta es si, a la luz de los resultados de la primera vuelta electoral y aún más allá de ellos, surtieron efectos tales discursos.
No existe una respuesta tajante sobre el particular y, al menos por el momento, tampoco estudios científicos que ofrezcan conclusiones valederas. No obstante, se puede afirmar, sin demasiado margen de error y en vista de los resultados electorales, que los discursos que apuntaron a la «muerte» o «extinción» de los circunstanciales adversarios políticos –si por ello se entiende el tono y las expresiones de campaña de Bullrich y de Milei– consiguieron adhesión o, cuando menos, no merecieron el rechazo de una parte muy significativa de la ciudadanía.
¿Debería leerse que quienes sufragaron por JxC y por LLA están de acuerdo con las manifestaciones de odio proferidas? No en términos estrictos, pero sí que tampoco generó en esas personas una reacción tal que les impidiera votar por esos candidatos. Seguramente porque tales discursos coincidieron con prejuicios y complicidades presentes en la sociedad argentina. Algo que no debería perderse de vista y generar un alerta social, porque se trata de posiciones claramente negacionistas y antidemocráticas que –aunque no tengan ahora éxito electoral– seguirán apareciendo en la vida cotidiana de nuestra sociedad.

Motosierra. Javier Milei y su instrumento metafórico para destruir el Estado.

Foto: NA

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