Cuento | Por Julia Coria

El odio es un idioma universal

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Escritora y socióloga, Julia Coria nació en Adrogué en 1976. Publicó las novelas Todo nos sale bien (2019), Permiso para quererte (2003, 2021) y La horda primitiva (2022) y cuentos en diversas antologías. Dicta talleres de escritura creativa y académica para adolescentes y para adultos y coordina clubes y ciclos de lectura en el Centro Cultural de España en Buenos Aires.

Rodeada de jarrones que emulan la dinastía Ming, guirnaldas de poderosos animales astrológicos y minúsculos potes de ancestrales cremas que todo lo curan, sentada en su taburete de emperatriz de la China, la china dice no.
Jorge sabe que ese no es más inapelable que el de la Corte Suprema, porque refiere a la justicia cósmica, el tipo de asuntos que no valen en sí mismos sino por lo que representan, y lo que representan es, en este caso, un agravio al honor imperial.
–¿Cómo te llamás?
–Lili.
–No, Lili no, tu nombre de verdad…
–No.
Jorge apoya los codos sobre el mostrador de vidrio, y se inclina para cubrirse la cara con los puños apretados.
–Lili, por favor. Te pago, decime qué se llevó y te lo pago.
Error de Jorge: no se trata de plata sino de honor, que tras esta oferta se encuentra aún más mancillado.
–Pedime lo que quieras. ¿Me arrodillo?– pregunta Jorge y se arrodilla para, a través del vidrio que ahora mira desde abajo, encontrar en Lili un gesto de desprecio.
–Dale, Lili…
Pero al cabo se incorpora con el corazón hecho un harapo, y cuando quiere volver a hablar la boca se le curva en una mueca de angustia, los ojos de pronto cargados de lágrimas.
Llegó hace no más de diez minutos, pero siente que lleva horas de negociación, y también que Lili no vacilaría ni siquiera si se tratase de cortarle o no la cabeza.
De no ser por su dimensión moral, el problema es en verdad bastante simple.
Hace algunas semanas Jorge vio a su hijo sonreír mientras ponía la mesa; estaban en silencio y no había pasado nada en especial, solo que tal vez el chico habría pensado en algo. No era frecuente verlo sonreír y Jorge, por decir algo, le dijo:
–¿Te enamoraste, Pablín?
A lo que Pablo respondió sí, con una sonrisa pintada.
Cuando el chico contó los detalles, a Jorge le volvió el alma al cuerpo: habían sido años de temer que, como hubiera dicho Jorge de haberse animado a siquiera esbozar la idea en voz alta, Pablo pateara para el otro lado. Un hijo suave que nunca traía una novia era para Jorge toda una preocupación. Pero al fin una chica le había robado el corazón, y se llamaba Brenda. Al ver la foto en el celular de Pablo a Jorge el pecho se le hinchó de orgullo, pero la madre casi se descompensa: ay, por favor ¿eso es mi nuera?
Para aflojar a su mujer, Jorge le propuso a Pablo que el domingo siguiente invitara a Brenda a comer un asado. Y el domingo siguiente Brenda llegó al mediodía con un jean elastizado y una remera cortita que dejaba ver el strass de su aro en el ombligo. Si era o no la nuera de los sueños de Jorge, no se sabe, pero si uno veía la forma en que Brenda y Pablo se besaban, de inmediato comprendía que solo cabía la aceptación.
Aquel domingo, cuando Brenda se fue, la mujer de Jorge hizo un escándalo, le pidió a Pablito que dejara a esa ordinaria (sic) y afirmó que él estaba para algo mucho mejor. Jorge apenas llegó a considerar la posibilidad de salir en defensa del amor, pero no hizo falta porque su hijo enfrentó a la madre: volvés a insultar a Brenda y no me ven nunca más.
Hasta entonces Jorge nunca había tenido por nada más miedo que por la posibilidad de que su hijo fuera homosexual, ni su mujer había temido a nada más que al potencial disgusto de que Pablo cayera en las garras de una cualquiera, pero el tono con que el chico hizo aquella amenaza les heló la sangre a los dos, que comprendieron en un instante que de la aceptación de Brenda dependía la felicidad familiar.
Durante todo el mes, los domingos Jorge preparó asados para la feliz pareja, mientras que su mujer tenía que morderse los labios para no decir nada sobre el atuendo, el maquillaje o la forma en que Brenda hablaba y se movía.
Y entonces sucedió que esta tarde Jorge entró al templo de Lili para ver si encontraba una pinza para el asado y la vio. Lili habla con acento oriental, pero maneja bien ciertos argentinismos, como por ejemplo la palabra mechera, que escribió con marcador violeta sobre una cartulina amarilla en la que pegó fotos de una chica que roba valiosos artículos de sus estanterías. La chica no es otra que Brenda, y aquella cartulina es un pequeño infierno artesanal en el que la profanadora paga la pena de haber mancillado el honor del palacio de Lili, que a la sazón queda apenas a una cuadra de lo de Jorge, y al que solo por casualidad su mujer no entró desde que conocieron a Brenda, pero la catástrofe es inminente.
–Por favor, Lili. Es de vida o muerte, decime qué puedo hacer…
La insistencia de Jorge no se entiende, porque es obvio que Lili no va a ceder, pero aún así, como último intento, él saca de su bolsillo la foto que Pablo tomó de los cuatro (madre con cara de culo, padre, Brenda y Pablito sonrisa digan whisky) y se la muestra a Lili.
–Te lo pido por favor…
Hasta ahora Lili mantenía la vista al frente, según corresponde a su rango, pero tentada por la curiosidad echa una mirada fugaz a la foto que Jorge muestra. De inmediato se la saca de la mano y la acerca hacía sí, para verla mejor.
–¿Esta es tu señora?– pregunta al fin mientras señala con el dedo a la mujer de Jorge, a lo que él responde.
–Sí. Odia a la novia de mi hijo, y si la ve robando en tu cartel nunca la va a aceptar…
Es entonces que Lili sonríe amorosamente y mira por primera vez a Jorge a los ojos antes de girar para arrancar la cartulina, hacerla un bollo y arrojarla al tacho. Con eso Jorge desborda de emoción, pero cuando hace un movimiento como para tomar a Lili de las manos, ella las lleva detrás del mostrador y recupera el gesto apático de antes.
A Jorge le da miedo cometer algún error que pueda volver atrás la decisión de Lili, así que tan solo balbucea un gracias y sale del bazar convencido de que el amor es un idioma universal y el ser humano promedio es bueno y siempre dispuesto a ayudar al prójimo.
No se le cruza por la cabeza que la razón de Lili para aquel indulto fuera el más profundo desprecio por la asidua clienta que cada tanto le devuelve productos rotos o que no funcionan y los apoya en el mostrador para decir a los gritos flor de porquería, made in China tenían que ser.
A Lili le parece que la verdadera motivación de los paseos de aquella mujer entre sus góndolas es la necesidad de destilar odio de la forma que sea, algo que en su local se traduce en afirmaciones como los chinos dejan a los argentinos sin trabajo por qué mejor no se vuelven a su país.
Cuando el hombre se va, Lili se acomoda en su trono con la satisfacción de haber contribuido al equilibrio entre el bien y el mal, y de haber tenido la sabiduría de impartir justicia economizando recursos al someter a cada una de esas dos mujeres al escarnio de la otra, todo eso sin que quien imploraba clemencia pudiera ver en ella más que una generosa bondad. Y en esto piensa mientras rompe en pedacitos la foto de los cuatro que no será enmarcada porque quedó olvidada ahí, y al fin la arroja al tacho junto con el bollo de papel amarillo.

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