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La ultraderecha sacude a Suecia

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Manuel Alfieri

Segunda fuerza del país, un partido con raíces neonazis podría llegar al Gobierno por primera vez. Xenofobia y mano dura, ejes de su programa.

Avance ultra. Jimmie Åkesson, líder del ultraderechista Demócratas de Suecia, encabeza el festejo tras las elecciones del 11 de septiembre.

Foto: Jonathan Nackstrand/AFP

El ambiente es oscuro; la música, casi tenebrosa. Todo transcurre en Suecia. Una anciana de piel blanca y pelo rubio camina con andador en dirección a una oficina, donde la espera un empleado público para pagarle su jubilación. Está nerviosa, preocupada, y se apura para llegar hasta la ventanilla porque ve que el dinero se esfuma rápidamente. De pronto, mira hacia atrás y la preocupación se transforma en pánico: un grupo de mujeres musulmanas, con cochecitos de bebé y vestidas con el tradicional burka negro, aparece en escena y se adelanta violentamente para cobrar antes que la angustiada jubilada. El final del video es abrupto y apenas se lee un eslogan: «Seguridad y tradición». Pero el mensaje no escrito es mucho más contundente: los inmigrantes vienen a arrebatarte lo que siempre fue tuyo.
El polémico spot fue la carta de presentación del ultraderechista Demócratas de Suecia (SD) en la campaña electoral de 2010, cuando todavía era un partido minúsculo y que con suerte arañaba el 5% de los votos. Doce años después, el cóctel ideológico que allí exhibe la agrupación sigue siendo muy similar al del presente. Lo que cambió completamente fue el lugar que ocupa en el escenario político, gracias al batacazo que dio en las elecciones de principios de mes: se convirtió en la segunda fuerza más votada a nivel nacional y por primera vez en la historia olfatea de cerca los pasillos del poder. En un país donde la socialdemocracia ganó todas las elecciones desde 1917 a la fecha, una formación xenófoba y con raíces neonazis obtuvo el apoyo del 20% de la población, superando el 40% en algunas regiones. De ser el «pequeño partido del que todo el mundo se reía», como dijo alguna vez su líder, pasó a convertirse en un actor central de la escena pública.
El cimbronazo fue total. Poco después de las elecciones, la primera ministra socialdemócrata, Magdalena Andersson, anunció su renuncia. A pesar de que su partido obtuvo el primer puesto con el 30% de los votos, no logró reunir la cantidad de bancas necesarias para tener mayoría en el Parlamento, ni siquiera juntando los escaños de sus aliados. Así, la socialdemocracia dijo adiós a ocho años ininterrumpidos de gestión.

Un actor clave
Al cierre de esta edición había comenzado la trama de negociaciones para formar un nuevo Ejecutivo, al mejor estilo de la serie danesa Borgen. Aunque consiguió el segundo puesto en las elecciones, el SD quedó descartado de movida para ponerse al hombro esa tarea. ¿El motivo? El prurito que todavía genera entre otras fuerzas de derecha más moderadas, dispuestas a negociar con los ultras, pero reacias a imaginar un Gobierno encabezado por ellos.
Así las cosas, y producto de las particularidades del sistema parlamentario, la pelota quedó en manos del tercero en las elecciones: el derechista Partido Moderado, conducido por Ulf Kristersson, quien desde hace rato viene haciendo muy buenas migas con el SD en el ámbito legislativo. De momento, el hombre barajaba dos opciones para formar Gobierno: incluir a la ultraderecha en el gabinete o lograr su apoyo sin concederle cargos, pero impulsando varias de sus iniciativas, como penas más duras para la delincuencia y límites a la inmigración. Lo que está claro es que, desde afuera o desde adentro, la influencia del SD sobre el nuevo Gobierno será rotunda.
Kristersson negociará mano a mano con un viejo conocido: Jimmie Åkesson, exmilitante moderado y líder del SD desde 2005. Ese año emprendió un lavado de cara total del partido: suprimió la simbología neonazi, quitó la antorcha que figuraba en el logo y dijo que habría «tolerancia cero» ante al racismo. El maquillaje, sin embargo, no fue suficiente para tapar el río de odio e intolerancia que suele desplegar en los medios, como cuando aseguró que «los extranjeros no encajan en la sociedad sueca» y los invitó sutilmente a que vuelvan «a sus países de origen», entre otras bravuconadas al mejor estilo Donald Trump o Jair Bolsonaro. De demócrata sueco, poco y nada por lo visto.
El ataque a los inmigrantes fue justamente uno de ejes de la campaña electoral de la ultraderecha, en un país que tiene histórica tradición de asilo y que hoy día presenta el mayor número de refugiados per cápita de Europa. En sintonía con aquel spot de 2010, los extranjeros (y en especial, los de naciones árabes) son los responsables de la crisis económica, la falta de trabajo y el exagerado gasto público en subsidios. En un contexto de malestar social (del que Suecia, a pesar de su aparente bonanza, tampoco escapa), ese discurso caló hondo y se tradujo en apoyo electoral. A mayor caos, mayores posibilidades de que el mensaje ultra se abra camino y se vuelva parte del sentido común.
El SD supo capitalizar también el creciente descontento por la inseguridad, un fenómeno que afecta especialmente al país escandinavo. Durante la campaña fue el tema prioritario en la agenda de todos los partidos, incluso de aquellos inclinados hacia la izquierda. En ese contexto, la ultraderecha sacó a relucir su libreto de mano dura y su eslogan «hacer Suecia segura otra vez».
El ascenso del SD también se explica por la progresiva derechización de la socialdemocracia sueca, que parece trazar sus políticas mirando más lo que dicen las encuestas y los medios que su propia tradición ideológica. Entra otras cosas, rompió la histórica neutralidad del país nórdico con la decisión de ingresar a la OTAN y endureció las políticas sobre migración y seguridad para atraer votos conservadores. En el plano económico se siente cada vez más a gusto con el libre mercado, tanto que la saliente Andersson fue funcionaria del FMI antes de ser primera ministra. Todo eso redunda en una pérdida de identidad que produce desilusión en propios y rechazo en ajenos: para votar a una opción de derecha, mejor apoyar a la versión original antes que a una mala copia.
Los ultras no crecen solamente en Suecia, sino también en otros países europeos, donde los llamados «cordones sanitarios», erigidos tras el horror del nazismo para frenar a la extrema derecha, son cada vez más flexibles: las alianzas con la derecha «moderada» se naturalizan y ya no producen dilemas morales como en el pasado. El peligro es que, de tanto tirar, esos cordones se rompan definitivamente. Y, con ellos, puede también romperse la democracia.

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