Cultura

Salto romano

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Juan José Becerra (Junín, 1965) fue profesor de guion cinematográfico en la Universidad Nacional de La Plata y trabajó como guionista de documentales. Publicó, entre otros, los ensayos La Vaca. Viaje a la pampa carnívora (2007) y Patriotas (2009) y las novelas La interpretación de un libro (2012), El espectáculo del tiempo (2015) y ¡Felicidades! (2019). Vive en La Plata.

El arte apesadumbrado de Carl Orff entra también en la oscuridad del quincho, adonde Branca ordena regresar a sus invitados para ver por fin la escena que les tiene preparada. Los comensales se mueven hacia el interior y allí se guían a ciegas por los respaldos de los asientos, hasta que Branca pregunta si están todos los que son, y si son todos los que están y entonces las paraguayas Mayra y Perla encienden las luces con sus cotizados deditos guaraníes y se abre un panorama que conmueve a los invitados, quienes no saben –es muy pronto: todas las cosas que pasan hoy se saben recién mañana– si lo que ocurre es un suceso cómico de efecto aterrador o una escena de terror aligerada por el elemento de lo cómico.
Doce cabezas de chancho, todas en su plato y mirando con sus ojos de aceitunas negras desde un lecho de verduras hacia el comensal que les toca, forman la instalación tétrica con que Branca agasaja a sus inferiores. Es una doble ofrenda. La de un manjar tabú de la gastronomía argentina, y la de una sombra de nigromancia que cruza el interior del quincho y se entierra, como una sombrilla en la arena, en el recuerdo de los invitados.
–¿Les explico?
La voz cortante de Branca profesa aplomo. Una de las paraguayas apaga las luces del quincho, excepto la del spot cenital que cae sobre la cabeza de chancho que le toca al juez. El silencio es total. Es todo lo que hay. No hay más que silencio extendiéndose bajo la cúpula de vidrio que deforma la perfección circular de la luna en figuras flameantes e incompletas como si orbitara debajo del agua. Pero Branca lo perfora, o lo aparta hacia los costados, para que el silencio se acomode ya no como centro de la escena sino como el marco que la encuadra y que Branca necesita como el aire para resaltar el privilegio de violentarlo.
Va a darles, aunque no lo escuchen, la receta de la cabeza de chancho y lo hará con todos los pormenores de la elaboración, incluyendo los que invente al paso. En lo que fue silencio hondo se acomoda a los codazos el vozarrón tabacal de Branca luego de tragarse, por cortesía hacia sí mismo, la flema gruesa y elástica, como de muzzarella, que ha venido masticando. Ya está. Tragó y contó. Es increíble la velocidad a la que se precipitan ciertos hechos.
De su boca salieron los verbos matar y hervir, y las palabras horno, leña, fuego, manteca, fuente, papas, mortero, pimienta, sal, romero, gas, miel, lechuga, ajíes y ajo, y varias veces rebotaron en la caja transparente del quincho las palabras cabeza y chancho, chancho y cabeza (y cabeza de chancho), reemplazadas por la palabra careta una vez andado en su totalidad el camino de la cocción imaginaria. Caretas. Eso era lo que tenían los invitados en sus platos: caretas rellenas de chancho.
Una imagen golpea el cerebro de Juliano como si un desconocido hubiera llamado a la puerta de su realidad para luego escapar corriendo. Ve que a una cabeza la acompañan dos patas izquierdas; y más allá ve una pata sola consolando la cabeza de un chancho ¿rengo? Y luego ve lo máximo: dos patas de cordero dando el toque mitológico a su propio plato, como si le estuvieran ofreciendo un bife de centauro, más ocho patas de pollo montando la fiesta de injertos del plato de al lado.
–Esto se hace así.
Branca saca las aceitunas negras con una cuchara de té y deja al descubierto el abismo que se abre en los huecos donde el chancho no tuvo más ojos que para mirar con pasión omnívora el charco séptico que lo engordaba y alguna chanchita desnuda donde encorchar su resorte. Las come, escupe los carozos sobre la palma de su mano y los lanza al parque; y luego se para, retira la careta crocante que muerde en una punta y escarba el cerebro cocido de la bestia que ¿es de las razas que piensan o de las que intuyen? ¿Recibió de la arcilla de sus sesos la orden de escaparse? ¿Intuyó el momento en el que el chacarero que le dio el biberón, que fue casi su padre, que lo sacó del corral para degollarlo y que, todavía vivo, si es que se puede considerar vivo lo que acaba de abrirse de lado a lado, lo echó a un fuentón con agua hirviendo donde lo peló en medio de la indiferencia de la pampa, famosa por hacer oídos sordos a los gritos de los animales?
Mientras los sesos del chancho forman con la saliva alcoholizada de Branca una pasta volcánica, los comensales advierten que el juez se va poniendo violento. La agresión indiscriminada que emplea en las reuniones sociales es su marca. Y si se mira bien, si se mira que no escribe una sola línea de los expedientes y que sus absoluciones y condenas son procesos íntegramente seguidos por Juliano, se verá que la agresión no es solo su marca sino su única obra, que flamea como una bandera de guerra por delante del arnés químico que lo sostiene.
–¿Sabés, lo, que pasa, cuando, comés, cerebro, de chancho, no? Cuando comés, cerebro, de chancho, lo, que pasa es, que, después de, comerlo… Puta madre, pasame la soda… Lo que pasa cuando te comés el cerebro de un chancho es que después empezás a pensar en chanchadas. O sea…
Branca recibe los festejos de sus adulones. Es una brisa breve de distracción que no alcanza a despejar del todo la oscuridad en la que destella, como una memoria profunda de su infelicidad, una especie de luz negra: el juicio político que el Consejo de la Magistratura le sigue por prevaricato y que avanza día tras día hacia el escarnio de la destitución.
Para alejarlo de ese desastre que tarde o temprano llegará a su vida están sus paraguayitas de usos múltiples. Así que las llama a su lado para decorar sus flancos vetustos con dos pilares de juventud, belleza y sumisión, y las invita a probar el seso de chancho condimentado para que ellas también piensen chanchadas que lo saquen del tedio barroso en el que vive.
Pero, ¿qué es esto?, ¿la novela de Branca? ¡No! Nada que ver. Es la novela Salto romano, sobre la vida del flamante enciclopedista Claudio Juliano, quien decide abandonar la pasividad a la que Branca somete a todo el mundo en su caja de cristal templado y regresar a su casa. Deja atrás una batalla campal que comienza cuando el juez insulta a Monguillot porque tarda en pasarle la hielera y Monguillot, del fondo negro de los siglos en los que se ha venido mordiendo la lengua y acumulando montañas de sí señor, y en una escena como de deshielo, como si por primera vez quisiera o pudiera vivir, toma del gollete una botella sin abrir de coñac Saint Remy y se la parte en la cabeza.

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