Cultura | JAIME ROOS

Sabor oriental

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Mariano del Mazo

El cantautor uruguayo les dio rienda suelta a las metáforas futboleras y las cavilaciones amorosas que jalonan su repertorio, con el Luna Park rendido a sus pies.

Himnos populares. Acompañado por una banda dinámica y sólida, repasó clásicos como «Adiós juventud», «Las luces del estadio» y «Colombina». Fotos: @agustindusserre

Ante un Luna Park rendido a sus pies, Jaime Roos puso en escena su gran invención. Tras ocho años de ausencia en Buenos Aires, el clima fue de reencuentro. Dejando de lado lo emotivo –si eso fuera posible– habrá que decir que lo del sábado en esencia fue un suceso musical. La maquinaria única que configura la propuesta del cantautor uruguayo funcionó con precisión, sin fisuras. Hoy ya constituye un paisaje cercano, hasta familiar, que en perspectiva parte de un acto fundacional: él fabricó la matriz; él la perfecciona. Combina elementos que suelen ir disociados: raíz, masividad, experimentación, rock y tango, murga y candombe, canción y milonga, jazz y psicodelia, y temáticas populares como el carnaval, el fútbol o el submundo de los bares. Para Roos la posibilidad de esa alquimia fue en su momento un misterio a desentrañar: ¿qué puente se puede tender entre las guitarras de Zitarrosa y los arreglos vocales de los Beatles? ¿Es posible la murga-canción? El resultado, ya macerado, es extraordinario. Y su incidencia en la cultura popular argentina –no solo en el rock–, inconmensurable.
«El sabor de lo oriental/ con estas palabras pinto/ es el sabor de lo que es/ igual y un poco distinto». El verso pertenece a una milonga de Jorge Luis Borges y lo cita Milita Alfaro en El montevideano, el libro de conversaciones con Jaime Roos. Refiere al juego de espejos empañados que proponen las ciudades de Montevideo y Buenos Aires. Es el juego que se jugó en el Luna Park. Desde el primer tema –«Los futuros murguistas»– al set final con «Durazno y Convención», la idea del Río de la Plata como una región común, de lazos culturales imposibles de soslayar, despliega la convicción de que la identidad va más allá de dos banderas. Seguramente haya deseo o ilusión en esa premisa, pero un porteño siente más identificación con el universo que maniobra Roos que con el del Altiplano o el patagónico.

Temas ineludibles
El tema del origen y la tradición se impone en la obra del uruguayo. La letra de «Los futuros murguistas» es un buen ejemplo: «Hay tradiciones que están más muertas que un faraón: ¿quién baila un pericón? ¿Quién pide que le den la comunión? Hay otras vivas, en las esquinas de la ciudad». La canción ya cumple cuatro décadas: esa misma letra hoy se acerca a la idea de resistencia. «Hay muchas cosas que se están perdiendo en Montevideo. La ciudad, como en cualquier sitio del mundo, se ha globalizado. Pero hay cosas que se niegan a desaparecer», dice Jaime. En el libro de Alfaro va más allá: «Tengo la suerte de haber vivido los años suficientes para poder constatar que todo aquello que demandó gran sacrificio no solamente no fue en vano, sino que floreció. Y que esas flores siguen vivas. “Brindis por Pierrot” es una canción que sigue viva. Y eso es lo que te da alivio. Porque hay templos que el tiempo los carcome y se derrumban. Hay otros que no. Y también veo que hoy por hoy hacer todo aquello sería imposible. Esa es la síntesis».
Una síntesis es lo que intentó en el Luna Park. ¿Cómo discriminar una veintena de canciones de un repertorio tan vasto, de un nivel siempre alto? Se ha dicho que no publica discos de canciones nuevas hace tiempo. Es cierto, pero también es justo señalar que a diferencia de otros gigantes de la canción popular –aunque suene herético, hasta se puede pensar en Paul McCartney– no existen en su carrera discos en estudio de relleno, flojos o acomodados a una moda dominante. Para el sábado eligió temas ineludibles («Adiós juventud», «Brindis por Pierrot», «Amándote», «Las luces del estadio», «El hombre de la calle», «Cuando juega Uruguay», «Cometa de la farola», «Los olímpicos», «Colombina») mixturados por perlas algo escondidas como la otoñal «Good Bye (El tazón de té)», dedicada insospechadamente a Luis Alberto Spinetta; la truculenta y estupenda deformidad de «Victoria Abaracón», que no casualmente en el original canta Eduardo Mateo; «Tal vez Cheche», «Esta noche», «Milonga de Gauna», «Nadie me dijo nada», la cándida «Golondrinas» de esa magnífico disco-folletín realizado sobre poemas de Mauricio Rosencof, La Margarita.
Por momentos conmovido, comunicativo con el público, el cantante hizo hincapié en el vínculo que tiene con la Argentina, desde que tocó por primera vez en Buenos Aires en 1982, «en La Trastienda de Thames y Gorriti». Además de Spinetta, mencionó a Astor Piazzolla y Roberto Goyeneche para revelar influjos de «Las luces del estadio»; a Mercedes Sosa («me dio la bendición de cantar en “Si me voy antes que vos”»), a Javier Malosetti; al carácter argentino de «Milonga de Gauna», escrita para la banda de sonido de El sueño de los héroes, dirigida por Sergio Renán sobre la novela de Bioy Casares; al bar La Academia. Fueron referencias cálidas, en las antípodas de la demagogia: simples subrayados de una relación sin afectaciones ni imposturas, que el tiempo ha blindado de afecto recíproco.
El show –que hará el 27 de junio en Santa Fe, el 29 del mismo mes en Rosario y el 1 de julio en Córdoba– contó con 22 músicos: una banda base y un elenco rotativo que cubría la cuerda de tambores, la batería de murga y el coro en «Los reyes del tablado». Se nota la obsesión de Roos por los ensayos: dentro de una dinámica de espectáculo compleja, todo fluyó a la perfección. Cada músico tuvo su instante de lucimiento. Destacaron la guitarra de Nicolás Ibarburu y las teclas todo terreno de Gustavo Montemurro. Pero nada se escuchó fragmentado: todo, hasta los solos instrumentales, fue en función de una propuesta colectiva. Esa amalgama incluye el latido de una ciudad como Montevideo, reflexiones sobre el paso del tiempo, cavilaciones amorosas, el futbol como metáfora, y se proyecta hacia el público. Gente que busca verdades: corazón y hueso. Esa conjunción completa un paisaje emocional del siglo XX; al fin, una poética que se niega a capitular.

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