Cultura

La Virgen

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Patricia Suárez (Rosario, 1969) ha publicado narrativa, poesía, literatura infantil y juvenil y dramaturgia. Entre sus últimas obras se encuentran Lucy (novela, 2010), El árbol del limón (cuentos, 2012), Rudolf (teatro, 2014), El lagarto está llorando (obra de teatro y títeres, 2015) y La renguera del perro (novela, 2016). Ganó el premio Clarín de novela por Perdida en el momento (2003).

(Pablo Blasberg)

Era la primera vez que Karen Rosenfeld actuaba profesionalmente. Entró reemplazando a Martina, quien acabó teniendo fantasías místicas en las cuales la propia Virgen María le hablaba y le confiaba sus cuitas y por eso ella, Martina más que nadie, era la adecuada para el papel. Karen Rosenfeld había estudiado con el Método Strasberg pero nunca había tenido la oportunidad de ponerlo en práctica, la memoria emotiva y todo eso. El día de la audición, el padre Claudio le dejó muy claro que un verdadero actor debía guiarse por tres importantes preceptos para el arte: saberse sus parlamentos, pararse en su línea y hacer dieta. Lo de la dieta ella se lo podía saltear, sobre todo porque era la Virgen a punto de parir y llevaría un almohadón atado a la barriga que simulaba el santo vientre que contenía a Nuestro Señor. Debía limitarse a decir Ay, ay, por los dolores de parto, y sujetarse la panza, sin mucho escándalo, porque la clave para comprender la figura de la Madre del Salvador es la aceptación. María había aceptado su destino, aunque el hereje ese de Dante Gabriel Rossetti la hubiera pintado con cara agria cuando le caía el Ángel Gabriel y le daba el anuncio divino. En la pintura la Virgen María no tenía cara de responder con alegría: «Hete aquí la esclava del Señor». Después de todo, herejes hay a montones, y Anunciación solo una. Si ella tenía alguna duda de cómo representar a una parturienta, podía ver el episodio 11 de la temporada 11 de Grey’s Anatomy, donde April y Jackson tienen su primer bebé, que corre peligro de muerte, recomendó el padre Claudio.
Desde el día que comenzaron los ensayos, el padre Claudio lo tuvo difícil. Todos los años, los chicos que harían de pastor conseguían algún cordero manso y hubo un año –antológico, por cierto– en que les prestaron una vaca lechera y hacerla entrar a la iglesia para la Misa de Gallo fue todo un evento. Después de eso, el obispo llamó la atención del padre Claudio prohibiendo la entrada a la iglesia de las grandes bestias que pudieran llenar de bosta el atrio divino. Caso contrario, lo enviaría en misión apostólica a una aldea en Burundi, en el continente africano, donde había luz eléctrica dos horas al día y el agua potable era de dudosa salubridad.
Tampoco para Karen Rosenfeld las cosas eran sencillas. Para empezar, quien hacía de San José no dejaba de invitarla a salir después de los ensayos a tomar una cerveza, y por más que ella le insistía con que era menor de edad para beber alcohol, él no paraba de invitarla. En algún momento, a Karen Rosenfeld no le quedó más remedio que deslizar que ella era una jovencita de 16 años y él tenía 40, y un amorío, en ese caso, iba contra la ley. El tipo se encogió de hombros aduciendo que esa, tal cual, era la diferencia de edad que contaba el Evangelio sobre los progenitores de Nuestro Señor Jesucristo. San José se estaba convirtiendo en un acosador de los que meten miedo, concluyó Karen. Y además estaba el otro asunto, el asunto de Guille. Nada más verse los dos fue un flechazo mutuo; Karen Rosenfeld sintió que le fallaban las rodillas y tuvo que sujetarse del poste que sostenía el techo de paja del pesebre. Guille era uno de los pastores y estaba entrando al cerdo que adoraría al Niño Jesús. No era un cerdo muy voluminoso, todo hay que decirlo, pero al padre Claudio le saltó el alzacuello de la garganta del susto y se le cayó al suelo. Por nada del mundo él iría a predicar a Burundi, gritó, quería que todos estos aficionados pendejos de mierda tuvieran bien en claro la situación, y que de inmediato Guille, si es que deseaba actuar, sacara al cerdo cagando aceite en ese preciso instante de la Casa de Dios. Fue extraño, porque el padre Claudio, habitualmente tan sobrio en su lenguaje, usó la palabra cagar y unos cuantos improperios más, que tal vez hubieran molestado al obispo bastante más que el mismo cerdo. Al rato volvió Guille, solitario y humillado, y el padre Claudio, repuesto –y quizá arrepentido de sus exabruptos– lo palmeó en el hombro y lo felicitó porque esa era la emoción exacta que él necesitaba para componer un pastor del Belén.
Karen se acercó a hablar con el que ya consideraba como al amor de su vida y entre una cosa y otra, promediando el fin de noviembre mantuvieron fecundas relaciones sexuales. Sexo por amor, se entiende, sexo con el primer amor, el mejor y el que se recordará toda la vida. Para la Misa de Gallo, ya tenía Karen Rosenfeld el test de embarazo y un problema atroz con su familia, que la mataría en cuanto lo supiera. Guille le juró que saldrían adelante juntos y aunque se hubiera hecho hasta vegetariano por amor a ella, hubiera preferido hacerse vegetariano y no tener un hijo a los dieciséis años. En fin, podrán los inteligentes planificar la natalidad, pero sin duda no pueden planear el destino. Karen Rosenfeld y Guille huyeron juntos cuando la luz bajó para que el padre Claudio, subido a una escalerita de mano, colocara la esplendente estrella de Belén.
Lo demás forma parte del chisme: el padre Claudio tuvo que admitir que la vida en Burundi no era tan mala como él se la imaginaba, que muchos días de sol seguidos acaban por dar un tono precioso a la piel y producen mucha vitamina D, tan excelente para la salud.
En el cielo, la Virgen Maria se emocionó hasta las lágrimas por los hechos de Karen Rosenfeld y mientras los contemplaba, codeó a Su Hijo y pronunció:
–Tal como ocurrió la primera vez. La historia se repite.
Nuestro Señor se sintió un poco confundido:
–Madre –espetó–, vos no estabas embarazada de un pastor, ni siquiera de un humano, sino…
–Te pido, en primer lugar –gruñó Ella interrumpiéndolo–, que dejes de corregirme cada vez que hablo, porque es de muy mala educación corregir a la Madre. Y en segundo, vos no podés acordarte de cómo sucedieron los hechos porque no habías nacido. Así que, chito.
Después, los dos levantaron las copas y se desearon una feliz navidad.

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