Cultura | Cuento | Por Yamila Bêgné

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Yamila Bêgné (Buenos Aires, 1983) es licenciada en Letras y magíster en Escritura Creativa. Publicó los libros de relatos Protocolos naturales (2014), El sistema del invierno (2015) y Los límites del control (2017) y las novelas Cuplá (2019) y La máquina de febrero (2021). Fue escritora residente en el International Writing Program de la Universidad de Iowa.

Era una tierra hermosa. El lago, piensa Nicolás, cuándo habían sido las últimas vacaciones en el lago, y se despierta de golpe. Camila duerme, la cama inmensa de su departamento de la ciudad, los ruidos del tránsito que llegan desde la calle. A él le gusta tanto verla dormir, el pecho arriba y abajo entre la respiración y las sábanas. Cuánto hacía ya que habían vuelto de las vacaciones en carpa, a la orilla del lago, tanto silencio. Había perdido algo allá, siente Nicolás. Una parte de su cuerpo. Cami, dice. Cami, despertate.
Camila abre los ojos de un solo movimiento y después los vuelve a cerrar. Cami, Cami, es importante, le dice Nicolás. Ella tiembla. Sin responder se tapa con las sábanas. No entendés, Cami, no entendés: perdí algo allá. Camila duerme de nuevo, no puede despertarla. En el lago, Cami, allá. No, dice Camila dormida, en otro temblor, y la palabra se proyecta en la habitación como una luz. Tenemos que volver al lago, Cami, despertate, estás soñando algo feo, despertate. Nicolás la mira respirar, el desplazamiento del esternón, los ojos cerrados, hasta que está de nuevo tranquila. Cómo le gusta verla dormir.
Hace cuánto, las vacaciones en el lago. Nicolás se levanta de la cama. Parado, la ve a Camila. Se acerca a acariciarle una mejilla. Ella se mueve justo y no alcanza a rozarla. Arriba y abajo el pecho, las exhalaciones, hay años completos en ese movimiento. Desde la calle, suben ruidos de autos, no hay silencio. Allá, allá lejos, cuánto hacía, el lago, piensa. Nicolás sale de la habitación, recorre el pasillo del departamento y va hasta la cocina. La luz ya está prendida, y él se mira las manos. Su cuerpo perdió algo allá. Se cuenta los dedos, uno, dos, diez, las manos enteras hasta las muñecas. Está todo, pero algo le falta. Debe ser por alguna cosa que soñé, piensa, pero la sensación le vuelve a latir en la cabeza. Algo se había quedado allá, en el lago, casi llegando al agua.
En la cocina, mira la canilla; la base empieza a oxidarse. Habría que cambiarla, piensa Nicolás. Tiene sed, una sed que parece de siempre. No hace mucho de las vacaciones en el lago, cómo tan poco tiempo puede quedar tan lejos. También piensa eso. La carpa, las colchonetas inflables que habían llevado para estar más cómodos, las bolsas de dormir. A la noche, la respiración de Camila sonaba al lado suyo. Nada más su respiración. Y afuera estaba el lago, olas contra las piedras redondas. Un agujero en la carpa. Era de noche, muy de noche. Pero él, despierto, había notado el agujero y se acercó. El lago, afuera el lago. Cami, había llegado a decir, y a verla dormir en la carpa, arriba y abajo el pecho.
El agua, la canilla oxidada, un vaso, piensa Nicolás, necesita un vaso. El sabor cansado de la cañería, el golpe de las gotas contra la bacha, piensa, y de nuevo el ruido de los autos afuera, sin silencio. Allá estas cosas no pasaban, se dice, solo olas y el agua amable, la orilla de a poco. El lago, afuera, más lejos. Primero, el cierre de la carpa; él lo abrió, se acuerda, un relámpago hacia arriba. Después, la porción longitudinal de oscuridad. Nicolás se había dado vuelta, la noche plena sobre la cara de Camila. Dormía, Camila. Afuera las olas, más lejos el lago, la orilla amplia. Salió descalzo.
El vaso sobre la mesada, trasparente, vacío. Y Nicolás vuelve a notar que la canilla gotea. Habría que cambiarla, piensa de nuevo. Un golpe de agua, dos, tres. Se mira los pies, los dedos, son diez, están. Allá había quedado otra parte. Y recuerda el frío de las piedras cuando salió de la carpa, como glaciares. Afuera la oscuridad no tenía grados, era de plomo, solo había las olas, en pausa, una bajada suave hacia el lago. Pasto en los pies, después. Y hacia adelante, el agua, adentro.
La heladera, piensa ahora en su cocina. Comer una fruta, o un yogur. ¿Dormiría bien Camila, ahora? Siente el pecho, quiere algo fresco, el pecho lo tiene. ¿Qué de su cuerpo se quedó en el lago? Quiere una mandarina, la cáscara, los gajos. Quiere el jugo en los dedos, diez dedos son, los cuenta todos. Quiere el jugo hecho de otro líquido. Uno de allá. Adelante estaba el lago, y caminar en la oscuridad era como no caminar. Cuántos pasos, no supo. Pisando qué, no pudo decir ya, la superficie cambiaba. Pasto, tierra, y después algo mínimo. Adelante, eso sí. Adelante el lago, la orilla, después las piedritas redondas en los pies.
Un gajo grande, hecho de tres. Imagina su lengua llena de fruta, los dientes recorridos de anaranjado, la boca entera en la cocina de su departamento de la ciudad. El ruido de los autos que sube. Dónde está el silencio, piensa Nicolás. Quiere la frescura entre los labios, la mandarina, y después algo explosivo hecho de pulpa. Pero siente adentro un tirón. Es que algo no tiene, una parte quedó allá, allá adelante. Las primeras olas, chispas agudas en los dedos de los pies. Abajo, las piedras, lentas y más grandes. Él las había tanteado. Adelante un sonido llano, el agua ya en los tobillos. El lago. El horizonte redondo, invisible, y el lago.
Nicolás quiere enjuagarse las manos, son diez los dedos, lavarse entero el jugo de mandarina. Pero no está ahí, una parte de él no está ahí. Mira el repasador, deja la luz de la cocina prendida y vuelve al cuarto. La cama, las sábanas, Camila sigue durmiendo, abajo y arriba el pecho y el esternón. Recuerda, adelante, que el lago se abrió. Una bahía, y el agua casi en los muslos. Cuándo empieza el lago, cuándo termina la orilla, se había preguntado él. El horizonte sin línea y las olas, tenues, impalpables, pero adentro. Adentro estaba el lago y había que seguir.
Cami, Cami, despertate, dice Nicolás, y el ruido de la calle sube, el silencio dónde. Siente la respiración, el movimiento en el pecho de ella. Abajo y arriba, así respira Camila. Duerme y gira y tiembla. Cami, Cami, es importante, dice de nuevo él, despertate, estás soñando algo feo. La mira, quiere acariciarle una mejilla pero no llega, no le alcanzan los dedos. La textura de las sábanas, piensa, como la piel, el pasto, la tierra, la arena, allá. Entonces había sentido el agua en la cintura, un frío distinto. Adelante: todavía más adelante era el lago, y todo estaba tan oscuro. Era una tierra hermosa, o había sido. Solo quedaba agua ahora. La orilla amable, de a poco, quedó atrás, el fondo se hundía. El lago también era abajo. Adelante y abajo. No quedaba el pasto, no quedaban las piedras, no quedaba la orilla. Agua oscura, un horizonte sumergido, el fondo de arena que él pisó de golpe. El silencio, el lago. Y hubo una quietud. Era ahí, el silencio. Nicolás miró la intermitencia de las estrellas a través del agua. La superficie tan arriba, el aire dónde, la orilla tan lejos.

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