Cultura | GRAN HERMANO GLOBAL

Un espejo distorsionado

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Esteban Magnani

El programa lleva 23 años de ediciones en todo el mundo. Casi un experimento social, todavía es difícil establecer las razones de su constante rating.

Racismo. Los concursantes de la versión británica se negaron a aprender el nombre de Shilpa Shetty, la llamaban «perra» o «paki».

Foto: AFP

Luego de seis años, Gran Hermano volvió a la Argentina. Su primer envío, del año 2001, fue un éxito que languideció con el paso del tiempo hasta su última emisión, en 2016. Todavía es difícil saber si el interés por la edición actual se mantendrá o si decaerá, una tendencia global que empuja a las distintas versiones hacia los límites de lo aceptado en busca de forzar el rating.
Si bien puede sorprender el interés con el que arrancó esta nueva temporada argentina, cabe decir que Gran Hermano siempre está. La primera edición se realizó en Países Bajos en 1999 y desde allí inició una franquicia que llegó a todo el mundo: desde un Big Brother Africa continental, con representantes de doce países, o regional como la edición de los Balcanes, o emisiones nacionales en casi todo el planeta.
No quedan dudas de que este programa es un fenómeno realmente global. Incluso China, generalmente reticente a la industria cultural occidental, tuvo su edición en 2015-16. La India contó con ediciones en bengalí, hindi, malabar, canarés, marathi y télugu, algunas de las lenguas que se hablan en los distintos estados y regiones de ese país. En Estados Unidos Big Brother lleva 24 ediciones ininterrumpidas desde el año 2000, cuando se emitió por primera vez. Este programa hermana a las naciones del mundo en su interés por observar al detalle la vida ajena.
Se han escrito miles de artículos de todo tipo, desde sociológicos hasta de chimentos, intentando explicar el fenómeno. Probablemente el sustrato común esté, justamente, en algo universal a nuestra especie: el rol que ha tenido el chisme en la historia evolutiva humana. Una de las primeras inteligencias que desarrolló el Homo sapiens es la social, algo que puede observarse en los niños pequeños que dependen de los otros para sobrevivir y aprenden a sonreír, llorar o gritar antes que a caminar o valerse por sí mismos.
El ser humano y otros primates dedican buena parte de su tiempo y energía en comprender qué rol tiene en la tribu para poder diseñar las mejores estrategias de supervivencia. Para ello es fundamental saber cuáles serán las conductas castigadas o premiadas por la comunidad, sobre todo la de los referentes, los líderes. Desde el fondo de nuestra historia evolutiva ese mecanismo nos empuja a mirar con atención cómo lo hacen los «ganadores».

Puertas adentro
La larga y amplia historia de este programa ha dejado momentos de todo tipo que vale la pena repasar.
Una de las más controvertidas ocurrió cuando en 2007, en una versión británica cuyo rating decaía año a año, los concursantes se negaron a aprender el nombre de Shilpa Shetty, una actriz india famosa en su país, a la que simplemente llamaban «perra» o «paki», por «pakistani», palabra usada como un insulto en Reino Unido. Hasta tal punto se elevó la tensión que llegaron miles de protestas al Gobierno y la extensa comunidad asiático-británica inició una campaña para salvarla. El ministro indio de Relaciones Exteriores realizó una investigación y el por entonces primer ministro Tony Blair tuvo que responder públicamente que no apoyaba el racismo en ninguna de sus formas. Shetty terminó ganando el certamen.
En estas semanas se inició el juicio por abuso sexual a una participante de la edición española de 2017. Carlota Prado y José María López habían iniciado una relación cuando, según sostiene la joven de 29 años, él abusó de ella mientras se encontraba borracha y pese a sus pedidos de que se detuviera. Solo cuando Prado corrió la manta que la cubría y fue posible ver su cara de semiinconsciencia intervino un técnico para impedir que López continuara.
En esa ocasión (y, nuevamente, en estas semanas por lo que ocurrió en la edición argentina), Amnistía Internacional emitió un comunicado aclarando que tocar a alguien mientras duerme o está semiinconsciente es abuso, que no es algo gracioso: «Solo sí es sí. Corta», explicaba el organismo.
En la versión africana de 2007 hubo otro episodio similar cuando Richard Bezuidenhout, un estudiante de 24 años de Tanzania, abusó de Ofunneka Molokwu, una trabajadora de la salud de Nigeria de 29 años mientras estaba borracha. Los productores finalmente intervinieron frente a lo que para la Justicia sudafricana constituye una violación, pero la productora aseguró que ella no estaba inconsciente y que no había ocurrido ningún delito. Las protestas para que se expulsara al estudiante de la casa no lograron sus frutos y Bezuidenhout terminó ganando el premio. El segundo lugar quedó nada menos que para Molokwu.
En la edición 2001 de la versión estadounidense, Justin Sebik, uno de los participantes, fue expulsado en el décimo día luego de romper botellas de vidrio, orinar en una ventana, amenazar a otros participantes y, finalmente, apuntar a otra participante con un cuchillo y preguntarle qué opinaba sobre la posibilidad de que la matara al aire. No importó que luego asegurara que todo había sido un simple chiste.
El listado de escándalos que acompaña a Gran Hermano desde su origen podría seguir por varias páginas más y con muchos patrones que se repiten y requerirían un análisis más profundo.

Del otro lado de la pantalla
La discusión acerca de las razones de la perdurabilidad del programa seguramente merecería otros miles de artículos, pero queda claro que funciona como un espejo distorsionado que afecta a quienes se ubican a ambos lados de la pantalla.
Los televidentes que se buscan a sí mismos en esos personajes que se exponen, ven cómo se corren los límites de lo televisivo en cada nueva edición por la necesidad de aumentar la dosis de morbo un poco más. Los conductores se escandalizan como si las reglas y los estímulos que se utilizan para generar interés no favorecieran esas mismas transgresiones, necesarias para mantener el rating. Y los límites que se cruzan en la pantalla empujan lo que se puede decir o hacer en el mundo externo en un proceso que se retroalimenta.
El fenómeno no es nuevo y sería un error atribuirlo exclusivamente a Gran Hermano o, siquiera, a la televisión. Los límites del discurso socialmente aceptado son permanentemente cruzados en otros ámbitos y espacios, desde las redes sociales hasta los discursos políticos con el fin de hacerse escuchar entre tanto ruido, aunque sea de manera efímera y, muchas veces, dañina.
El problema es que se trata de una carrera que no tiene fin y que solo conduce a una transgresión creciente que no contribuye a cerrar las grietas de una sociedad global crecientemente polarizada.

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