Entre el cantor virtuoso de los comienzos y el fraseador crepuscular de los últimos tiempos, el intérprete construyó un estilo propio en el que confluyeron distintas vertientes del universo tanguero. Una leyenda que dejó su marca en la cultura popular.
24 de julio de 2019
Lo que el periodista especializado Jorge Göttling definió en su momento como «una colosal pirueta cantable», los extremos de la vida tanguística de Roberto Goyeneche son prácticamente antagónicos: entre el cantor virtuoso y sobrio de la orquesta de Horacio Salgán de comienzos de los 50 y el fraseador crepuscular de los últimos años, median miles de trasnoches y, asimismo, una inteligencia artística fenomenal. Ahora que se cumple un cuarto de siglo de su muerte, Goyeneche asoma como el estertor de una raza casi extinguida, una de las últimas manifestaciones de una extraña combinación de bohemia feroz y rigor profesional incorruptible.
En ese sentido, en el marco de la «colosal pirueta», caben muchos cantores en su figura: su vida es un prisma en el que descomponen estilos canoros y mitologías urbanas. Su irrupción, por caso, no pudo ser más legendaria. Uno de los primeros trabajos fue como chofer de la línea 219, y se dice que una noche cantaba «Mano a mano» ante cuatro o cinco pasajeros que dormitaban. Uno de ellos, sin embargo, escuchaba atento. Antes de bajarse, le entregó al conductor su tarjeta personal. Era Justo José Otero, representante de Salgán. Meses más tarde el chofer grababa su primer tango, «Alma de loca», como bandera de largada de una carrera brillante que, después de la de Salgán, contempló la consagratoria orquesta de Aníbal Troilo.
Desde esos primeros gateos hasta los días finales en los que fue arropado por un público mayormente joven que vio en él los contornos de un ídolo de otros tiempos, se cifran algunas claves de la historia del tango: el apogeo, cierta meseta, la resistencia y el resurgimiento a partir de la década del 80 con el impulso de la compañía Tango Argentino y las películas de Pino Solanas, entre otros factores.
Goyeneche fue el abanderado de una extraña modernidad. Si en su configuración inicial se espejó en el fraseo de Ángel Paya Díaz y en el ancho modelo gardeliano, en la madurez fue uno de los pocos artistas de las entrañas del género que defendió la revolución piazzolliana a capa y a espada. «Al que no le gusta Piazzolla que se joda. Se lo pierde. Son sordos. Y bueno: ¡los caballos no comen bombones!», decía. En lo poético tuvo un pensamiento análogo: reconocía su admiración por las letras de Alfredo Le Pera u Homero Manzi, pero militó en las formas surrealistas de Homero Expósito.
Tenía un gran sentido de la lírica y la obsesión de «cantar cada uno de los puntos y comas» de un texto. Manejaba las pausas, los silencios, con maestría. «Era un obsesionado por el lenguaje», dice Adriana Varela, que creció bajo su ala en los años del Café Homero. En ese sentido, se entiende más nítidamente la sintonía afectiva con Aníbal Troilo. Más allá de las correrías nocturnas que dejaron para el anecdotario un tendal de historias narcóticas, compartían el placer por la canción, por el buen texto, por la melodía. No resulta extraño que Goyeneche admitiera su admiración por los Beatles.
Postales evocadas
Grabó discos extraordinarios que pasaron algo inadvertidos. Tomemos al azar el trabajo realizado en 1963 junto con el trío de Luis Stazo (bandoneón y arreglos), Armando Cupo (piano) y Mario Monteleone (contrabajo). La madurez interpretativa de Goyeneche resulta conmovedora en temas como «No nos veremos más», «Tengo», «Quién lo habría de pensar», el vals «Carrousell». Ya es un sabio de la canción, liberado de la funcionalidad bailable. En las antípodas de la afectada virilidad de Julio Sosa, desarrolla un romanticismo exacto, una expresividad que ya deja entrever el fraseo sensible que se volvería desgarro a partir de los 80.
Otro mojón fue la grabación de «Afiches», en 1973, con la orquesta Atilio Stampone. Fue uno de sus últimos éxitos. El texto de Expósito es demoledor en su belleza y marca los perfiles de un tango nuevo, que conserva el anclaje de los grandes poetas del género, pero que incluye conceptos como la propaganda, «el desnudo de vidriera», el afiche. Nadie dijo como Goyeneche aquello de «ya da la noche a la cancel/ su piel de ojera/ Ya moja el aire su pincel/ y hace con él la primavera».
Otra vez, entonces, ¿cuál es el verdadero Goyeneche? ¿El bailable, el sensible, el decidor? «El Polaco siempre cantó muy bien –opina Gabriel Soria, periodista y presidente de la Academia Nacional del Tango–. El estilo lo fue creando en la orquesta de Salgán, donde canta a ritmo. Troilo es el que le permite comenzar a delinear el fraseo que lo llevó a destacarse aún más como intérprete. Estos dos directores son clave para entender por qué a mediados de los 60 ya Goyeneche tenía un lugar en la historia del tango».
«Fue un artista nato y un creador que no ponía límites a la hora de interpretar», completa Soria. «Encontró un modelo de acompañamiento muy fuerte en Atilio Stampone, quien entendió que se podía hacer desde lo musical algo no convencional. Son pocos los casos de cantores que ante la pérdida de la voz logran un desarrollo desde un estilo. Eso le pasó al Polaco: en los últimos años logró una manera de cantar que acompañaba esa personalidad, porque era creíble, porque era verdad lo que contaba. Así emocionó y cautivó a un público que no escuchaba tango, pero sí a él».
La participación en la banda de sonido de Tangos. El exilio de Gardel, con su notable performance en «Solo» (un tema hermosísimo que Pino Solanas escribió especialmente para el guion de su película), representa un peldaño más en la conquista de otro tipo de público. «Recién después de “Solo” decidí convocarlo para que actuara en Sur», dice Solanas. «Concebí el personaje de Amado pensando en él. Lo único que me aclaró es que él no hacía playback. Así que todos los temas que se escuchan –excepto una versión de “Sur” con orquesta– fueron grabadas en la calle, mientras filmábamos. Era bondadoso y muy inteligente. Un artista extraordinario».
En ese film ocurre un abrazo que parece sintetizar los nuevos tiempos: el de los personajes que encarnaron Goyeneche y Fito Páez. Algo así como el encuentro de las dos culturas urbanas que mejor interpretaron el pulso de una ciudad como Buenos Aires.
Sin embargo, el rescate del cine de Solanas no llegó a cristalizarse como un relanzamiento de la carrera musical. El tango se desprendía como podía de décadas de caricatura y el Polaco era objeto de parodias e imitaciones. Hasta podía aparecer con la camiseta de Platense en un sketch televisivo con Jorge Porcel para cantar algún tango circunstancial con el acompañamiento de Juanjo Domínguez.
Ese tipo de escenas sugería cierto patetismo, un tratamiento por lo menos injusto. Litto Nebbia lo rescató y lo convocó para grabar en su sello Melopea. Con el violín de Antonio Agri y la guitarra de Esteban Morgado se sintió feliz, y dejó para la posteridad registros que sirven para enmarcar al decidor compulsivo y otoñal («garganta con arena») que, como Chavela Vargas, Sandro y Jacques Brel, logró reconfigurarse. «Yo antes cantaba con el capital, ahora canto con el interés», repetía.
Los últimos tiempos los pasó viendo el Mundial de Estados Unidos por televisión en pijama. «¡Cómo lo cagaron al pibe!», se indignó frente a Mariano Mores, horas después de que Diego Maradona quedara fuera del campeonato luego de un control antidoping. Mores se había acercado hasta su casa de Saavedra para hablar del proyecto de un disco en conjunto: «Goyeneche canta a Mores».
No pudo ser. Su salud estaba muy deteriorada. Cada tanto fumaba algún cigarrillo a escondidas, o pedía un vasito de Hesperidina. Con las cartas echadas, eran como esporádicos actos reflejos de aquella bohemia indomable: de Caño 14 a El Violín de la avenida Cabildo, sus andanzas crecieron con el paso del tiempo hasta el punto en que el personaje llegó a eclipsar al artista. Murió el 27 de agosto de 1994. Tenía apenas 68 años y ya había dado todo.