Fabián Casas (Buenos Aires, 1965) publicó el libro de relatos Los Lemmings y otros (2005), las novelas Ocio (2000) y Titanes del coco (2015). Horla City y otros (2010) reúne sus primeros libros de poesía. Escribió también guiones de cine y una obra de teatro, Luis Ernesto llega vivo (2018).
12 de agosto de 2020
Un hombre se acuesta. Está un poco enfermo y ni bien se duerme cae en un sueño pesado y profundo. La fiebre le pasa una película por la paleta de nervios. No son pesadillas, no exactamente. De golpe está caminando por lugares extraños. Hay alguien que lo acompaña, pero por más que se esfuerza no lo puede ver. Pero hay alguien que lo acompaña. A la mañana siguiente, después de levantarse, las sábanas tienen tatuada su transpiración. Lo que sigue es el racconto de este sudor, el intento de transcribir ese sudario.
Lo conocen como el bar de Roberto. Un lugar pequeño, con mesas y sillas todas diferentes, puestas a la marchanta. Una barra larga, de madera oscura que se ha ido cuarteando con el tiempo y la humedad. El bar de Roberto es un lugar húmedo. Como si estuviera cavado en las profundidades de la tierra, cerca de las napas de agua. Tiene largos estantes en el techo con botellas viejísimas que conservan dentro líquidos añejos de todo tipo de licores y bebidas blancas, líquidos que cada año, a cierta hora específica, como si se tratara de la sangre de San Genaro, se licúan solos, frente a la mirada escéptica de los parroquianos. Por la noche, se pueden escuchar a tangueros del barrio cantando por monedas. Son cantantes muy viejos, perros cuscos. Hay uno al que le dicen Jagger, por la manera esperpéntica en la que mueve los brazos acompañando las letras que saca de su boca como si fueran golpes de arte marcial.
Para la edad que tiene se la está arreglando bastante bien. Eso le gusta pensar. Es un día que amaneció negro y pesado, y que mutó en lluvia intensa. Globitos en la vereda, percusión hasta la madrugada. Ese día trabajó en el restaurant donde es adicionista hasta las tres de la tarde. Por el agua intensa, no hubo mucho trabajo y se la pasó fumando en el patio interno que comunica a la cocina con los baños. Sintió que se le había mojado un poco la punta de los zapatos. Chiqui, el cocinero, enano y gordo, le trajo un sandwich que dejó por la mitad. A veces tiene la sensación de ser como Gaspar Hauser. Es difícil de explicar. Un día alguien lo arrojó en la calle, él no conocía a nadie y nadie lo conocía. Esa es una buena manera de empezar una vida. Se siente en sintonía con ese muchacho. Se llama, en verdad, Claudio Arroyo, pero todos le dicen Picasso; no porque tenga veleidades artísticas sino porque durante su adolescencia fue un fanático del pico, de inyectarse de todo. Por eso, ahora, cuando se mira en el espejo, se ve bastante entero para lo que hizo. Hay también una estética en la destrucción. Recuerda haberse quedado toda una tarde mirando a unos obreros demoler una casa a martillazos, como hizo Nietzche, el filósofo que le prestó Andrés.
Cuando salió del restaurant, se puso el piloto. La llovizna era tenue pero persistente. La humedad en los pies le molestaba. Las medias mojadas. La media naranja. Pensó fugazmente en ella. Caminó las diez cuadras que separan el restaurant del bar de Roberto. Empapado, se sentó en la mesa que está entre la puerta y la barra, la mesa 0 le dice Esteban, el hijo de Roberto. Pidió un café y un Fernando. Empezó a pensar en que casi no hay en las heladerías helados de pistacho. Siempre le gustó el helado de pistacho y secretamente piensa que esa elección habla bastante de su persona. No era común que un chico sintiera curiosidad por ese helado verde que solían tomar los grandes. Un día lo pidió y se salió para siempre del chocolate y crema. Ahora hace un frío musculoso, un frío más metafísico que real. Los pies están petrificados. Este frío, piensa, augura días oscuros, por dentro y por fuera.
Pidió otro fernet bien cargado. Esperando ese momento en que el alcohol denso empieza a trabajar en el cuerpo y uno se siente como el Buda bajo el árbol de la iluminación. Y cuando ya estaba bastante iluminado vio entrar al bar a Sergio Narváez. Se fue directo a saludar a Esteban con un apretón de manos a la vez que dejó caer en la mesa 0 un libro y una libreta negra. ¿Cómo se llama ese libro de Conrad? Él lo está viendo pero yo no lo puedo recordar. Es un libro hermoso, con un personaje que se llama Hamilton y pasa algo raro, como sobrenatural. Bueno, ya vendrá a la mente. Ahora Sergio se sienta a la mesa. Está increíblemente seco. «Qué buen libro», le dice Picasso. Sergio, como es su costumbre, tiene una teoría: «Tengo un amigo –dice– que suele acostarse con hombres de vez en cuando». Disfruta mucho esos momentos. «A mí me pasa lo mismo con los libros de Conrad», dice. «Por eso trato de no leerlos todos de un tiro, los voy dejando para que me duren toda la vida», dice.
Sergio trabaja haciendo prensa en una editorial. A veces él mismo tiene que coordinar mesas redondas donde los escribas dan charlas y firman sus libros. Toda esa retórica de la literatura –dice él– que es una mierda. A veces le toca algún escritor o escritora piola, pero son los menos. Por lo general no le gusta hablar de los escritores. En cambio se apasiona cuando habla de los libros.
Hay muchos libros que Picasso, a través de sus relatos, tiene la impresión de haber leído. Como Las sirenas de Titán, de Vonnegut. Lo terminó una tarde de invierno, en el 160, sentado a la ventanilla en el penúltimo asiento individual. Cuando llegó a la parte final, esa en la que el personaje siente que arriba, en el cielo, debe haber alguien a quien le cae bien, se puso a llorar. La gente que estaba de pie, amontonada, esperando un asiento o bajarse o el fin del mundo o la llegada de la felicidad, lo miraba atónita.
Sergio lo llamó para contarle algo que lo estaba torturando íntimamente –así se expresó–. Sonó el teléfono la noche anterior en la casa donde viven Picasso, su padre y su hermana. En un cuarto duermen los dos hombres, en el otro Susana. El teléfono es un aparato cuadrado y viejo, naranja. Está puesto arriba de la heladera, un lugar extraño porque ha venido juntando –el techo de la heladera– un montón de objetos que dan vueltas por la casa: un desodorante a bolita, un tenista de plástico captado justo en el momento de sacar, un estuche de lentes de Susana, una botellita enana de whisky, restos de una civilización doméstica.
Pero si esta heladera y su vegetación estuvieran en el centro de un museo y tuviera un título, pongamos: sudario, podría valer miles de pesos. De manera que Sergio está en la mesa frente a Picasso, agarra la libretita negra y la frota en sus manos y le dice: «Escuchá bien lo que te voy a contar porque es absolutamente necesario que me des una mano, ¿entendés?».