De cerca | ENTREVISTA A JAVIER MALOSETTI

«Soy un hombre de ningún lugar»

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Mariano del Mazo

Forma bandas y graba discos sin pausa, pero el bajista no termina de encajar en el molde jazzero o rockero. El legado paterno y la influencia de Spinetta.

Foto: Jorge Aloy

Es alto, carismático y buen anfitrión. En su casa de Villa Luro atiende con esmero: té, café, gaseosa, masitas. Un gato viejo se desliza con sigilo entre las piernas y acaricia los bordes de las puertas con su lomo. Como su música, la casa de Javier Malosetti tiene muchas puertas. Enseguida se pone en situación de entrevistado y va dejando asomar girones de un universo afectivo ancho y profundo: sus padres y su hermana, Luis Alberto Spinetta, Pappo, Hernán Jacinto y, siempre, la música.
Según la óptica de las ortodoxias, es demasiado rockero para ser jazzista y demasiado jazzista para ser rockero. Lo sabe, y se ríe. «Es cierto que mamé todo el jazz del mundo de parte de mi viejo. Por si alguno no lo sabe, se llamó Walter Malosetti y fue uno de los grandes de la guitarra del jazz argentino. Y el rock lo viví por ósmosis. Los novios de mi hermana venían a casa con discos, y así descubrí a Almendra, a Sui Generis. Cuando escuché a Los Beatles, como le pasó a todo el mundo, se me partió la cabeza».
Miembro estable de la banda de Spinetta en dos etapas, tocó y grabó con músicos destacados de la Argentina y de más allá también: Dino Saluzzi, Rubén Rada, Jaime Roos, Alex Acuña, Jim Hall y otros. Acaba de despedirse de un supergrupo titulado con las iniciales de sus integrantes: URMG (Juan Cruz de Urquiza, Guillermo Romero, Malosetti y Oscar Giunta). «Me cuesta compartir. Necesitaba estar al frente de mi música», dice. Y se planta: «Estoy en un momento bisagra. Soy algo así como un hombre de ningún lugar. Siempre lo fui. Mi último disco fue con el grupo que tenía, La Colonia, y estuvo rebueno. Pero eso también es pasado».

«Me gustan las canciones, pero no dejo de ser un músico instrumental. Le pongo huevo, onda, pero me siento más cómodo en la dinámica instrumental.»

Viene de tocar en ciudades no convencionales para lo que se entiende como «circuito de jazz», como Salta, Posadas, Encarnación y Asunción de Paraguay. En varias ocasiones forma la banda in situ, con artistas locales. «En cada lugar siempre hay músicos de la hostia. Me resulta interesante interactuar con ellos. De hecho, en estos tiempos, cuando uno forma una banda en una misma ciudad casi no se ve. Está complicado juntarse para ensayar con regularidad, todos vivimos muy ocupados. Hay que buscar alternativas. Sé que parece raro presentarse en un jazz club en Asunción, por ejemplo. Pero es prejuicio, hay movida. El jazz es como el covid: muy contagioso».
–El jazz fue prácticamente un legado paterno. Hablás constantemente de él y también de Spinetta. Hay como una necesidad de tenerlos presentes, de cobijarse bajo esas alas.
–Son dos personas clave, musical y afectivamente. Eran muy diferentes. El viejo no se corría de su estilo, un tipo de jazz muy específico. En cambio Luis cambiaba permanentemente: inventaba las corrientes y después íbamos todos atrás de él. Tampoco quiero olvidarme de mi madre. En casa escuchábamos de todo. Había un montón de música porque mi viejo daba las clases en casa y mi vieja cantaba. Tenía discos buenísimos. Todos distintos: de bossa nova, de Sarah Vaughan, de Ella Fitzgerald. En cambio papá no tenía un puto disco cantado.
–Vos absorbiste todo.
–Sí, pero a su vez a mi hermana y a mí nos había picado el bicho de la música joven. El rock, el pop, todo eso, además de los Beatles y, no sé, desde Jimi Hendrix a «Fiebre de sábado por la noche». Mi hermana es cuatro años mayor, una diferencia de edad determinante. Estaba conectada con el rock, manejaba otra data. Un día se vino con el disco de Deep Purple que trae «Humo sobre el agua». Me acuerdo perfectamente mi viejo y yo escuchándolo. Seguramente por circunstancias diferentes, cada uno no podía creer lo que escuchaba.

–¿Qué decía tu papá?
–¡Nos miraba con la misma cara con la que miramos a los pibes que escuchan la música de ahora! Pobre papá: yo le decía cosas que ahora me doy cuenta que eran fruta. No sé, que George Harrison era el mejor guitarrista del mundo. Me miraba como si estuviera loco. Yo creo que varias veces habrá pensado: «¿Le doy un bollo o un beso?».
–¿Sentís que quedaste como el cancerbero del legado musical del apellido?
–Entiendo que por default pasa algo como lo que decís, pero no me quiero subir a ese caballo. Él fue un músico brillante y gran docente. Escribió bocha de libros sobre la guitarra que fueron muy importantes para un montón de violeros en la época en que no había internet. Lo mío es otra cosa, muy chiquito al lado de lo de él.
Su mirada adquiere un brillo especial cuando habla de su padre. Sin embargo, su intensidad enseguida lo lleva a otros sitios. Entrevistar a Javier Malosetti es someterse a un random temático, siempre inquietante. Pasa de hablar pasionalmente del documental Get Back, de cuando Louis Armstrong desbancó a Los Beatles en el puesto número uno de los charts con «Hello Dolly», a cuáles son los aspectos de vida de músico que más le interesan. «Las giras me están costando. Esa onda de dormir tres horas, ir a probar sonido, volver, tocar a la noche, salir a las seis de la mañana para otra ciudad. ¡Siempre vuelvo enfermo! Me gusta tocar en vivo, pero me está costando el trote de las giras intensas. Hoy me quedo con la introspección del estudio, la cosa detallada, la preocupación porque un registro que va a quedar para siempre quede lo mejor posible. También me gusta el ensayo, la zapada: es un instante de amigos, como tomar una birra, y deambular con la cabeza por distintos mundos. Está bueno».

«A Luis no lo ibas a enganchar cantando “Muchacha” o “El anillo de capitán Beto”. ¡En vivo te hacía todo el disco nuevo que todavía no había grabado!.»

Maneja el don de la comunicación. Tal vez por esa arista de temperamento, en escena no forma parte de la grey de jazzistas que parecen tocar para sí mismos. En vivo entabla un diálogo con la gente. No deja de ser un artista cancionero que toca jazz. En ese sentido destaca el trabajo que hizo junto a Rubén Rada, un disco doble titulado Varsovia. Ha hecho covers de clásicos –de «Cachito, campeón de Corrientes» de León Gieco en clave de blues a «I’m Down» de Los Beatles– y su último disco con La Colonia cierra con una preciosa canción propia, «Mapa».
«Me gustan las canciones, pero no dejo de ser un músico instrumental. Le pongo huevo, onda, pero la verdad es que me siento más cómodo en la dinámica instrumental de una banda. Entiendo lo que pasa. ¡Mucha gente me dice que lo único que escuchó del disco de La Colonia es “Mapa”! Y bueno, no soy un cantante hecho y derecho. Me siento limitado. Simplemente me gusta cantar».
–Muchas veces la canción es como el caballo de Troya del jazz.
–Y sí.
–¿En eso te influyó Spinetta?
–Ponele. Pero Luis no hacía canción: era canción. Un señor cantautor. Y a su vez muy exigente con lo musical. Nos mataba ensayando. Pero duro, eh. Mirá: llegábamos a su casa-estudio a las 11 y hacíamos toda una pasada de la lista de temas, que no bajaban de las cuarenta canciones. Parábamos, comíamos algún guiso hecho por la «Vieja» Aníbal Barrios, y a ensayar de nuevo. Yo después del guiso tocaba dormido, te imaginás. Estábamos dale que dale hasta las seis de la tarde. Estuve con Luis entre 1989 y 1993 y entre el 2000 y el 2003. Lo que te cuento es de la época de Silver Sorgo y Para los árboles. Y lo de las Bandas Eternas…. Bueno, otro tema.
–¿Por qué?
–¡Fue heroico, loco! Con las Bandas Eternas, en Vélez, cantó doscientas canciones en el tono en que las compuso cuando era chico, recordó todas las letras. No tenía un puto papel en el atril. Esa era la ética que tenía.

Foto: Jorge Aloy

–Entre ético y terco.
–Claro, a Luis no lo ibas a enganchar cantando «Muchacha» o «El anillo de capitán Beto». ¡En vivo te hacía todo el disco nuevo que todavía no había grabado y el último que todavía no habías escuchado! Y después por ahí te hacía «Despiértate nena» y chau. Mientras Charly hacía treinta éxitos, Luis tocaba treinta temas lados B. Lo valoro. Esa fue una enseñanza. La otra es el trabajo de banda y cuestiones puramente musicales, como enlaces de acordes, formas armónicas. Y siempre: mirar hacia adelante. Naturalmente me sale, miro hacia adelante. Trato de entender. Por ejemplo, el fenómeno de las músicas urbanas. Ya no es cuestión de raperos en los trenes del Conurbano o las plazas. Los pibes la están rompiendo en todo el mundo.
–¿Te gusta?
–Me interesa. Es el producto argentino que más penetración global tiene en toda la historia. Olvidate de Mercedes Sosa, de Yupanqui, de Cerati, de lo que quieras. No les llegan a los talones. Es un imperio construido por pibes y pibas argentinos. Y se van sofisticando. Empezó como algo muy de cuarentena y compu, y ahora tocan acompañados por unas bandas impresionantes. ¡Lo que suenan en vivo Wos o Nathy Peluso! Es una música que tiene verdadero peso. Se puso picante la movida. Empezó como música orillera y ahora ocupa el centro del mundo. Es muy loco: María Becerra todavía no había debutado en vivo y ya era la más escuchada en Spotify. Pero es así. Y cuando actúan en el exterior se les infla el pecho, como que son muy argentinos, ¿viste? También me parece grosso cómo todos tocan en los discos de todos. Hay una comunión ahí, el inefable espíritu de la música.

«La música urbana es el producto argentino que más penetración global tiene en toda la historia. Olvidate de Mercedes Sosa, de Yupanqui, de Cerati.»

–Pero no es que te guste: te interesa.
–Soy mayor. No me conmueve. Yo estoy acostumbrado a los arreglos de voces, a los solos de bata y a la armonía. Pero eso no quita que la movida me parezca histórica, monumental. Tienen toda mi simpatía, les deseo lo mejor. No me culpen por no disfrutarlo. Me volví viejo, y ya no escucho nada, ni a Herbie Hancock. ¿Sabés cuánto hace que no pongo un disco? Para mí la música, hoy, es tocarla.

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