En una época signada por el profundo cuestionamiento de estructuras, estereotipos y convenciones, la disciplina mantiene los lazos que la ligan a su propia tradición, a la que vez que abre la puerta a nuevos discursos y formas de encarar la vida.
10 de abril de 2019
Escenario liberado. Mis días sin Victoria y Hogar abordan temáticas actuales. (Matias-Adhemar – Alejandra Rovira/Prensa Hogar)
Frente a la pregunta de si sirve para algo el arte, existen varias teorías. Una de ellas postula la función social del hecho creativo, su capacidad de sintonizar con las transformaciones sociohistóricas. Se podrían enumerar suficientes casos dentro de la literatura, el teatro y el cine para ilustrar esta postura. Sin embargo, ¿qué ocurre con el caso puntual de la danza clásica? En una época de grandes cuestionamientos y reformulaciones como la que vivimos, ¿una disciplina tan asociada a la tradición como el ballet es proclive a acompañar los nuevos discursos y modos de ser?
«Ante todo, es preciso distinguir entre la técnica de danza clásica académica occidental, y los espectáculos basados en esa técnica», opina Analía Melgar, periodista especializada en la materia y habitual colaboradora de Acción. «Existen numerosas expresiones de la danza que tienen el código del ballet aunque la narrativa, el vestuario, la escenografía, los vínculos entre los cuerpos y los espacios nada tengan que ver con Luis XIV, el Rey Sol», añade.
En relación con la técnica, Melgar señala que no hay sólo una, sino muchas. «Maestros de diversas épocas y regiones han revisitado el sistema de cinco posiciones y de pasos y secuencias derivados de ellas. Si bien su desarrollo canónico fue sucediendo desde el Renacimiento francés e italiano, continuó y continúa revisándose», sostiene.
Interpelar a las audiencias
A partir de estas aclaraciones, se puede deducir que la danza clásica o ballet en su conjunto, tanto como espectáculo y como técnica, tiene mucho menos de conservadurismo y rigidez de lo que comúnmente se cree. «En cuanto a los espectáculos de ballet, conviven las versiones ortodoxas (que son muy valiosas, porque reviven coreografías de hace muchísimos años) con creaciones nuevas que, utilizando los criterios y nomencladores del lenguaje del ballet, responden a otras necesidades estéticas e históricas», afirma Eugenia Schvartzman, coordinadora del área educativa del Teatro Colón y a la vez directora de la escuela de danza Las Juanas y el ballet juvenil La Zaranda.
En este sentido, se pueden distinguir tres tipos de espectáculos. En primer lugar, las reposiciones de los ballets «clásicos», es decir las versiones más aceptadas del repertorio. En segundo lugar, las relecturas que «alejándose de estas lecturas consagradas y adaptando las historias, buscan precisamente revitalizar su capacidad de interpelar a las audiencias», explica Alejandra Vignolo, bailarina, docente e investigadora de las universidades de Buenos Aires y Nacional de las Artes. El tercer grupo es el que integran las creaciones contemporáneas concebidas a partir de temáticas y argumentos en general más afines a nuestros tiempos, como el ballet sobre la vida de Frida Kahlo estrenado por el English National Ballet.
En esta última corriente se anotan obras locales como Mis días sin Victoria, de Rodrigo Arena, que reflexiona sobre una historia de amor lésbica antes de que el protagonista inicie la transición hacia su identidad trans; u Hogar, de Marina Otero, que relata los sufrimientos que cierto circuito de la danza clásica le causó debido a su altura, superior a la promedio (vuelve a escena a mediados de mayo en la sala Sísmico).
En suma, contrariamente a cierto prejuicio que la identifica con el pasado, la tradición, lo inmutable, con roles antes hegemónicos y hoy día enormemente discutidos (como el hombre fuerte y protector y la mujer femenina y frágil), la danza clásica constituye un espacio esencialmente dinámico, en evolución constante, donde la libertad, la creatividad y la experimentación ocupan un primer plano. «La danza clásica no tiene que ver con un tipo particular de obra correspondiente a un período, no es algo fosilizado sino todo lo contrario», dice Vignolo. «Es un pensamiento, una actitud, una manera de ver el mundo, de concebir el cuerpo, de relacionarse con las cosas, con los otros y con nosotros mismos».