Laura Rossi nació en San Miguel (Buenos Aires) en 1980 y vive en Rosario. Licenciada en Letras en la Universidad de Buenos Aires, publicó las novelas Baldías (2013), Llegaría el silencio (2014) y Los bordes del cielo (2017).
13 de enero de 2021
Ahora no tiene frío como cuando empezó. Al final, era fácil. Ya avanzó un montón y eso que recién empieza y que nunca en su vida ha agarrado una pala. La tierra está bastante suelta, eso ayuda. Le gusta el sonido que hace la chapa cuando penetra la tierra, lo serena. Hace un rato que ha logrado no pensar en nada. Las ideas aparecen y desaparecen como si la pala cortara el hilo que, si no, las enmaraña en su cabeza. Mejor no distraerse: clavar la punta, presionar con el pie derecho, las manos firmes en el mango; levantar la tierra, echarla ahí nomás. Observar cómo, de a poco, se arma el hueco.
Tiene sed. Suelta la pala y arrastra los pies hasta la canilla. Quiere calcular dónde va a caer el chorro pero no puede. Se agacha y su lengua intenta apresar el hilo finito, irregular, que escupe la canilla. Se salpica la cara, las zapatillas. La tierra suelta se vuelve barro. La puta madre. Intenta cerrarla: la rosca se falsea y el agua empieza a brotar por todos lados. Debe encontrar el punto justo en el que pierda lo menos posible, si no, el viejo le va a romper los huevos. Qué culpa tiene él de que todo esté medio roto, oxidado o sucio.
–Qué mirás, perro de mierda –dice en voz alta.
El perro espera: reinicia el movimiento cuando el chico vuelve al pozo y agarra la pala, como si supiera que esa es la clave de su libertad. El instinto perruno lo empuja a lamer el agua que chorrea. Después, se echa debajo de la parrilla a dormir el hambre.
De nuevo: punta, pie hasta el fondo, el siseo de la chapa, la palada, el montón. La tierra no desaparece, solo cambia de forma. Mantiene los ojos clavados en ese suelo nuevo que libera en una torsión cada vez más rápida. El secreto está en la concentración y en el ritmo de los movimientos: cuando logra calibrar los dos, la mente se pone en blanco y es como si también se vaciara, como si el cuerpo pudiera, por fin, andar solo.
El perro sale de su guarida y se sienta frente a la puerta de la cocina. Debe haber llegado el viejo aunque él no lo oyera. O debe estar por llegar. No quiere cruzárselo, no vaya a ser que le pregunte qué está haciendo ni si fue a la escuela ni nada. El perro lo ignora. Como si él no existiera. Ya va a darle una patada para que aprenda, pero no es momento. Deja la pala contra el alambrado, se sacude un poco la tierra y aprovecha a mear. Sale por el costado, bordeando la casa, sin rumbo fijo. Tampoco puede ir a muchos lugares así sucio como está. Por más que se haya sacudido, la tierra no sale nunca del todo.
–¿Qué mierda pasó en el patio?
Es la madre la que pregunta apenas vuelve.
–Nada, estoy entrenando. Después lo tapo.
–Más vale que lo vas a tapar. Es un peligro.
No le gusta que lo manden, ya no es un nene, pero agacha la cabeza y camina hasta el baño. Tiene otros problemas ahora. No sabe si contarle a la madre o no. Capaz es peor, piensa.
Se saca la ropa y el olor a perro mojado le hace pensar que el bicho se ha metido en el baño pero no, de él emana esa mezcla rancia. Abre la ducha: el ruido del agua lo ensordece. Él no quiere ser padre. Y ella había dicho que se lo iba a sacar. Y ahora dice que no. Le quema el agua en la espalda pero aguanta; la deja correr. Que le contó a la madre, que la madre la apoya, que ahora decidió tenerlo. Se lo dijo así, como si él no contara para nada. Como si él no existiera. Cierra los puños y siente cómo se tensan sus músculos. Antes no se le marcaban así. Antes se cagaban de risa de él, lo molestaban y él no era capaz de defenderse. Pero ahora es otro: ahora puede levantar mucho peso, pegarle a cualquiera, abrir solo un tajo en la tierra y vaciarla.
Fue tan rápido y, a la vez, no: cada vez que repite la secuencia en su cabeza, todo se mueve en cámara lenta. La tierra que formaba un montículo había retornado a su lugar de origen. Desde la mesa que esa mañana habían puesto en el patio, ni se adivinaba que allí, hasta la noche anterior, había habido un pozo; tampoco que, en sus entrañas, ahora había un cuerpo. Dos, dirían después por todos lados. Para él, era uno solo.
Como el pozo, la secuencia que vuelve tiene zonas vacías. Va a rellenarlas cuando llegue el momento. Si es que llega. Que estén buscándola no quiere decir nada. A lo mejor no la encuentran nunca.
–Traé sillas –le dice la abuela.
Tiene que esquivar al perro para entrar a la casa, igual le muestra los dientes. Había tenido que apilar un montón de porquerías sobre la tierra recién apisonada por su culpa: había empezado a escarbar el muy hijo de puta. Ahí sí le pegó una patada que lo hizo rugir como lo que era: un animal herido.
Vuelve con las sillas. Se deja caer en una. Nadie dice nada. El viejo apenas lo mira. Controla la carne, le espanta las moscas. Lo mira de nuevo y él se estira en la silla, cierra los ojos y se pone de cara al cielo como si estuviera tomando ese sol débil de mayo. Le gustaría que fuera verano, piensa. Así podría irse a la mierda sin levantar sospechas. La gente se va en verano; ellos no, pero la gente sí y nadie anda preguntando: es obvio que están de vacaciones.
Si fuera verano, podría haber dicho que el pozo era para hacer una pileta. Si era capaz de cavarlo, también era capaz de levantar unos muros que retuvieran el agua, ponerles un piso. Al fin y al cabo, una pileta no era más que eso. Y no se recagaría de calor debajo de los ventiladores que remueven aire caliente como si estuvieran en el infierno; el infierno al que se va a ir si se quiebra, si todo sale mal. Si todo empeora, en realidad. Como había empeorado esa noche que todavía lleva pegada en el cuerpo, el mismo que anduvo solo como una máquina de golpear. Y ahí aparece el hueco, todo se pegotea: el teléfono de ella que sonaba, la respuesta que escribió rápido para callarlo: «No no vuelvo me quedo acá». No había mentido: ella se iba a quedar ahí.
Rellenar un pozo es distinto que cavarlo: rellenarlo es más fácil, ayuda a pensar. Así se le ocurrió desarmar el teléfono de ella, tirarlo lejos para que nadie lo encontrara; decir que él la había dejado en una esquina, que había unos pibes raros, sí. Que no había pensado que pudiera pasarle algo. Fue escupiendo todo sobre la marcha mientras le hacían las preguntas. Hablar poco ayudaba; que todos dijeran que era tímido, también. Era sencillo responder lo que los demás querían escuchar.
No para ella: ella respondía siempre lo que pensaba. Si no, no hubieran discutido. Ya se le iba a empezar a notar. Qué mierda iba a hacer él. Que se tomara las pastillas, que se dejara de joder. No era tan difícil. Pero ella que no, que no quería. Ni siquiera cuando la penetró le dijo que sí. «No, no, no» y el sonido de sus puños al golpear los huesos: una catarata de chasquidos, el zumbido que se teñía de rojo. El olor de la sangre, el de la tierra húmeda. Los grillos entre los pastizales del barrio en plena noche. Todo zumbaba, le vibraba en el cuerpo: era la urgencia. Acabar con todo rápido y meterse él también en el fondo de un pozo, otro, el que siempre había llevado adentro.