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Canciones mestizas

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Gabriel Plaza

La vocalista y compositora mexicana revela la esencia de su música: historias de mujeres y migrantes que transitan la frontera entre lo emotivo y lo popular.

Gentileza Lila Downs/Fotos: José S. Monsalve Rivera

Lila Downs agita la mano izquierda como si estuviera saludando desde la ventanilla de un ómnibus. Aparece en la pantalla con apenas cinco minutos de retraso. Está sonriente. Tiene unos aretes dorados circulares, como si fueran antiguas piezas de la cultura azteca. Lleva el pelo atado con dos trenzas que le despejan la cara. Entra una luz prístina por una pequeña ventana de la habitación. En el fondo se alcanzan a ver unos atriles, instrumentos, canastos de mimbre y, sobre la pared, unas figuras de animales. La mujer que puso en canciones las historias de los migrantes, la cultura popular mexicana y el idioma náhuatl en las radios del mundo; la que fue elegida por Chavela Vargas como su sucesora natural; la que cantó con Lou Reed, Mercedes Sosa y Café Tacuba; la que se detiene a ver la lluvia que llega del sur en una casa que mira al valle de Monte Albán, una de las ruinas arqueológicas más importantes de Oaxaca, se maneja con una sencillez de pueblo.
La vocalista y compositora grabó más de una docena de discos que son una radiografía de su país. Cantó rancheras, sones huastecos, boleros, cumbias, corridos norteños, mezclados con reggae, jazz, rock, hip hop y música klezmer. Le escribió canciones al maíz, al mole, al chile, a los migrantes y los coyotes que pasan de un lado a otro de las fronteras de México y Estados Unidos; a las señoras que hacen pulque como lo hacía su abuela; a las curanderas y los santos populares; a los desaparecidos por la violencia narco; al realismo mágico de los indígenas y sus comunidades; y, principalmente, a la mujer mexicana. Recientemente acaba de subir a todas las plataformas digitales el tema «Mujercita músico» con La Banda Femenil Mujeres del Viento Florido. Y también participó en el proyecto Voces de Latinoamérica, que reúne a referentes como Teresa Parodi, Susana Baca y Liliana Herrero alrededor de himnos como «Gracias a la vida» y «Yo vengo a ofrecer mi corazón».
Desde la aparición de su primer disco La sandunga en 1999, su amplio registro vocal, capaz de imitar hasta el sonido de un pájaro exótico, genera fascinación, como la que produce ahora cuando se la escucha cantar a capela una tonada popular de su región llamada «Naila». A Lila le gusta interpretar este bolero que habla de una mujer que abandona a un hombre y que conserva en su repertorio desde aquellas noches de los inicios en una pizzería de Oaxaca, donde lograba crear un clima de misa entre los parroquianos, que minutos antes hablaban alborotados y chocaban sus botellas de cerveza. Fue en ese punto, uno de los estados de mayor diversidad étnica, con 16 lenguas indígenas, donde la historia de su familia comenzó.
Ella apareció como un relámpago un 19 de septiembre de 1968 en Tlaxiaco, el pueblo donde nacieron su abuela y su madre. Es hija de Anita Sánchez, una mujer indígena que creció en esa pequeña comunidad mixteca de las montañas de Oaxaca, y de Allen Downs, fotógrafo, documentalista estadounidense y profesor de arte en la Universidad de Minnesota, que murió cuando ella tenía 16 años. Sus padres se conocieron en 1961 en la ciudad de México, donde su madre trabajaba como cantante en un bar. Allen la vio y se enamoró. La relación con su pareja Paul Cohen, arreglador de sus discos, empezó casi de la misma manera. Su vida, de alguna manera, está entrelazada por los dos lados de la frontera, en esa línea donde se funde su mestizaje cultural. Muchos de sus discos hablan de eso, desde Border, de 2001, hasta Al chile, su último trabajo. A principios de año editó «Dark eyes», una canción folk en inglés dedicada a los inmigrantes ilegales que terminan siendo trabajadores esenciales en tiempo de pandemia. «Las historias de los migrantes son tristes y pasan en todas partes del mundo. Hay que hacer muchas canciones sobre este tema», dice.
–Después de tantos años escribiendo sobre la migración, ¿qué es lo que siguen persiguiendo los que cruzan la frontera, a pesar de que pueden morir en el intento?
–Todo este movimiento está siendo provocado por una crisis humanitaria. Cada país se está enfrentando con la violencia del crimen organizado, que empieza a ser muy fuerte y, si te encuentras inmerso en ese clima, vas a buscar la esperanza en otro sitio. Me ha tocado vivir un poco eso en México, en Michoacán o en el DF, donde hay momentos en que te agreden si estás en la calle, o si tú tienes un puesto te cobran el piso y no te alcanza para sobrevivir. Ahí es donde la violencia llega a ser tan dramática para la vida de mucha gente que necesitan irse y no les da temor arriesgar todo, porque saben que no van a poder entrar legalmente.

Gentileza Lila Downs/Fotos: José S. Monsalve Rivera

–El tema de la migración está presente desde el día uno de tu historia, a partir de un episodio trágico de un migrante.
–Fíjate que yo trabajaba a los 25 años con mi madre, que tenía un negocio de autopartes en la montaña de la Mixteca. Y entonces llegaban muchos señores a compartir sus historias de viajes, porque el auto los había dejado tirados en la montaña. Una vez llegó un paisano que hablaba escaso español, hablaba en lengua mixteca y recuerdo que me preguntó si hablaba inglés y me dijo «quiero saber qué dice este documento». Era el acta de defunción de su hijo, que había muerto intentando cruzar la frontera. Su cuerpo había sido encontrado en un río en el norte de México. Fue una noticia difícil de dársela al padre. Cuando se fue me cayó de pronto esta realidad que estaba sucediendo alrededor mío. No puede ser que esto esté sucediendo y no estemos contando estas historias, pensé. De ahí vino la inquietud de componer el tema «Ofrenda», que en realidad fue mi ejercicio de voltear este tema muy triste y trágico para buscar el lado esperanzador. Por eso, pensé en una comunidad cercana, San Juan de Mixtepec, donde el 80% migran a Estados Unidos a trabajar y regresan para el día del santo patrono del pueblo. Es muy divertido porque llegan en sus camiones y queman cohetes y se come sabroso. Me tocó ir a conocerlo y es muy curioso, porque el pueblo nada más vive en esos días del santo patrono y después todo el mundo se va de regreso a los Estados Unidos.
–En tus canciones también se combina una cosmovisión indígena, cierto realismo mágico.
–Ahora estoy escribiendo una serie de historias que recuerdo de mi niñez. Cuando veo a mi hija de cuatro años me hace recordar el misticismo y la magia que yo vivía de niña. Convivía con mi abuela y ella hablaba en ocasiones con los difuntos y eso para una niña de 4 años es muy impactante, porque tú les crees a los adultos. Me daba un poco de miedo y me gustaba mucho. Eso es lo que trato siempre de revivir cuando estoy escribiendo. Me ayuda mucho a buscar otras maneras de contar una historia.
–¿Qué otros elementos nutren el imaginario creativo de tus letras?
–El muralismo mexicano tuvo mucho que ver con mi visión. Supongo que es la influencia de mi padre que era pintor, fotógrafo y documentalista, entonces hace que el muralismo sea importante por ese registro visual de lo social, que por supuesto está presente en mis canciones. Mi padre creía mucho en la no diferencia de clases y yo me crié en una sociedad donde se marcan las jerarquías. México tiene en su historia una cuestión de castas muy definidas y entonces siempre voy tomando partido sobre situaciones injustas y donde utilizo la canción para hacerle crítica. Pienso que eso es una parte central de mi trabajo. Y lo sigue siendo.
–Apareciste en un momento donde no había figuras con letras que hablaran de la mujer empoderada en una sociedad machista. ¿Te sentís más acompañada?
–Me emociona mucho ver todas estas jovencitas que participan en movimientos de mujeres, la independencia y la autonomía que la mujer tiene: son cosas que soñaba en mi temprana juventud. Hoy muchas pueden componer temas que tienen que ver con esta libertad, porque como mujeres latinoamericanas antes no podíamos decir ciertas cosas, comentarlas mucho menos. Estoy ahorita componiendo una serie de piezas que tienen que ver con el mariachi y la música moderna, pero con contenidos narrativos y personajes de mujeres fuertes.

–Dentro de tu discografía llama la atención que tenés varias versiones del clásico «La llorona». La última versión está en Al chile de 2019. ¿Por qué te acompaña tanto ese tema?
–De hecho creo que esa canción me escogió a mí y no yo a ella. Recuerdo que la cantaba en una pizzería acá en Oaxaca, donde la gente pisteaba con sus chelas y hacían mucho ruido y tenía que cantar una nota bien fuerte para despertarlos. Recuerdo que en esas noches me pedían «La sandunga», «Naila» y «La llorona», que son los temas más conocidos de Oaxaca. Por otra parte, está la parte simbólica y ritual de «La llorona», porque las mujeres sentimos cierta libertad con ese tema porque nos conecta con el pasado. En esta región se emplea en las bodas, en el panteón y es como una bandera. La versión original me gusta mucho porque fue más íntima, pero sentía que faltaba la parte más festiva y de pueblo, por eso quise volver a grabarla con la banda de la región Ismica de Tehuantepec, que es donde se canta mucho y tiene un arraigo fuerte, donde las mujeres portan ese atuendo como el que usaba Frida Kahlo, cuya madre era de esa región también. Es importante conectar lo emotivo con lo popular.
–Otros de tus himnos es «La cucaracha», que es una versión con crítica social.
–«La cucaracha» es un tema mexicano que, al tener más de 70 años, se vuelve de dominio popular. Aquí es un tema que lo aprendes desde pequeñita y es muy divertido, pero tiene en sus versos elementos que hablan de la revolución mexicana, del pensamiento mexicano muy chusco, habla de la marihuana que nos gusta a muchos, donde permea una temática en una época donde no se podía hablar abiertamente de todo esto. En México es muy típico en el folclore hacer versos al día sobre los políticos o los personajes que están al frente de la sociedad. Eso es muy característico sobre todo en el día de los muertos, donde se los nombra a todos como difuntos.
–Hace 26 años que estás casada con el músico estadounidense Paul Cohen, de la misma nacionalidad que tu padre. ¿Hiciste una lectura de este paralelo en tu historia familiar?
–Pues sí que se vuelve a repetir de cierta forma esta historia y en parte creo que sé porqué fue. Mi madre me ha platicado de todos sus amores. Mi madre fue muy bonita y tenía muchos pretendientes, a ella le gustaba andar con extranjeros después de cierta etapa de su vida, porque tuvo muchos problemas de joven cuando la casaron a los 14 años. Por eso ella se escapó a la ciudad de México. Quedó en paz con su marido y es una historia dolorosa que a ella no le gustaba comentar. Incluso hubo una época que no me permitía hablarlo. Pero creo que cuando ella se casó con mi padre fue porque coincidían en muchas cosas, aunque me ha confiado que no se casó enamorada. Ella se enamoró después porque él la cuidó y la quiso tanto, esa fue la parte que ella cultivó y me hace pensar en la liberación de la mujer. Cuando una nace no sabe cómo ser mujer, pero vas aprendiendo a elegir lo que te define como mujer y ahí la cuestión interesante es esta decisión de qué es lo que va a ser más importante para mí y que va a regir mi vida. ¿Acaso es la pasión desbordada? Bueno, hay personas que optan por eso, pero quizás en mi caso como en el de mi madre, no. Dice Paul: «Ay tú no me quieres, no estabas enamorada». Pero, la verdad, fue similar a lo que le pasó a mi madre, porque uno aprende a ser como la madre. La madre te da consejos desde pequeña y yo le agradezco con todo mi corazón. Siento que así soy, de cierta época, de una generación donde no podíamos hablar de ciertas cosas y ahora ya podemos decir estas cosas que nos liberan.

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