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Árbol de la vida

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La artista coreana vino de visita al país hace más de 30 años, pero terminó instalándose y fundó un museo que lleva su nombre en el barrio de Flores. Historia de una escultora y pintora que busca una suerte de conexión divina a través de su obra.

Materia prima. Probó muchos materiales en su carrera, pero la madera es su preferida. (Prensa)

Con discreción plateada, el letrero del museo Kim Yun Shin se funde en el centro comercial coreano de Buenos Aires, en el barrio de Flores. En 2008, la artista visual que le da nombre y Ran Teresa Kim, compatriota y ex alumna suya, fundaron el lugar con la idea de mostrar las obras de Kim y dictar talleres de dibujo y pintura. La consigna que guió el proyecto fue «expansión y fusión». 10 años después, celebran el compromiso cumplido: hoy al espacio lo usa y visita un público diverso.
Un perro blanco aparece antes que nadie con el sonido del timbre. La mascota no se deja tocar, pero Kim, Ran (curadora del lugar) y Cecilia, exalumna y quien oficiará de intérprete, reciben con calidez y ofrecen bocaditos. Kim dice que pasa tanto tiempo en silencio que nunca pudo aprender a hablar español. Sin embargo, en 1987 logró gestionar con éxito sus papeles de residente argentina.
Nació en Corea mientras el país estaba bajo dominación japonesa. Cuando entraron los estadounidenses y soviéticos en 1945, ella tenía 10 años. Su familia quedó del lado del norte, en la ciudad de Wonsan. Es la menor de seis hermanas y un hermano; hija de un exitoso practicante de la medicina china y una budista que ocupaba gran parte del día rezando por su hijo varón, que se había hecho militar.
Podría decirse que a Kim siempre le gustó dibujar, pero no que pasó una niñez rodeada de papeles y lápices de colores. Lo único que tenía a mano para jugar eran ramas y tierra. «Había que vivir», cuenta. Por eso, si piensa en cómo se le dio por el arte plástico, no habla del paisaje de esa ciudad portuaria enorme y sus campos de flores de espinas, como tal vez haría un expresionista. Lo que marcó su vocación artística para siempre fue ver a su madre armar altares con velas y cuencos de agua, y quedarse horas frente a ellos, en silencio pero dialogando «con algo de arriba».
En 1950, cuando arrancó la guerra entre el norte y el sur, Wonsan fue una de las ciudades más bombardeadas. Kim logró escapar al sur con la madre, pero no sabe qué fue de sus hermanas. Al padre lo fusilaron los militares, que se enteraron del trabajo del hermano para el ejército del sur. Ese hermano fue quien pagó los estudios de Kim en la Universidad de Bellas Artes en París. En su país natal, Kim es hoy una artista reconocida y una vanguardista total: una de las únicas cinco escultoras de su generación.

Herramientas creativas
Kim trabajaba en sus obras y enseñaba en la universidad cuando la invitaron a exponer en Canadá. Una sobrina se había mudado a Argentina, y Kim pensó que era una buena oportunidad de visitarla. Nunca más se quiso ir. «Le gustó la gente», dice Cecilia. Pero encontró algo más que la deslumbró: los árboles, de «tanta variedad y tan grandes».
Probó muchos materiales a lo largo de su carrera, incluidas piedras semipreciosas, pero lo que más siente como propio es la madera. Cuando llegó al país, consiguió a través de Roberto del Villano, entonces director del Museo de Arte Moderno, un lugar en una muestra al aire libre en el Jardin Botánico. Hizo las obras con árboles de poda o caídos que rescataba en San Justo, donde vivió al principio con Ran. «Donde vivo es mi lugar de origen», dice Kim.
Kim habla ahora de sus óleos y acrílicos. Unos cuadros enormes de líneas geométricas, tridimensionales, de colores fuertes. Tienen algo lisérgico, vivo, y no hay en ellos figuras distinguibles. No tienen principio ni fin. Ella los pinta sin un plan, sin pensar. Sus obras son herramientas: «Un medio para llegar desde la tierra al cielo, ese espacio superior o como uno quiera llamarlo».
Trabaja sola, con música clásica de fondo, preferentemente en verano así se olvida del calor. Cuando inicia una escultura, lo primero que hace es observar durante largo rato el tronco; disfruta mirarlo en su estado natural. No les pone título a las obras, porque para ella todas son lo mismo. Un intento de conexión, una búsqueda de libertad, una puerta a la infinitud. «Mi alma vuela», dice Kim.

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