Cecilia Ferreiroa (1972) vivió su infancia en Venezuela y en México, hasta el regreso de la democracia en Argentina. Licenciada en Letras por la UBA, publicó los libros de cuentos Señora Planta (2016) y La parte enferma (2020).
6 de octubre de 2020
(Hugo Horita)
Los animales poblaron mi vida, y también la despoblaron. De chica, cuando vivíamos en la Ciudad de México, mi mamá traía animales a nuestro departamento. Se sucedían como un desfile en el que primero aparecían los más comunes y luego los más exóticos. Primero fue un gato que me mordía permanentemente el lóbulo de la oreja como si fuera la teta de la madre. Me acostaba en el sillón y me lo ponía encima. Me hacía cosquillas y eso me gustaba. Él no paraba, podía estar horas, y yo también. Después vino Manchita, una perra con la que jugábamos y a la que no llegamos a ver crecer. Ella jugaba con nosotras o con cualquier cosa que encontrara en su camino. Rompía todo moviendo la cola. Luego fue el turno de un conejo blanco que se comía el empapelado de la pared. Desde el piso hasta cierta altura, a la que llegaba alzándose en dos patas, se veía el hueco del empapelado. Los animales llegaban un día y otro día desaparecían. Más tarde mi madre trajo unas culebras. Yo jugaba con ellas, les ponía mi dedo y ellas se enrollaban y hacían fuerza para asfixiarme. Veía su maldad viscosa, su intento serio pero inútil de estrangularme. En un momento desaparecieron. De alguna manera salieron de la pecera y se escondieron. Las buscamos por todos lados. Tiempo después las encontramos arriba de un placard. Al abrir la puerta salieron desenrollándose sinuosas, arteras. Después desaparecieron a la manera de mi madre. El último que trajo fue un mono. Era un mono pequeño que no pudimos ni tocar porque se trepó a los placares y puertas y desde arriba nos gritaba muy enojado. Nada lo hacía bajar, se mantenía a una altura inaccesible y furiosa. No puedo recordar cómo hizo mi mamá para bajarlo y llevárselo. Su voluntad de llevarse animales era tan fuerte como la de traerlos. Ahora pienso que eso me evitó verlos morir. Su partida estaba llena de misterio pero no del dolor de la muerte.
De adolescente vi en la película Torrentes de amor, de Cassavetes, algo que me sonó familiar, incluso en su exceso. El personaje que hace Gena Rowlands lleva a la casa de su hermano una gran variedad de animales. Había una cabra, un poni, perros, aves. Los animales salen del camión y entran a la casa como en un desfile, una corriente continua que no tiene más que avanzar y derramarse en la casa del hermano, que los mira alucinado y en silencio. A la vez, los animales entran con determinación y sorpresa, como si pidieran permiso en el acto mismo de entrar. Esa escena me trajo los animales de mi infancia, me hizo revivir algo familiar que se mantenía intacto, conservado puro: mi vida rodeada por animales, el tiempo dedicado a ese amor callado, esa compañía silenciosa y central. En las playas de México en las que veraneábamos, tengo siempre una foto con algún perro, amigo inseparable de ese verano. En los maravillosos pueblos de México que visitábamos una vez o más de una vez, siempre estoy acompañada por un perro.
De grande, mi pareja me trajo a Misia, una gatita siamesa, cachorrita, muy eléctrica. Salíamos de paseo por la calle con ella en la canasta de la bicicleta. Cocinaba con ella en el hombro, desde donde miraba todo lo que hacía en la mesada. Le interesaba mucho ver cómo cortaba la verdura, su cabeza se movía de un lado para otro. Dormía con ella pegada a mi cara. Era pequeña, extra small, y abarcaba mi cara –ya de por sí pequeña– y no mucho más.
Cuando quedó preñada y empezó con los trabajos de parto, quería parir encima de mí. A mí me daba mucha impresión y me alejaba de ella. Entonces Misia empezó a retener el parto. Estaba muerta de miedo y todo lo que quería era mi comprensión y apoyo. Me perseguía por la casa. En un momento en el impulso por subir a mis faldas parió en el aire su primer cachorro, que quedó berreando en el piso. Hasta que no la acepté, no aceptó ella a sus cachorros, que a pesar de todo, como por casualidad, estuvieron naciendo a lo largo de toda la casa mientras ella iba detrás de mí y en el camino se le caían sus bebés. Finalmente, nos metimos juntas en la cama y empezó a amamantar.
Misia murió mientras yo estaba de viaje, o más bien, de regreso a México, al que nunca había vuelto desde mi infancia. Y fue otra muerte a la que no asistí, una que no hubiera soportado presenciar. Unos años antes había estado a punto de morir, y todos los veterinarios que consultamos la habían desahuciado. La internamos en la Facultad de Veterinaria, en Agronomía. La pusieron en una jaulita con calor. Yo iba a visitarla cada día. Al principio ni se inmutaba pero poco a poco empezó a reconocerme y a interactuar cada vez más, hasta que en un momento la dieron de alta. La llevamos a casa en auto, todo el viaje alzada en mis brazos, ronroneando de felicidad. Durante unos seis meses siguió en tratamiento. Había que darle suero para limpiar sus riñones que estaban muy afectados. La inyectaba yo misma cada día y le daba la medida de suero que necesitaba, sosteniéndola con fuerza para que no se zafara. La casa estaba llena de bolsas de suero, inyecciones, agujas. Ella se mantenía lejos de mí después de la inyección, pero su amor era tan grande que al poco tiempo la volvía a tener pegada. Mientras estaba en México, en ese viaje a mi infancia perdida, que sin embargo no recuperé, Misia murió durante la noche.
Tuvo cuatro cachorritos, todos iguales a ella y al padre, que era otro siamés idéntico, aunque no tan pequeño –en eso Misia era única–. Sus cachorritos eran hermosos y llenos de vida, mínimos, aunque no tanto más chicos que la madre, y llenos de vivacidad. Corrían por todas partes, se metían entre los pies y había que estar muy atenta para no pisarlos. Una vez, uno se metió debajo de la cama y al sacarlo se le quebró una patita. Era muy bebé y no pasó la noche. Murió acostado en la cama, la misma en la que había nacido. Fue el único animal al que vi morir hasta ahora. Y no lo olvido. No fue una muerte calma, fue la muerte de un cachorro, que mientras moría quizás también berreaba por la teta de la madre, de hambre. Quién sabe, pero murió gritando, desesperado y lleno de energía. Haber presenciado esa muerte me hizo pensar que no había sido tan malo no haber visto antes a otro animal morir, no haberla visto a Misia morir. No lo habría soportado ni olvidado, aunque, en cierto sentido, no deja de ser una traición no haber estado con ella, un silencio pleno en el que Misia desapareció.