Ana López (Buenos Aires, 1972) es licenciada en Letras y trabaja como docente universitaria y librera. Publicó las novelas Principio de necesidad (2013) y Tornú (2015) y el libro de cuentos Tic tac (2018).
11 de noviembre de 2020
1.
No la ve venir.
Cuando escucha el ruido de los golpes sobre los vidrios piensa que es uno de esos nylons que a veces se vuelan de los coches. O una rama que levantó la tormenta.
Tarda en reaccionar, como si solo fuese capaz de pensar en cámara lenta.
Afuera, ella sigue golpeando los vidrios de la cabina y lo mira, empapada.
Él sabe que no se quedó dormido, aunque sean las dos y media de la mañana, pero piensa que quizá empezó a alucinar. Ya escuchó historias así sobre la gente que trabaja demasiadas horas sola, sin ver a nadie o casi a nadie. Sobre todo de noche. Se lleva la mano a la crucecita que le cuelga del cuello.
La chica sigue golpeando, con las gotas de agua chorreándole por el pelo y cayéndole por la cara. Cuesta darse cuenta de si, además, está llorando.
El peaje de Lauría es de una sola cabina. El de vuelta, en el camino hacia el norte, está dos kilómetros más adelante. Apaga contra el piso el cigarrillo sin terminar y se levanta de la silla giratoria que quizá alguna vez haya tenido respaldo.
Del lado de afuera, la chica avanza un paso hacia la puerta, en la parte de atrás. Tirita y tiene la ropa empapada.
–¿De dónde saliste? –le dice él.
2.
Trabaja en la cabina de peaje desde hace doce años. Al principio no estaba mal. Los turnos eran cortos y el sueldo razonable. El mejoramiento de la ruta y la instalación del peaje habían prometido cierta prosperidad a Lauría y los pueblos vecinos, que acondicionaron sus bares y pintaron con cal los troncos de los árboles.
Pero la fantasía duró bastante poco. Por esas rutas pasaban pocos autos. Y no paraba casi nadie.
Los primeros años los turnos eran de seis horas. Cada tres días la camioneta azul pasaba para buscar la recaudación y dejar cambio en monedas.
Él se acuerda bien de cuando trajeron la camarita que iba a dejar registro de todos los autos que pasaran. En esa época todavía eran cuatro los que se turnaban en las cabinas.
Lo de la enfermedad de Grimaldi fue al poco tiempo. Al principio, todos extendieron los turnos para cubrirlo. Después Grimaldi no volvió. Y eso coincidió con el accidente de Peralta, cuando iba en bicicleta hacia el peaje norte.
Los de la concesión avisaron que habían decidido extender los turnos a ocho horas. Había gente esperando por un trabajo tan bueno como ese, dijeron.
Ahora ya ni tienen que demostrar que invierten en el camino. O quizás sea que ese puesto les rinde poco. La camioneta azul pasa una vez por semana, o cada diez días. Y hace tiempo que él intuye que la camarita no funciona.
3.
La chica no responde.
Se mete rápido en la cabina, como si fuera un animal al que amenazaron con un látigo, y se esconde debajo de la mesita en la que está colocada la caja de metal en la que se guarda el dinero.
No es tan joven, piensa, alguna edad indefinida entre veintiocho y treinta y cinco. Mantiene esos cuerpos de adolescente: la cintura diminuta, las tetas y el culo inmensos en contraste. Pero chiquita. Cuarenta y cinco kilos, le calcula. Lo mira, desde el piso, con las piernas flexionadas pegadas al cuerpo, rodeadas con los dos brazos.
–¿Cómo te llamás?
Ella se escurre las puntas del pelo y el agua cae al piso en gotas pequeñas.
–Es nada más que un rato, después me voy.
Él no dice nada.
Ve avanzar, sobre el tramo que va al norte, un camión lechero y mira el reloj.
–¿Qué hora? –le dice ella.
–Tres y diez.
Los focos del camión iluminan la lluvia. Ella se sobresalta con el sonido cercano del motor.
–¿Y qué hacés acá?
–Es un rato, le insiste.
–Sí, un rato, pero qué hacés acá.
4.
No es de la zona, le parece.
De Lauría seguro que no, pero está casi seguro de que tampoco de Solimano. No es que de verdad se conozcan todos, pero en los pueblos de tres por dos es así: olés al prójimo.
A lo mejor es una de esas que desaparecen. Alguna vez le llevaron cartelitos –fotocopias borroneadas con la foto de alguna persona buscada y un teléfono de contacto– que él pegaba en el vidrio de la cabina. Los primeros días prestaba atención. Pero se olvidaba pronto. A los pocos meses el cartelito era un papel casi ilegible que él o alguno de sus compañeros terminaba arrancando.
–¿De dónde saliste? –le pregunta de nuevo.
–De allá.
El gesto es a ninguna parte.
Dejó de temblar y tiene la mirada fija en el cielo y en algunos relámpagos, a lo lejos.
–¿Te escapás?
–No te voy a contar, es un rato nada más. Ya me voy.
Tiene las uñas pintadas de azul, con el esmalte saltado. Algunas están rotas. En el anular de la mano derecha tiene un anillo medio oxidado.
–¿Quién?
Lo mira y se calla.
–¿Querés mate cocido?
Ella sigue sentada en el piso pero ya no está acurrucada. Dice que sí con la cabeza y él pone el saquito y un poco de azúcar en la única taza, que tiene el asa rajada y vierte el agua del termo.
–¿Y vos?
–Más tarde.
5.
–¿Nunca pasan autos? –dice ella, de repente.
Él mira la ruta, a un lado y al otro.
–Siempre pocos. Más si llueve.
Ahora ella se levantó de debajo de la mesita y cruzó la cabina diminuta pasándole por delante hasta apoyarse en la puerta por la que entró.
–¿Y vos? ¿Te escapás? –le dice.
Él piensa en Mercedes, en su casa. Se la imagina en la cama, desnuda, enredada entre las sábanas, tocándose. Cuando vuelve, pasadas las ocho de la mañana, ya está levantada, con el pelo mojado y el café listo. La abraza por atrás mientras lava las tazas, pero ella siempre se libera. No es brusca, pero sí decidida. Entonces él se va a dormir, todo lo que puede.
–¿De dónde sos? –insiste él.
A lo lejos, se ven los faros de un auto avanzar.
6.
El sonido del coche alejándose la sobresalta de nuevo.
–¿Qué hora es?
Ella tiene un reloj en la muñeca izquierda, pero por algún motivo prefiere preguntarle a él.
–Las cuatro.
Paró de llover, pero el cielo se ilumina todo el tiempo con la tormenta eléctrica.
–Mirá –dice él–, centellas.
Ella avanza un paso y se ubica de espaldas a la silla en la que sigue sentado.
Así ubicada le parece mucho más alta.
–Son peligrosas –responde.
Él se acuerda de las centellas que le bajaron diez vacas a Ambrosio, en el noventa y seis. Caían como fichas de dominó, las vacas, le contaron.
Ella se ríe. Da media vuelta y queda enfrente de él.
Las centellas se apagan sin hacer ruido. En eso son distintas de los relámpagos. Van perdiendo la fuerza.
–¿Estás buscando a alguien?
–¿Y vos?
No es la primera vez que ella hace esto, decide él. Le gustaría saber cómo fue las primeras veces, cuando no le quedó más que responder: me escapo, me lastiman, ni loca vuelvo, maté a alguien, tengo miedo.
Piensa en Mercedes. Y contiene las ganas de tocarla.
7.
–¿Las cinco?
–Casi.
–Entonces me voy.
–Todavía llueve.
–No tanto, apenas.
–Yo estoy hasta las ocho.
–Me voy ahora.
Apoya la taza, que tuvo todo el tiempo en las manos, arriba de la caja. Después abre la puerta y desaparece en la oscuridad.
Él se acomoda en la silla giratoria desvencijada y gira a un lado y al otro la cabeza.
Ve un resplandor, a lo lejos.
Le parece que algo cae al piso.