La escritora argentina, residente en Francia, entiende a la literatura como un trabajo de resistencia cuyos blancos son las ideas de corrección política y las imposiciones del mercado. La construcción de una voz propia contra la lengua del poder.
10 de noviembre de 2020
Estilo personal. La autora encontró su propia voz narrativa cuando se radicó en Europa. (Prensa)Ariana Harwicz tiene fijada una definición en su cuenta de Twitter: «Un editor es el que cree en vos cuando no vendés, no ganás ningún premio y tus libros no tienen género determinado ni van con el espíritu de la época. Cuando vendés, ganás premios y tus libros sincronizan con la música ambiente, se llama socio». El texto habla de su experiencia y sobre todo de una posición personal que privilegia el riesgo y entiende al libro «como un acto de resistencia política».
Nacida en Buenos Aires en 1977, Harwicz comenzó a escribir cuando se radicó en Francia, en 2007. «En Argentina estudié teatro, arte, filosofía, escritura de cine, hice una carrera atrás de otra, pero esos conocimientos académicos y esas lecturas no lograron dar con una escritura personal, con un estilo, con una voz –cuenta–. Había algo que no funcionaba en la distancia que tiene que haber para escribir, necesitaba otra perspectiva».
El efecto no fue inmediato, «pero habitar otra lengua armó mi lengua de escritora». Matate, amor (2012), su primera novela, introdujo una literatura que se singularizó por el modo en que abordó las figuras y los discursos en torno a la mujer, los hijos y el deseo, en una línea que se extiende en La débil mental (2014) y Precoz (2017): «Desacralizar la familia, los vínculos filiares, las relaciones de amor y ver cómo ahí anida el germen de toda violencia y de todo odio». La influencia de «la extranjería», como dice, no solo se proyecta en una lengua de ritmo intenso y calibre poético, intervenida por neologismos y voces de otras lenguas: en París –vive entre la capital y Sancerre, un pueblo célebre por sus vinos– Harwicz no deja de sentirse «una turista, una visitante, una extranjera». Cuando habla de la escritura piensa en una práctica clandestina, una acción cuyos blancos privilegiados son las ideas de la corrección política y las imposiciones del mercado.
Perforar la realidad
«Escribir es un arte en la medida en que la escritura es un combate contra la lengua del poder. Muy básicamente, la lengua del poder sería la lengua establecida, con la que nos martillean el cerebro todos los días, la lengua del eslogan, de los clichés, lo que dice el mainstream, el ronroneo de la repetición del lugar común. Cada época y cada ideología construyen su lengua, es muy claro en los totalitarismos. Esa es la lengua contra la que hay que apuntar y dar a matar cuando se escribe», dice.
Sus novelas fueron traducidas a quince idiomas y adaptadas al teatro. Pero las expectativas de los editores o su imagen de autora «no importan para nada», asegura Harwicz. Ninguno de mis libros puede ser acusado de haber sido escrito para un determinado mercado –agrega–. Si escribir es irse del mundo, si es la hipótesis de salida de la realidad en el sentido de correrse, de perforar la realidad, ganar un premio o conseguir un adelanto más importante no quiere decir nada, de verdad.
En Degenerado (2019), Harwicz toma la voz de un pedófilo y elabora su historia en una trama de discursos que interroga las representaciones sociales de víctimas y victimarios. «La culpa es colectiva», dice el protagonista, que además entiende que «ejecutó lo que el poder le dictó». Harwicz define al libro como «un manifiesto», en la tradición de los relatos sobre enjuiciamientos y con especial atención a un elemento del cine documental, la última palabra del condenado a muerte.
«Me interesó pensar cuál era la lengua de la sociedad y cuál la de los victimarios, los torturadores, los asesinos –explica–. Nos asustamos de los virus, de las catástrofes naturales, pero yo más que nada me asustaría del ser humano, tan misterioso, tan impredecible. Contra los relatos bien pensantes que reducen el crimen a un desequilibrio individual, Harwicz apunta a «la hipocresía del poder».