12 de mayo de 2020
Mariano Quirós (Resistencia, Chaco, 1979) es escritor y comunicador social. Publicó, entre otros libros, las novelas Robles (Premio Bienal Federal, 2008), Torrente (Premio Iberoamericano de Nueva Narrativa, 200), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache, 2014) y Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets de novela, 2017), y el volumen de cuentos Campo del cielo (2019). Dirige junto a Pablo Black la colección literaria Mulita. Vive en Buenos Aires.
Siempre que se quejan del calor –y en Buenos Aires esa es una queja recurrente– recuerdo la historia del intérprete Facundo Moranta y el método indígena para encontrar sosiego.
Moranta era hijo del estropicio provocado por la guerra de la Triple Alianza. Hijo, más precisamente, de una india del Chaco profundo y de un soldado correntino que, por entonces, hacía vida de mercenario en aquellos territorios abandonados de la mano de Dios.
Hasta bien entrado en la adultez, Moranta llevó una vida nómade; en principio por seguir las peripecias de sus padres –su madre, a decir verdad, no era más que una sierva, cautiva de su padre– y más tarde, cuando estuvo, por así decirlo, en edad de merecer, por verse obligado a servir en el ejército argentino.
Uno de los rebusques de su padre, Oliverio Moranta, era el abigeato y el posterior contrabando del ganado, en un ida y vuelta penoso por territorios chaqueños y paraguayos. Entre cebúes y vacas flacas, Oliverio Moranta se organizaba en grupos de cinco a diez hombres, a quienes se sumaban las mujeres, los hijos y los perros que esos hombres arrastraban consigo. Más que nada porque mujeres, hijos y perros les eran útiles en la faena.
Junto con el peregrinaje, el trabajo suponía tener estómago para tratar con gente de lo más variopinta: indios, criollos y algún que otro extranjero trasnochado. También era dispar el terreno que pisaban: podían pasar su buena temporada sumergidos en el pleno monte, moviendo animales, entregados a una suerte de pastoreo primitivo, y al poco tiempo ofreciendo su hacienda en el mercado de Pilar. Eran hombres brutos a un tiempo y medianamente civilizados al siguiente.
De la brutalidad, Facundo Moranta podía ofrecer su propio cuerpo como evidencia.
El clima áspero de la región y el terreno apenas intervenido por la mano del hombre, no hacían distingos a la hora de martirizar. Tanto el lugareño criollo como quien venía de lejos lo sufrían por igual. Solo los indios eran capaces de tolerar las temperaturas extremas, el monte y sus alimañas, los ríos traicioneros. Tenían un método implacable para combatir el calor: buscaban una tierra fresca, de preferencia en las cercanías de algún humedal, y ahí procedían a cavar un hoyo lo suficientemente grande como para acostarse y pasar al menos un momento de solaz. Otro indio se encargaba de cubrirles el cuerpo hasta el cogote con la tierra removida, como si se tratara de una gran sábana negra. A ese indio, a su vez, lo cubría otro indio. El asunto a cuidar era que siempre quedase alguno afuera para hacer las veces de guardia. Podía ser que se apareciera un puma, un aguará, alguna víbora o, por qué no, alguno de los soldados enloquecidos que había dejado la guerra.
Facundo Moranta tenía ocho, quizás nueve años, y tiraba de un cachapé enano cargado con alimentos y enseres de campaña. Oliverio Moranta se había hartado de que su hijo quedara siempre a la cola de la pequeña procesión que hacían él y sus hombres. El peso que Facundo arrastraba era, según Oliverio, proporcional al que arrastraban los adultos. No había entonces motivos para quejas.
–Es que hace mucho calor –explicó Facundo.
La sangre de correntino, decía Oliverio, se imponía notablemente a la sangre indígena. Al menos en el caso de Facundo, tan remilgado que había salido. Harto conocedor del territorio y de sus pobladores, Oliverio se ufanaba de manejar al dedillo las costumbres indígenas. Dejó pasar los reclamos de su hijo hasta que llegó el momento de acampar. Oliverio era un hombre pequeño y enérgico, con el cuerpo y el rostro cruzados de cicatrices. Facundo sentía pánico de verlo cerca, lo asustaba la boca de su padre, oscura y de pocos dientes. Sintió alivio una vez que detuvieron la marcha –el alivio de siempre, una mejora dudosa que traía consigo la certeza de que al día siguiente habría de continuarse la marcha, el andar lastimoso–, una vez que se acomodaron en un claro del monte y la tropilla se dispuso para la alimentación y el descanso. Su padre no le dio tiempo a profundizar en sus sensaciones encontradas. Lo arrastró de un brazo hasta el interior del monte, murmurando palabras que Facundo sentía como sentencias. Por fin llegaron hasta una superficie húmeda, un pequeño perímetro de puro barro, que su padre señaló con un dedo:
–Haga un pozo –le ordenó.
A fuerza de coscorrones lo fue guiando hasta que el pequeño Facundo consiguió un hoyo, un refugio acorde con su tamaño de niño. Oliverio tuvo que repetir tres, quizás cuatro veces la orden de que se acostara dentro del hoyo.
–Por favor, no –dijo Facundo cuando al fin entendió.
No opuso resistencia, sin embargo –sabía que no tenía sentido hacerlo–, cuando su padre lo tomó en brazos y lo acomodó en aquel pozo. Apenas si repitió aquello de «por favor, no».
–Quéjese del calor –decía Oliverio–. ¡Quéjese ahora del calor!
Facundo quedó cubierto de barro, aprisionado, con solo su cabecita como vigía de la noche montaraz. Lloró durante una hora, puede que incluso dos, un llanto silencioso; creyó que el pecho, apretado por tanto barro, acabaría por estallarle. Pensó, también, que ahí bajo tierra quedaría a merced de los gusanos. Pero también debió admitir que la noche infernal se hacía más llevadera en esa humedad.
Contra sus presunciones –y muy probablemente por el cansancio que traía aparejado el miedo– se durmió muy pronto y, también contra sus presunciones, tuvo sueños agradables, de una serenidad insólita.
Cuando abrió los ojos ya amanecía. A su lado, y con un cigarro hediondo en la boca, su padre hacía guardia.