El trompetista es uno de los jazzeros más destacados de la escena actual. Grabó su nuevo disco en un estudio de Nueva York, acompañado por una selección de músicos locales. Repaso de la historia del crack cordobés que pisa fuerte en Buenos Aires.
25 de septiembre de 2019
Tradición. El artista dice que su punto de partida son las raíces del jazz. (Jorge Aloy)
Mariano Loiácono agarra su trompeta y se para justo en el centro del escenario principal del Uco Jazz Festival en Mendoza. Lidera un quinteto conformado por músicos de la primera línea del jazz de Nueva York. Van a tocar por primera vez Vibrations, el disco que grabó junto a esta agrupación en el mítico Tedesco Studios. ¿Cómo hizo este cordobés, que atravesó su adolescencia en Rosario y luego se instaló en Buenos Aires, para llegar a este nivel de jazz de ensueño?
Nacido en Cruz Alta, comenzó a estudiar la trompeta a los 12 años y, poco más tarde, ingresó por audición a la Orquesta Juvenil de la Universidad Nacional de Rosario. «Hasta ese momento solo tocaba música clásica», recuerda, mientras se acomoda en un bar del microcentro porteño. En 2002 se interesó por el jazz y dos años más tarde, luego de estudiar con Julio Kobryn y con Juan Cruz de Urquiza, entró a la Escuela de Música Contemporánea de Buenos Aires. «Hice rápido la carrera, fueron un par de cuatrimestres y después a tocar», afirma el músico, que consiguió las mejores calificaciones en esa institución.
Proyección internacional
Loiácono dice que uno de los primeros que lo ayudaron cuando llegó a Buenos Aires fue el bajista Mariano Otero. «No solo toqué en su primera orquesta, sino que también me llenó de consejos para saber cómo moverme en el circuito de acá», cuenta. Además de su trabajo como sesionista, que lo ha llevado a participar en grabaciones con Charly García, Fito Páez, Gustavo Cerati y Andrés Calamaro, en 2008 registró su primer disco solista, I Knew It. En 2011 editó What’s New? y, un año más tarde, Warm Valley. Con su noneto grabó Hot House, y luego volvió al quinteto con Black Soul.
En plena época del desarrollo del noneto, Loiácono dio un paso fundamental en su carrera: comenzó a viajar a Nueva York en busca de nuevos estudios y toques. «Mis profesores me fueron invitando a sus shows, después a tocar juntos y así fui armando mis relaciones», dice. Y cuenta que hay momentos en Buenos Aires que solo trabaja para poder seguir yendo para allá. Sobre todo para estudiar. «Hace siete años que lo hago, al principio tomaba clases pero después se fue dando más lo de tocar en vivo. Comenzaron a llegarme invitaciones para, además de estudiar, tocar con ellos».
Siempre que puede, Loiácono expresa su visión del jazz desde Argentina. Ha sido víctima de algunas malas interpretaciones, por eso explica: «Hay una música que es el jazz, acá y en todos lados. Hay otra música que está mixturada con elementos rioplatenses, folclóricos y jazzísticos y que algunos le dicen “jazz argentino”. Esa es la diferencia que marco, no es que diga que el jazz argentino no exista. Toco con Adrián Iaies, por ejemplo, y lo que está haciendo ahora es como un folclore con mucho condimento jazzístico. Creo también que esa música es la que mejor nos podría representar en el mundo, la que tiene más posibilidades de expandirse con base en el país. Pero yo no formo parte de esa búsqueda: trato de respetar la tradición del género y partir desde ahí», explica.
Su último trabajo, Vibrations, representa la cima de su intenso viaje por el jazz. Habían pasado casi cinco años de la salida de Black Soul y Loiácono planificó su siguiente paso a lo grande. «Era una experiencia que quería tener: grabar en Nueva York, sentir el sonido de la ciudad con un trabajo propio. Estar en alguno de esos estudios, experimentar la energía de ese lugar y después medirme con la calidad de los músicos que se sumaron. Quería ponerme en esa situación a tope para tratar de, más o menos, estar a la altura de la circunstancia. Siempre sentí que sería una gran experiencia y así fue». Llamó, entonces, a George Garzone, Anthony Wonsey, David Williams y Rudy Royston para, en una sola sesión, dejar grabadas tres composiciones propias y tres ajenas: 47 minutos editados este año que quedarán en la historia del jazz argentino.