Aunque existe una tradición cultural que se remonta al siglo XIX, en los últimos años se multiplicaron los libros, las películas y las obras de teatro que plantean dilemas contemporáneos en escenarios separados del núcleo urbano por extensiones de tierra.
12 de junio de 2019
Paisaje arbolado. Dolores Fonzi y Leonardo Sbaraglia, los protagonistas de El campo.
En los tiempos recientes, el entorno rural ha sido uno de los escenarios elegidos por diversos artistas para indagar en su permanente irradiación de sentido, redefinido a partir de una nueva posición del sujeto urbano frente a sus connotaciones específicas. La tendencia atraviesa las distintas disciplinas: desde la literatura hasta el cine, pasando por el teatro, el inconfundible perfume del campo dice presente, a la vez que sus paisajes y sus personajes característicos se adaptan a las lecturas más diversas y renovadoras.
Con el peso de la tradición sarmientina a cuestas (fundante en su propuesta dicotómica «civilización o barbarie»), la narrativa contemporánea ensayó nuevas formas de figuración de lo rural. En los últimos años, por ejemplo, aparecieron dos textos que interpelaron al Martín Fierro: Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, y El guacho Martín Fierro, de Oscar Fariña. En el primero, la autora le pone voz a «la china», personaje hasta entonces lateral en el poema del gaucho matrero. En el segundo, Fariña reubica la historia en un contexto «villero».
Igualmente reconocidas resultaron Ladrilleros y El viento que arrasa, las novelas en las que Selva Almada propone todo un mapa de sentidos en el que los cuerpos se hacen indivisibles del espacio. La autora señala que sus ficciones transcurren en el límite difuso entre «los pueblos y la zona rural». «En los últimos años somos varios los narradores que ubicamos en la geografía del Interior las historias que escribimos. Por ejemplo Hernán Ronsino, uno de mis escritores preferidos. No pienso en términos de civilización y barbarie porque mis personajes, mis historias, no están mirando hacia la urbe, entonces tal dicotomía no aparece en el horizonte. Sí me gusta contar la violencia de estos lugares, romper con la idea bucólica que supone que en el campo toda la gente es buena, que nunca pasa nada, que la violencia no existe», reflexiona.
Como marca distintiva, la asociación entre el escenario rural y lo fantástico se hizo notoria en buena parte de la narrativa reciente. Así lo evidencian textos como La maestra rural, de Luciano Lamberti, Me verás volver, de Celso Lunghi; y Distancia de rescate, de Samanta Schweblin. Conviven dentro de la órbita campera obras tan disímiles como La noche de la usina, de Eduardo Sacheri y Mátate amor, de Ariana Harwicz.
Frente a la concepción espacial de su obra, Harwicz señala: «La poética, el estilo, el tono de Mátate amor, tienen que ver con una tradición en la literatura, pero también en la pintura. Parte de la característica del personaje: es su forma de sentir en el paisaje que lo devora, que lo expulsa, que le da miedo. No puedo desligar ese paisaje real en donde escribí la novela, que es el campo francés, de ese paisaje ficticio que es el del personaje de la novela».
Rasgos compartidos
En correlato con lo que ocurre dentro del ámbito literario, el teatro también ha revisitado el tópico rural de forma recurrente en los últimos años, con algunos casos muy recordados como Lote 77, en donde el autor y director Marcelo Mininno pensaba la masculinidad en su asociación con el proceso que atraviesa el ganado. Casos más recientes como La madre del desierto, de Ignacio Bartolone y El cabaret de la Difunta Correa, de Camila Sosa Villada, ubicaron en el centro de la escena a una de las figuras más representativas de la cultura popular.
En cartel. La Pilarcita, de María Marull.
En el patio. Una escena de la obra Gallo.
Marilyn. Lejos de la heteronormatividad.
Es destacable la diversidad de micropoéticas que los dramaturgos, directores y actores aplicaron sobre el campo, en una lista que incluye obras como Salomé de chacra, de Mauricio Kartun; ¿Cómo vuelvo?, sobre textos de Hebe Uhart y con dirección de Diego Lerman; Llanto de perro, de Andrés Binetti; En la huerta, de Mariana Chaud; El amor es un bien, de Francisco Lumerman; Las encadenadas, de Juan Mako; e Hijo del campo, de Martín Marcou. Las últimas dos permanecen en cartel.
También pueden apreciarse en la actualidad La pilarcita, de María Marull, y Gallo, de Ignacio de Santis. Ambos autores y directores reflexionan sobre su obra desde coordenadas netamente biográficas. Marull, que pasó buena parte de su infancia en un pueblo correntino, sostiene: «No puse el acento en el lugar, es algo que me resulta tan propio que no me detuve a pensar. Reflexionando sobre las diferencias, creo que en la obra lo interesante es que no hay nada idealizado. La vida rural tiene cosas buenas y cosas malas, al igual que en la ciudad».
Por su parte, De Santis describe los elementos que volcó en su pieza: «La humildad y la sencillez en la que viven los personajes rurales y los fuertes lazos familiares. La acumulación de los objetos, el uso inagotable de las cosas; las ruedas como asientos, las latas como blanco de disparos, el maíz de las gallinas que da un aroma especial. Los gritos sin eco sobre las paredes, los pies enterrados en el barro. Los animales como compañeros y como sustento. El amor, a veces teñido por una fuerte necesidad de pertenencia, transformado en orgullo».
Paisaje agreste
En el ámbito cinematográfico, se destacan películas en donde el ámbito rural cobra un sentido especial. Hay desde propuestas autorales como La rabia (2008), El último verano de la boyita (2009), El campo (2011), Algunas chicas (2013), Los dueños (2013), Jauja (2014), La mujer de los perros (2015), Jess and James (2015), El invierno (2016), Paula (2016), Esteros (2016), La helada negra (2016), Temporada de caza (2017), Zama (2017), La quietud (2018) y la aún inédita Traslasierra (2019), hasta otras películas que apuestan a distintos géneros como Aballay (2010), El ciudadano ilustre (2016), El eslabón podrido (2016), Recreo (2018) y El diablo blanco (2019).
El cine argentino contemporáneo pudo revelar la fragilidad que experimenta el hombre urbano frente al paisaje agreste. Desde esta perspectiva, El campo, de Hernán Belón, ocupa un rol paradigmático. En la película, un matrimonio se instala en el espacio rural en busca de una mejor calidad de vida, pero el plan no sale como se esperaba. «Yo quería hacer una película sobre una etapa de cambios de roles en la vida, porque los personajes tienen que convertirse en padre y madre. Me pareció que ahí se enfrentaban a la fuerza de la naturaleza, en la intemperie, donde los bichos se comen los unos a los otros, donde la vida y la muerte están mucho más presentes. Trabajé con esta idea que tienen muchos porteños, la de “me voy al campo, me voy a cambiar de vida”».
Otro tópico recurrente fue la exploración de la sexualidad en un entorno acaparado por la heteronorma. El caso más reciente es el de Marilyn (2018), de Martín Rodríguez Redondo, que fue inspirado en un caso real. «El campo es un lugar que siempre me resultó atractivo visualmente, pero en el que fui protagonista o testigo de situaciones violentas y trágicas», explica el realizador. «Los recuerdos infantiles quedan muy arraigados en la memoria y eso me hace volver una y otra vez, con historias personales como en mi corto Las liebres o con una crónica policial como Marilyn», agrega. «En el ámbito rural se pone más en evidencia una persona que se sale de la norma. Y un espacio amplio se vuelve claustrofóbico, sin salida. Esa complejidad también me interesa», concluye.