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Literatura digital

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El punto de confluencia de la tradición narrativa y poética con la tecnología y las redes sociales produjo una nueva forma de concebir la escritura, rotulada como «Alt Lit». Los exponentes locales y extranjeros bajo la lupa de la crítica.


(Hugo Horita)

La idea de que la literatura, tal como la conocemos, cambió radicalmente a partir del uso y profusión de las herramientas digitales, a esta altura parece una verdad innegable. Pero, muchas veces, esa certeza tiene que ser matizada por datos, rastreada, puesta en crisis. La novedad, con su sorpresa, puede causar el mismo efecto de encandilamiento que cualquier producto rutilante que hace su entrada en el mercado: todo parece que va a cambiar para que nada, en el fondo, cambie. En definitiva, de qué hablamos cuando hablamos de «literatura digital».
Una de las formas posibles de ese debate apareció en el escenario local con la salida de la antología Alt Lit. Literatura norteamericana actual, editada por InterZona. Los compiladores, Hernán Vanoli y Lolita Copacabana, llevaron adelante una selección de los nombres más representativos de un movimiento literario conocido bajo el nombre de «alternative literature», un grupo de escritores que buscaban retratar el mundo contemporáneo a través de historias que se concentraban en las minucias de lo cotidiano, poniendo por delante los objetos, las prácticas y las modas, a la vez que reducían la injerencia de lo subjetivo a la expresión de un tedio vital.
Vanoli y Copacabana anotaban en el prólogo que esa concentración en lo mundano podía llegar a ser parte de una sensibilidad atravesada por la lucha de Estados Unidos contra el terrorismo islámico, lo cual permitiría pensar que, después del 11-S, el mundo dejó de ser lo que era ya no solamente en un nivel político o geopolítico, sino también estético. La sinceridad más absoluta sobre la experiencia de vivir se convertía, ahora, en una novedad narrativa.
Claro que este tipo de lectura de la situación tiene, encima, una serie de problemas. En principio, creer que el tedio vital y el retrato de lo cotidiano es parte de una nueva corriente es olvidar por completo el realismo de Flaubert o, más acá en el tiempo, la forma en la que Bret Easton Ellis trazaba en Menos que cero un mundo de insensibilidad y objetos que marcaban la vida de los personajes.
Pero, entonces, ¿qué tiene o tuvo de inédito la Alt Lit para generar un debate sobre la novedad literaria? Se podría mencionar que todos los escritores agrupados bajo esa etiqueta sustentaban su propia producción «en papel» con textos que circulaban por redes sociales. Varias notas de ese momento ponían a Merca, de Loyds, y Los catorce cuadernos, de Juan Sklar, como novelas representantes de la tendencia en nuestro país. Por entonces Sklar ya era un usuario de cierto renombre en Twitter, y luego extendió su trabajo a intervenciones radiales y demás proyectos. Sin embargo, todos estos análisis se manejan en un recorte tradicional de la producción escrita, y lo digital solo aparece como tema, no como parte de una operación en el nivel de la forma.
En ese sentido, los problemas de la Alt Lit, como los planteados por sus «miembros fundadores» (Tao Lin, entre ellos) o por sus representantes locales, parecen ya antecedidos por el revuelo que despertaron novelas como Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, que ya en 2008 había impulsado a una crítica como Beatriz Sarlo a hablar de «la teoría en tiempos de Google» en su columna de aquel momento en el diario Perfil. ¿Hasta qué punto hubo, a comienzos de esta década, un cambio en la manera de hacer literatura?    

Poesía en clave
En su libro Una intimidad inofensiva. Los que escriben con lo que hay, Tamara Kamenszain anotaba que la poesía contemporánea argentina vivía del retrato de los detalles mínimos, sin ningún intento de usar la referencia como metáfora o proponer algún tipo de clave interpretativa. Lo que aparecía en los versos era lo único, lo fundamental que se quería decir. Desde Fernanda Laguna en los 90 hasta Mariano Blatt en el escenario actual, Kamenszain considera que esas sensibilidades que se concentran en lo inmediato son parte de una suerte de intimidad exhibida que no apunta a nada, que solo busca retratar(se), mostrar(se), insistir con eso de que lo que pasa es lo que pasa, y nada más.
Para ello, y pensando en una lógica que también se repite en las redes sociales, retomó el término lacaniano de «extimidad». Lo «éxtimo» es eso que está en el límite de lo propio y lo ajeno, lo que está tanto en el interior como en el exterior. Mostrar lo cotidiano, en esa poesía, es parte de un intento por construir una subjetividad que no tiene nada que ocultar, porque las cosas, en sí, son lo único que importa. Poemas como «A mi toallita femenina» de Laguna y el extenso «Parece…», que se encuentra al final de Mi juventud unida, la antología de Blatt, marcan un arco de la producción contemporánea, un modo en donde la captura de lo íntimo señala el punto de encuentro entre lo más profundo y lo más superficial.
Pero, claro, existen otras producciones que interesan a otro tipo de críticos, que indagan en el vínculo a veces más claro, a veces más difuso de la escritura con el mundo digital. Claudia Kozak, doctora en Letras de la Universidad de Buenos Aires, ha dedicado toda su carrera al encuentro con esas experiencias textuales que poco o nada tienen que ver con la hoja impresa, con el libro tradicional. Desde sus investigaciones sobre los grafitis hasta el estudio de las «tecnopoéticas latinoamericanas», Kozak estudia la literatura en su mismo límite, esta vez sí, «éxtimo» en un sentido pleno.
«Si bien no me he dedicado a rastrear en profundidad los modos en que en la literatura impresa se dan “negociaciones” con la cultura digital, ciertamente ya se ve con bastante claridad que algo se viene tramando en la literatura en ese sentido», dice Kozak. Y en esa dirección anota «desde el traspaso a la ficción narrativa o incluso a la poesía de la cotidianeidad, de los intercambios escritos rápidamente y prescritos bajo la idea de “extimidad”, propios de las redes sociales, hasta la experimentación con los formatos discursivos, ritmos y banalidades del día, que vienen asociados a esas mismas redes». A la hora de buscar ejemplos, menciona «Red social», de Ana Laura Caruso, un relato experimental que propone un encadenamiento de asociaciones selectivas a partir de los gustos de ciertos usuarios de Facebook».
Su trabajo, explica, «se vincula con los modos en que literatura y tecnología digital se cruzan para habilitar la expansión de lo literario hacia los lenguajes digitales». El objeto de estudio de Kozak son los modos de expansión de las textualidades como algo propio de una escritura digital que aún no ha tomado una forma cerrada, inmediatamente captable. «Esto incluye, por un lado, las nuevas dinámicas textuales habilitadas por las interfaces digitales: la palabra en vinculación con la imagen, el sonido, el movimiento; la capacidad interactiva que permite “leer”, decodificar un texto que ya no es solo texto, no solo con los ojos, sino también con los oídos, la mano que pasa el cursor o toca la pantalla. Y, por otro lado, el propio lenguaje de programación, el código y los procesos “internos” de escritura y decodificación que están “por detrás” de cualquier pieza de arte digital, literatura incluida. Porque esas textualidades digitales, más allá de su cruce con otros lenguajes que no fueron los propios de la literatura impresa, establecen muy habitualmente un diálogo con la literatura misma, tal como la conocíamos hasta ahora».
Tanto en el orden temático como formal, un nuevo campo de referencias y de modos literarios ha hecho su aparición en lo que va de la segunda década del siglo XXI. Entre pronósticos apurados, cánones construidos de manera rápida y auténticos cambios que abren un campo fértil para la experiencia literaria, mucho se puede escribir, pero se trata de un fenómeno que todavía se encuentra en pleno desarrollo. Básicamente, porque es el tiempo que nos toca vivir, en donde lo viejo no está absolutamente superado y lo nuevo tarda en aparecer.

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