27 de noviembre de 2014
Hablantes de wichí, guaraní y toba comparten las aulas con docentes «criollos» como parte de un programa que apunta a fortalecer las culturas originarias. Alfabetización e identidad.
Al buscar datos oficiales de nuestro país en enciclopedias o en Internet, cuando uno se dirige al ítem «idioma» lo usual es encontrar tras los dos puntos la palabra «español». En algunos casos se aclara que en ciertas provincias hay co-lenguas oficiales de las comunidades aborígenes como el guaraní, el wichí y el mapuche, entre otras muchas que, en realidad, son pocas comparadas con las que se hablaban por estas tierras antes de la llegada de los españoles y del general Julio Argentino Roca y su conquista del desierto, realizada, paradójicamente, en la zona más fértil del país.
La información que maneja el Ministerio de Educación de la Nación da cuenta de que antes de la llegada de los colonizadores «en lo que es hoy el territorio argentino, se hablaban unas 35 lenguas indígenas. Actualmente existen solo 12 agrupadas en 5 familias lingüísticas: familia guaraní (lenguas chiriguano, mbyá y guaraní), familia guaycurú (lenguas toba, mocoví y pilagá), familia mataguaya (lenguas wichí, nivaclé y chorote), familia quichua (lengua quichua) y familia chon (lengua tehuelche). Además existe la lengua mapuche, no incluida en ninguna familia lingüística».
Si una cifra ayuda a retener una idea, conviene recordar que queda tan solo un tercio de las lenguas originales aborígenes. La pérdida de una lengua es un hecho irreparable. Pero, además, con cada lengua que desaparece se pierde una cultura.
El lingüista e investigador Alan Crawford, de la Universidad de California, estableció hace ya más de dos décadas que «en cuanto a la pérdida del idioma, son los cambios sociales y culturales hacia el interior de una comunidad los que determinan principalmente la sustitución lingüística, de allí que, si cada lengua representa determinados valores sociales y culturales, entonces el cambio de una lengua por otra refleja un cambio en esos valores».
La transmutación de esos valores no es casual ni inocente. En buena parte, el mascarón de proa de esa destrucción fue la escuela, ya sea en manos del Estado o de la Iglesia.
Catalina Huenuan es vicedirectora del colegio San Miguel Arcángel, en la comunidad Tuyuntí de Aguaray, en Salta, el mismo establecimiento que 35 años atrás, cuando cursaba su escolaridad primaria, le impedía hablar en su lengua original –la de la cultura chané–. Huenuan, que asiste a cumplir sus tareas en la escuela con un pañuelo en el cuello que muestra los colores de la bandera wiphala, recuerda que cuando concurría a clases «los chicos indígenas que entrábamos en la institución escolar, si no aprendíamos bien la lengua castellana, éramos castigados, puestos en penitencia. Nadie tenía en cuenta nuestro contexto sociocultural».
Hoy, en la escuela privada en la que Huenuan es vicedirectora, se reproduce la metodología que utilizan las escuelas públicas ubicadas en zonas con población aborigen: la Modalidad de Educación Intercultural Bilingüe (EIB).
Cuando en 2006 se sancionó la Ley de Educación Nacional 26.206 se implementó esta modalidad, que apunta a «garantizar el derecho constitucional de los pueblos indígenas a recibir una educación que contribuya a preservar y fortalecer sus pautas culturales, su lengua, su cosmovisión e identidad étnica. La norma busca que los miembros de las comunidades aborígenes se desempeñen activamente en un mundo multicultural con el objetivo de mejorar su calidad de vida».
A la hora de poner en práctica esta iniciativa, se creó la figura de la pareja pedagógica, basada en la idea de «un docente, dos sujetos». Ariel Charqui, coordinador de esta modalidad en la provincia de Salta, explica que «uno de ellos es parte del pueblo original hablante (al cual pertenecen la mayoría de los niños que están presentes en ese aula) y el otro es lo que llamamos un docente «criollo». Ambos deben consensuar, discutir, intercambiar experiencias y en todos los casos, de ambas partes, es necesaria una apertura, una cooperación y un desprendimiento para lograr el objetivo común de aprendizaje en niños indígenas y no indígenas».
Esa cogestión en la enseñanza no debe ser entendida como la convivencia de un maestro «criollo» que imparte clase en español y un docente bilingüe que «traduce» para los chicos de la comunidad indígena. Es un proceso en el que ambas culturas deben converger, sumar, acordar contenidos y formas de volcar ese conocimiento a los alumnos. José Rodríguez, docente de origen wichí que desarrolla sus tareas en una escuela en El Carboncito, en el Municipio de Embarcación del departamento de San Martín, también en Salta, afirma que «ambos maestros deben trabajar con el mismo tema a desarrollar en las dos lenguas, con intervenciones espontáneas; con planificación dual para que todos los niños reciban la cultura de ambos y de esta manera los niños de los pueblos originarios no se sientan discriminados. Mucho de los fracasos en la escolaridad de estos chicos se debe a que no aguantan las burlas a las que son sometidos». Rodríguez comenta, con su decir pausado, como midiendo cada una de sus palabras, que debe quedar claro que de esta manera tanto unos (los criollos) como otros (los aborígenes) incorporan costumbres y saberes del otro.
Más allá de las aulas
Osvaldo Cipolloni es el coordinador a cargo de la modalidad de educación intercultural bilingüe del Ministerio de Educación de la Nación. El funcionario sostiene que las lenguas de los pueblos originarios «siempre fueron subordinadas a un lugar de minorización, de inferiorización, al uso privado, ritual, y en el sistema educativo quedaron siempre relegadas, si no directamente censuradas». Por esta razón, desde su área se lleva adelante la formación de unos 1.200 docentes bilingües en todo el país que bajo la forma de auxiliares docentes indígenas o maestros especiales de la modalidad aborigen o auxiliares especiales aborígenes o maestros idóneos en lengua y cultura (según la zona del país o la función) cumplen un papel primordial en la formación de estos niños y niñas indígenas. A los «maestros idóneos», que son los garantes del respeto de los derechos lingüísticos y culturales, los elige la propia comunidad que representan. Al ser parte de ese entorno, el trabajo que realizan va más allá de las aulas. Según Laura Valeriano, supervisora de educación primaria de la modalidad bilingüe de Salta, «ante un caso de deserción el maestro va a la casa, habla con los padres para que ese niño se reintegre. Y la mayoría vuelve. Podemos decir que a nivel primario la deserción es muy escasa».
Desde los datos que manejan en el Ministerio de Educación, Osvaldo Cipolloni asegura que en aquellos lugares en los que se implanta la modalidad bilingüe, «los índices van cambiando adecuadamente. En donde existe un maestro indígena que habla la lengua y comparte la cultura de los alumnos y trabaja en pareja pedagógica y existen materiales de lectura y lectoescritura, los procesos de alfabetización o escolaridad básica tienen muy buenos resultados, son parecidos al del resto de la educación primaria argentina. En donde no existen estas condiciones, los indicadores son críticos y allí aparecen el abandono, la repitencia, la sobreedad».
El problema del material para la lectoescritura no es sencillo de resolver en algunas comunidades. El lenguaje wichí fue ágrafo durante milenios. Recién en los últimos años se pudieron establecer criterios unificados para su enseñanza. Delicio Vidal, docente auxiliar de esa lengua, oriundo de Pozo del Mulato, en el fronterizo departamento de Rivadavia, en Formosa, afirma que tras un trabajo que realizó con sus alumnos, «ellos se dieron con la sorpresa de que muchos saben hablar el idioma pero que somos analfabetos a la hora de querer escribirlo. Saben leer y escribir en español pero no pueden resolver la escritura del wichí. Por ejemplo, no hay ninguna palabra en nuestro idioma que comience con ‘j’. Si empieza con ese sonido se escribe con ‘fw’. O hay letras dobles que representan un solo fonema y no pueden escribirlo».
Emancipación o barbarie
Si uno se atiene a los resultados obtenidos, puede decirse que la educación bilingüe representa un salto cualitativo y cuantitativo para las comunidades aborígenes de todo el país. Pero siempre queda flotando la duda de si esta iniciativa está orientada a formar alumnos con una visión crítica o, por el contrario, se inscribe en la misma línea que la educación formal, que apuntaba a evangelizar o «adiestrar» a los pueblos originarios.
Ariel Chauqui es terminante al afirmar que la recuperación de su lengua ya es un paso enorme, porque «aquella educación inicial, sobre todo de la mano de la religión, buscaba la castellanización y de alguna manera la anulación de las lenguas propias. Al desterrar la lengua, estás desterrando lo que ellos son y lo que ellos piensan. Allí toma una dimensión enorme aquello de «soy wichí, soy guaraní, soy curupí, soy chorote, soy qom, soy chané y por lo tanto pienso como wichí, como guaraní, como curupí, como chorote, como qom, como chané y hablo como tal. Primero soy, pienso y luego hablo».
En la entrevista realizada en Santa Victoria Este, en una escuela a orillas del río Pilcomayo, que marca el límite con Paraguay, ante la pregunta de si se busca formar alumnos críticos, repite 9 veces: «Sí». En cada afirmación parece buscar más fundamentos para su respuesta. Finalmente sostiene: «Quienes se suman a esta modalidad tienen que adentrarse en una nueva mirada. Y cuando digo nueva mirada digo nueva práctica, nuevo decir, nuevos “haceres”, nuevos “escuchares” y una constante mirada y vuelta hacia uno mismo. Y a veces ese cambio cuesta porque uno vino teniendo ropajes de las instituciones educativas, sociales, institucionales, familiares. Tradiciones que lo hicieron a uno con una forma de vestir y ahora hay que desprenderse y hay mucha sabiduría y mucha hondura en la convivencia con los pueblos interculturales. Aprendamos a aprender de ellos».
Al releer la nota antes de entregarla para su publicación, descubro que el cuidado de una lengua aborigen va mucho más allá de lo que pueda hacerse desde el ámbito educativo. El programa Microsoft Word, con su corrector del idioma español, resalta como errores los términos chané, wichí, chorote, qom, mbyá, mataguaya, chon, nivaclé, chané y wiphala.
—Daniel Alvarenga
Fotos: Julieta Escardó