13 de noviembre de 2014
Lejos del fin de la historia, el poder mundial atraviesa una crisis compleja: entre la decadencia de la hegemonía estadounidense y un incipiente multilateralismo.
El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín. Poco después el contagio o efecto dominó derrumbaría ya no muros sino a los regímenes supuestamente socialistas erigidos como resultado de la nueva constelación geopolítica emergente a fines de la Segunda Guerra Mundial hasta que, entre fines de 1991 y comienzos de 1992, el proceso culminaría con la desintegración de la Unión Soviética. Estos acontecimientos dieron lugar a eufóricas declaraciones por parte de gobernantes, políticos, periodistas e intelectuales del mal llamado «mundo libre»: fervientes promesas de paz y prosperidad se escuchaban en Washington, Bonn, Londres y París, las que en el asfixiante clima neoliberal de los 90 se repetían hasta el hartazgo en América Latina y el Caribe.
En esta fragorosa batalla de ideas pocos textos pudieron captar el clima ideológico imperante en las metrópolis del capitalismo con más precisión que el libro de Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, originalmente publicado en 1992. En esa obra se argumentaba que la Guerra Fría había terminado, y que su resultado final marcaba el triunfo definitivo de la democracia liberal y el capitalismo de libre mercado a lo largo y a lo ancho del planeta.
Un cuarto de siglo después las tesis centrales del libro fueron impiadosamente refutadas por la historia: primero, ésta no terminó sino que se aceleró, tornándose a la vez más compleja y truculenta. La Guerra Fría, luego de un paréntesis, retomó impulso con la renovada virulencia que vemos en estos días; y ni la democracia liberal ni el capitalismo de libre mercado han triunfado. Por el contrario, atraviesan una crisis que no pocos se atreven a calificar de terminal. Surgen teorizaciones y prácticas que hablan de nuevas formas de democracia que superan las limitaciones de su versión liberal (plasmadas, por ejemplo, en las constituciones de Bolivia, Ecuador y Venezuela) a la vez que proliferan los análisis que demuestran que el capitalismo ha chocado contra una frontera ecológica insuperable. ¿Qué ocurrió después de la caída del Muro? En el plano estrictamente doméstico, Alemania Federal anexó a la República Democrática Alemana y, menos de un año más tarde, el 3 de octubre de 1990, el canciller Helmut Kohl proclamó la reunificación. Ésta se llevó a cabo con un apenas solapado ánimo de venganza. En los demás países, una vez desaparecida la Unión Soviética, sus pueblos pudieron preservar su identidad nacional. En el caso alemán, en cambio, la reunificación intentó borrar hasta las más insignificantes huellas de la RDA.
Como comenta Maxim Leo, un joven periodista que creció en la RDA, «nuestro país dejó de existir y nosotros también». Lo que vino después fue una satanización de toda aquella experiencia, simbolizada en dos detestables rasgos del viejo sistema: la Stasi, temible policía secreta, el Muro de Berlín, y la rusticidad de los automóviles Trabant. ¿Hubo algo más? Sin duda, y eso es lo que hoy en Alemania se describe como «Ostalgia», porque «Ost» significa «Este» en alemán. ¿Nostalgia de qué? De varias cosas: había trabajo para todos, la vivienda era barata, la atención médica era gratuita y de calidad y existía un muy buen sistema educacional accesible para todos.
Como recuerda el periodista Wolfgang Herr, «no todo era tan malo antes y no todo es tan bueno ahora». Pese a los «paisajes floridos» que demagógicamente prometiera el canciller Kohl (producto de la euforia del momento, según lo reconoció años después) aquellos paisajes todavía hoy no se divisan. La brecha que separaba las dos regiones antes de la reunificación apenas si se ha atenuado en algunos aspectos, pero se ha acentuado en otros. El ingreso per cápita de las cinco provincias orientales equivale a las dos terceras partes de sus congéneres occidentales, un aumento si se considera que antes de la reunificación eran el 43%, pero hace varios años que esta brecha ha dejado de cerrarse y parece haberse cristalizado en aquella proporción. Y la tasa de desempleo en el este es casi el doble que la registrada en el oeste.
Un año después de la caída del Muro, el 61% de los alemanes orientales se consideraban a sí mismos simplemente como alemanes; cuatro años más tarde este porcentaje se redujo al 35% a causa de la desilusión causada por la unificación. Brechas que se acentuaron en relación con los derechos de la mujer, el escaso apoyo en términos de guarderías y jardines infantiles, acceso a la salud y educación. Una encuesta revelaba, en 2009, que solo el 12% de los alemanes orientales creía que se había alcanzado el mismo nivel de vida que en las provincias occidentales, mientras que el 86% decía que no. Sin duda, ahora gozan de libertades que antes no tenían pero en el capitalismo alemán, como en cualquier otro, esas libertades tropiezan con enormes dificultades a la hora de ser realizadas. Pueden salir a voluntad de Alemania, porque ya no está el Muro, pero sus ingresos no se lo permiten. Pueden ir todos los días al KDW, la famosa tienda de departamentos que relumbraba como un sol del otro lado del Muro, pero no tienen dinero para adquirir lo que allí está a la venta.
Gasto militar
En el terreno internacional la caída del Muro fue el preludio del derrumbe de la Unión Soviética y el inicio del breve y turbulento «unipolarismo» estadounidense. Lo ocurrido en Berlín fue exaltado por los tanques de pensamiento y los intelectuales orgánicos del imperio como el alumbramiento de un nuevo orden mundial que, aseguraban, duraría todo un siglo. Eso pensaban los integrantes del Proyecto del Nuevo Siglo Americano, que habrían de sufrir un rudo despertar la mañana del 11 de setiembre de 2001 cuando todas sus ocurrencias, que no ideas, se derrumbaron junto con las Torres Gemelas de Nueva York.
La caída del Muro y todo lo que se precipitó después modificó radicalmente la realidad internacional. Los famosos «dividendos de la paz» prometidos por George Bush padre y Margaret Thatcher, gracias al fin de la Guerra Fría y la presunta disminución del gasto militar, se esfumaron de la noche a la mañana.
Cuando se produce la implosión soviética, en 1992, el presupuesto militar de Estados Unidos equivalía al de los 12 países que le seguían en la carrera armamentista. Cuando en 2003 se decide la invasión y posterior ocupación de Irak el gasto norteamericano ya era equivalente al de los 21 países que le seguían en ese rubro.
Las complicaciones de esa guerra, sumadas a la intensificación de las operaciones en Afganistán, hicieron que, para 2008, el gasto militar de los Estados Unidos sólo pudiera ser igualado si se sumaban los presupuestos militares de 191 países. En 2010 la erogación estadounidense en armas y pertrechos ya superaba al gasto militar de todos los países del planeta, quebrando la barrera psicológica del billón de dólares. Otra consecuencia de la caída del Muro, en el plano internacional, fue desencadenar la expansión de la OTAN hacia el Este, desde las nuevas provincias alemanas y también desde países como Polonia y la ex Checoslovaquia y, en general, de todos los que tenían fronteras con Rusia. Proceso, vale aclarar, que en días recientes se acentuó con la instalación de nuevas bases militares en Letonia, Lituania, Estonia, Rumania y Polonia, países altamente dependientes del suministro del gas ruso. El Muro de Berlín fue caracterizado por la crítica del «mundo libre» como el «muro de la infamia». A lo largo de su historia (13 de agosto 1961 – 9 de noviembre 1989) murieron al intentar cruzarlo 136 alemanes. Es el único muro del cual se habla, soslayando la presencia de otros que demostraron, y demuestran todavía, ser mucho más letales que el alemán. Piénsese que en el que separa Estados Unidos de México mueren cada año cerca de 500 personas. Que hay otro muro de la infamia en la Ribera Occidental, erigido por Israel para contener a los palestinos y cuyas víctimas también se cuentan por cientos. El gigantesco Muro del Sahara Occidental, construido por Marruecos, un incondicional aliado de Occidente, para aislar a la región controlada por el Frente Polisario, y el alambrado construido en Melilla para impedir que desde ese enclave español los africanos puedan ingresar a Europa, son otros tantos ejemplos de una infamia que es ocultada ante los ojos de la opinión pública internacional. Sí, cayó el Muro de Berlín y se acabó su ignominia, pero quedan varios en pie, solo que blindados por el silencio cómplice del pensamiento dominante y su enorme aparato propagandístico al servicio del capital.
—Atilio Boron
Entre el consenso de Washington y el no al Alca
Caminos alternativos
Si hay un territorio donde la caída del Muro de Berlín impactó fuertemente fue el de América Latina y quizás con la Argentina en primer lugar. La crisis de la deuda y la hiperinflación habían dado un marco oportuno para que las oligarquías locales impulsaran modelos económicos más cercanos a sus intereses, coincidentes con los de las potencias centrales. No fue casual que para la misma época en que asumía Carlos Menem en la Casa Rosada, adelantado ante la debacle económica de la gestión de Raúl Alfonsín, surgieran otros mandatarios que se inclinaron por políticas antipopulares.
El Consenso de Washington nació en 1989, cuando el economista John Williamson estableció cuáles serían las medidas necesarias para aplicar el modelo neoliberal, el único posible según se ufanaba en un plan que apoyaban el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. En 1989 jurarían también como presidentes George Bush padre en EE.UU., Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Jaime Paz Zamora en Bolivia, derrocarían al dictador paraguayo Alfredo Stroessner y ganaría la elección el brasileño Fernando Collor de Melo.
La hiperinflación argentina iría en paralelo con el estallido social que se conoció como Caracazo, una movida que fructificaría tres años más tarde en el intento de golpe contra Pérez que colocó a la cabeza de los reclamos a un desconocido teniente coronel Hugo Chávez, en 1992. Por entonces, el gobierno de Bush padre emprendía cruzadas como la primera guerra del Golfo Pérsico, tras la invasión de Kuwait por tropas iraquíes del gobierno de Saddam Hussein. La incursión encontró un fuerte apoyo en las Naciones Unidas. El Consejo de Seguridad aprobó una aventura que recibió, además, el respaldo de 34 países, entre los que estaba la Argentina, que envió dos fragatas para sumarse a la Operación Escudo del Desierto. El modelo neoliberal, que se fue expandiendo incluso tras la llegada del demócrata Bill Clinton al gobierno estadounidense, en 1993, levantó cientos de movilizaciones populares en todo el continente. Así, tras el Caracazo y el alzamiento de 1992 se consolidaría la imagen de líder popular de Chávez, quien desde su primera presidencia, iniciada en 1999, encabezaría el primer proyecto antineoliberal, aunque todavía en solitario. George W. Bush hijo sucedería a Clinton, y a poco de ocupar el cargo le tocaría enfrentarse con el que seguramente fue el comienzo del fin de ese corto período de auge de EE.UU. como potencia imperial global. Los atentados del 11 de setiembre de 2001, coincidentes con los últimos estertores del gobierno de Fernando de la Rúa, fueron también el comienzo del fin del neoliberalismo en América Latina. El proyecto iniciado en Argentina cuando Menem era el personaje a copiar por el resto de la región provocó un catastrófico resultado que sumiría en una crisis fenomenal a los organismos internacionales. Ni Menem ni Argentina eran ya los mejores del aula y la rebelión popular de diciembre de 2001 haría saltar por los aires el esquema cimentado en los 90.
Luego vendrían historias más conocidas. En 2003 llegaron al gobierno Néstor Kirchner y Lula de Silva y de inmediato impulsaron una nueva visión y otra respuesta a la crisis. Chávez tenía entonces compañía y en 2005 el Frente Amplio, esa construcción de izquierda nacida en 1971, destronaría el bipartidismo que por 174 años había gobernado en Uruguay. Para noviembre de ese año, cinco «rebeldes», Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Venezuela, le decían «No al mercado común de Alaska a Tierra del Fuego», la frutilla del postre del Consenso de Washington. Fue el comienzo de otro período para la región.
Se fueron armando redes regionales en un contexto inédito, con un poder imperial sumido en sus enfrentamientos en otras regiones del planeta –Irak, Afganistán– y en los albores de una crisis económica que estalló en 2008 y que quizás ese rechazo en Mar del Plata ayudó a acelerar. Porque tal como entendieron los gobiernos de entonces, las potencias centrales ya no pudieron descargar sus crisis recurrentes sobre los hombros de los habitantes de estas tierras. Nacieron en este tramo histórico proyectos integradores como la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), una suerte de OEA sin Estados Unidos ni Canadá, pero con un papel central para Cuba, y la palabra integración dejó de ser una utopía para crecer como realidad. Barack Obama, en tanto, pasará a la historia por haber sido el primer ciudadano negro en ocupar el Salón Oval de la Casa Blanca. Llegó en representación de los demócratas con la promesa de reimpulsar el crecimiento de la todavía principal economía del mundo y de poner fin a todas las guerras que llevaba adelante Estados Unidos. Pero el mundo de Obama terminó siendo definitivamente otro. Nuevos jugadores lideran ahora una nueva multipolaridad en la que, a través de realidades como el Grupo BRICS, que nuclea a Brasil, India y Sudáfrica con China y Rusia, y avanza hacia nuevas formas de relación política y comercial. Ya no hay una sola potencia económica y tampoco alcanza con ser el gendarme mundial para lograr objetivos políticos.
La orfandad de Estados Unidos quedó reflejada en la última votación en la Asamblea de la ONU contra el embargo a Cuba: de 193 naciones miembro, 188 votaron por el levantamiento del castigo impuesto a la isla. Hubo tres abstenciones de países con poca influencia diplomática, como Palau, Islas Marshall y Micronesia, y solo dos a favor de la permanencia del embargo: Israel y el propio Estados Unidos. La situación resulta tan comprometida en términos estratégicos que un editorial del influyente The New York Times lo resumió así: «Es irónico que una política destinada a aislar a Cuba ha causado el efecto contrario y el que se ha quedado solo es Estados Unidos».
—Alberto López Girondo