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Una luminosidad intrigante

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Hernán Carbonel

El último día de la vida anterior 
Andrés Barba
Anagrama
140 paginas

Clave narrativa. El autor español explora la ruptura del eje espacio-temporal.

Foto: Prensa

Sucede así: una agente inmobiliaria visita una de las propiedades que ha de vender. En la cocina vacía de esa casa le sorprende encontrar, sentado en una silla, a un niño de siete años. No habla, la vestimenta que lleva es anacrónica y parece familiarizado con ese espacio.
Esta mujer de treinta y seis años, con una vida sencilla y una pareja al borde del final, que piensa que las casas que comercializa son «un modo superior al de las personas que las habitan»; que cree que el exceso en los detalles le impide ver la totalidad; que tiene la sensación de que comprende las cosas cuando las explica y que aún no ha frecuentado la parte más insegura de su vida; se preguntará de dónde ha salido, quién es ese niño. ¿Un fantasma, un reflejo, una representación?
Es entonces cuando se abre el bucle temporal: la multiplicación, la repetición de una secuencia, un abismo. Presentes simultáneos, mundos superpuestos, un juego. ¿Cuántas cosas pueden suceder en veintinueve segundos? ¿Una escena hogareña, no masticada, puede desatar el caos?
Sobre esos dos planos de la realidad, la ruptura del eje espacio-temporal, gira gran parte de El último día de la vida anterior, la última novela del escritor español Andrés Barba, experto, por cierto, en ese subgénero tan actual de la novela breve. Varios de sus libros anteriores, incluido Vida de Guastavino y Guastavino, se cimientan bajo el mismo parámetro.
Aquí pasan a jugar un rol los vínculos (de una hija con su padre, de una amiga con otra, de un niño con su madre, de una pareja con una exesposa, de cada individuo consigo mismo), las casas (las que se venden, las que se habitan, las ajenas, la propia), el amor, el desamor, el cuerpo, el miedo, la niñez, la maternidad, las apariencias, el castigo, el perdón. Y la culpa. Su impacto en personajes en constante búsqueda de sí mismos, que no terminan de apoderarse de las cosas del mundo que los rodea, como si aquello que les sucede les fuera por momentos un tanto esquivo.

A El último día de la vida anterior la sostienen elementos mínimos que se convierten en determinantes, y que buscan su camino en la reiteración de frases («siempre, en todo, hasta en la confesión más salvaje, queda algo por decir»; «mamá está enferma, idiota, ¿no te enteras o qué?»; «¿Es ahí donde sucede? Tiene que ser ahí»; «un niño la ha sacado de la vida, un niño la ha devuelto a ella») como indicio de aquello que se nos ha de presentar. Sentencias sin tono de gravedad («¿qué es una convicción? No es más que un pensamiento que se detiene»; «la falta de talento para el ocio es una condena de la clase trabajadora») que definen la existencia. Ya su título entraña el quiebre, el soplo de un final, un tiempo sin tiempo compuesto por la inminencia de la transformación.
Narrada en presente, esa forma tan de esta época; dueña de un puntillismo en las descripciones, en la precisión de los detalles, que encuentra en un lenguaje ajustado una luminosidad intrigante, El último día de la vida anterior se encuadra y no en el fantástico, pero sí en esa otra forma tan de nuestro tiempo, la anomalía. Como un mecanismo de relojería tanto en el entramado argumental como en la búsqueda de la escritura, podría decirse, junto al narrador, que es una historia que se quiebra de atrás hacia adelante. Si la película La sonámbula se resume en aquella frase de Piglia que dice que «el fin del mundo es una mujer que se despierta», aquí podríamos decir que es un niño que busca despertar.

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