19 de diciembre de 2021
Antecedentes y proyección en el presente de la rebelión popular que sacudió al sistema político y a la sociedad. Opinan Alfredo T. García y Alberto López Girondo.
La marcha de la bronca. Miles de personas protestaron en todo el país. En Buenos Aires uno de los puntos de convocatoria fue el Congreso Nacional.
NA
La llamada «crisis de 2001», que estalló el 19 y 20 de diciembre de ese año, tuvo características políticas, económicas, sociales e institucionales inéditas que se expresaron claramente con la aparición de nuevos actores que inauguraron formas originales de protesta y participación. Pero no se trató de una explosión abrupta, sino de la culminación de un proceso que se inició durante la segunda presidencia de Carlos Menem, cuando la ilusión de la Convertibilidad –un peso igual a un dólar– exhibió su carácter ficcional. Si este esquema forzado pudo sostenerse precariamente durante unos pocos años fue gracias a la privatización de empresas públicas encarada por el menemismo que permitió que ingresaran miles de millones de dólares a las arcas fiscales. El posterior desarrollo de los acontecimientos demostró que esa política económica acumulaba tensiones e inequidades. El ajuste estructural de la economía incrementó el número de «perdedores», los sectores medios hasta entonces seducidos por el mercado comenzaron a experimentar la precariedad de las relaciones laborales y las insólitas tasas de desempleo golpearon fuertemente a los trabajadores.
A mediados de 1996 Cutral Co, en el sur del país, se convirtió en un caso testigo de esa situación. La venta a precio vil de YPF, que implicó la entrega de la renta petrolera al capital extranjero y el despido de millares de operarios y empleados, generó un crítico panorama en la zona. Los desocupados constituían la mayoría de la población y los comerciantes no tenían a quién vender sus productos. A ello se le sumaba el creciente deterioro de las formas de representación política y sindical. Fue el punto de partida del movimiento piquetero. El desolador panorama se fue extendiendo a distintas ciudades y el menemismo inició su decadencia. La Alianza, que se conformó con la UCR, el Frente País Solidario (FREPASO) y otros partidos, hizo su aparición pública en 1997 y logró capitalizar el descontento, al punto de que logró imponerse en las legislativas de ese año. En las presidenciales de 1999, la coalición logró una diferencia a favor de 10 puntos porcentuales sobre el Partido Justicialista, coronando la fórmula Fernando de la Rúa – Carlos «Chacho» Álvarez.
Desde el mismo momento en que asumió el gobierno, la Alianza –que durante la campaña electoral había reivindicado la Convertibilidad– continuó sin modificaciones sustanciales la política del menemismo, sostuvo las reformas neoliberales de los 90 y mantuvo controladas las cuentas fiscales para garantizar el financiamiento externo y el pago de la deuda pública que había crecido sustancialmente en el período anterior, lo que tornaba imposible la reactivación económica y la creación de trabajo. Consecuentemente, se desconocieron las demandas de las organizaciones gremiales, la lucha piquetera se extendió a todo el país y se ensayaron distintas formas de represión y disciplinamiento. La reforma laboral aliancista, con la secuela de irregularidades para lograr su aprobación legislativa, fue el elemento clave para vertebrar la oposición al ajuste. Un importante segmento del sindicalismo liderado por Hugo Moyano constituyó el Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA), que junto con la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) encabezó la resistencia.
Testimonio. Proyectiles recogidos por un manifestante en Buenos Aires.
DANIEL GARCÍA/AFP/DACHARY
Novedades en la forma de reclamar
En tanto, el establishment económico y los grandes medios de comunicación se mostraban confusos y temerosos ante el auge del movimiento piquetero, ya que la carencia de una burocracia dirigente con la cual negociar o a la cual extorsionar dificultaba sus maniobras. Los nuevos actores sociales estaban desocupados y no pujaban por un lugar en el mercado. La extensión de su accionar determinó que tuvieran en poco tiempo un espectacular crecimiento que también se verificó en el aprendizaje político y en la maduración de su propia identidad. El piquete fabril, tradicional en las luchas obreras durante décadas, se transformó en bloqueo de rutas, una modalidad que dificultó la circulación de mercancías y resultó eficiente para obtener ayuda del Estado. Las características definitorias del movimiento eran la heterogeneidad de su composición social, la centralidad de la organización territorial –el barrio como sustituto de la fábrica–, la elección democrática de sus representantes, la revocabilidad de sus mandatos, la horizontalidad en la toma de decisiones y el desconocimiento de los mecanismos institucionales clásicos.
El 14 de octubre las elecciones legislativas asestaron una formidable derrota a la Alianza oficialista, debilitada por la renuncia, un año antes, del vicepresidente Álvarez, pero también golpearon con dureza a la otra pata del bipartidismo, el PJ. El denominado «voto bronca» acumuló el 25% del total. La crisis de representatividad era un hecho incontrastable.
En este marco, la situación financiera y el endeudamiento externo se habían agravado. Y el golpe de gracia lo dio la negativa del FMI –con el que poco tiempo atrás se habían acordado dos gigantescas operaciones financieras, el Blindaje y el Megacanje– a conceder un rescate y refinanciar una vez más la deuda.
A principios de diciembre y durante algunas semanas, se realizaron bloqueos de calles en la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano, lo que le permitió al movimiento piquetero, tras duras negociaciones, obtener y administrar miles de planes sociales. Algunos agrupamientos, conscientes de que corrían el riesgo de ser condicionados en el caso de que se conformasen con un papel subordinado, utilizaron esos planes para desarrollar emprendimientos autogestionados y sustentables en el tiempo –huertas, panificadoras, hornos de ladrillos, centros culturales y educativos– que pasaron a formar parte de una construcción más compleja.
El ministro de Economía, Domingo Cavallo, anunció el 2 de diciembre por cadena nacional la bancarización forzosa de la economía, una medida que fue bautizada como Corralito y que consistía en la prohibición de retirar dinero en efectivo de las entidades financieras en sumas superiores a 250 pesos o dólares por semana. Los más afectados fueron quienes tenían ingresos informales y fundamentalmente los trabajadores no registrados que en ese momento constituían el 45% de los ocupados. Por aquellos días, los sectores medios tomaron un inusual protagonismo a través de escraches a bancos y de un incipiente batir de cacerolas que fue generalizándose hasta convertirse en atronadora sinfonía de la indignación. El dinero desapareció prácticamente como medio de cambio y el pago de los salarios de los empleados estatales se efectuaba mediante bonos emitidos por los Gobiernos provinciales. Fue el momento de una efímera coalición, la de los ahorristas y los desocupados con la consigna «Piquete y cacerola, la lucha es una sola».
El 13 de diciembre se realizó una huelga general convocada por la CGT, el MTA y la CTA a la que adhirieron entidades representativas de los pequeños comerciantes y que tuvo un amplio acatamiento. En Córdoba, Rosario, La Plata y Neuquén se produjeron choques entre los manifestantes y la policía y bloqueos de bancos y supermercados. El estallido social que se vislumbraba detonó el 19, tras el anuncio de De la Rúa de que se impondría el estado de sitio. Decenas de miles de personas salieron a las calles espontáneamente y se dirigieron hacia Plaza de Mayo, donde fueron relevadas por otras tantas que permanecieron allí hasta el día siguiente, cuando se impartió la orden de reprimir a los manifestantes. En esas circunstancias surgió la consigna que definiría a la insurrección popular y se convertiría en emblemática: «¡Que se vayan todos!». A pesar de la limitación de las libertades públicas que la medida suponía, la protesta se generalizó en las principales ciudades del país y en la noche del 19 el ministro Cavallo presentó su renuncia.
Represión. El saldo de la acción de las fuerzas policiales fue de 39 muertos, entre ellos siete adolescentes, y decenas de heridos.
PABLO CUARTEROLO
A la mañana del 20, los manifestantes –empleados, amas de casa– eran escasos, pero comenzaron a llegar a la plaza militantes de distintos partidos políticos opositores y las Madres de Plaza de Mayo que fueron brutalmente atacadas por agentes de la policía montada. La jueza federal María Romilda Servini intentó frenar la represión, pero resultó también víctima de los gases lacrimógenos disparados por efectivos policiales. Los incidentes se hicieron más violentos y se produjeron cuatro muertes que –todo indica– fueron provocadas por el accionar de los uniformados. Todos los canales de televisión locales y las más importantes emisoras internacionales transmitieron en directo, con lo cual la convocatoria fue acrecentándose a medida que pasaban las horas. A las 16. De la Rúa, que había recibido ya la renuncia de la mayoría de los miembros de su Gabinete, anunció que no iba a renunciar e instó al diálogo, pero una hora y media después se produjo su dimisión y a las 19:37 dejó la Casa Rosada en un helicóptero. En las calles aledañas, agentes policiales y grupos parapoliciales promovieron una cacería que culminó con un saldo de 39 muertos, entre ellos siete adolescentes, y decenas de heridos.
Violencia. Las Madres también fueron reprimidas en la Plaza de Mayo.
FERNANDO GENS/TÉLAM
El deterioro de la gobernabilidad y la dramática coyuntura económica argentina tuvieron una amplia repercusión internacional. Se sucedieron en once días cinco titulares del Poder Ejecutivo: tras De la Rúa ejercieron ese cargo Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo Camaño hasta que el 1° la Asamblea Legislativa proclamó a Eduardo Duhalde. Las calificadoras de riesgo prodigaban evaluaciones negativas, los medios de comunicación de todo el mundo subrayaban la incapacidad de los argentinos para gestionar y algunos de ellos promovían que técnicos extranjeros se hicieran cargo de los asuntos públicos del país. Sin embargo, los episodios que se sucedieron fueron un eslabón más de la cadena de crisis financieras que ya habían estallado en México, el sudeste asiático, Rusia y Brasil.
El final. La salida del expresidente De la Rúa en helicóptero de la Casa Rosada.
NA
20 años después
Los sucesos reseñados dejaron profundas huellas en la cultura política argentina y dieron lugar a fenómenos inéditos como el trueque, un sistema de intercambio de productos y servicios esenciales para la supervivencia que se generalizó en los barrios populares de las grandes ciudades o como las asambleas, motorizadas por los sectores medios empobrecidos –amas de casa, cuentapropistas, empleados, estudiantes– que formaron parte de la marea humana que el 19 y 20 (también en los días posteriores) tomaron las calles mientras las cacerolas repicaban incansables. Lo novedoso de este desarrollo residió en su inorganicidad y el carácter de sus reclamos. Habían sido autoconvocadas por los vecinos que acarreaban sus propias sillas hasta las esquinas, no existía un orden del día, las discusiones eran interminables y gran parte de sus reclamos estaban vinculados con la necesidad de una democracia participativa. De acuerdo con las particularidades de cada lugar, organizaron compras comunitarias, ollas populares, bolsas de trabajo, marchas contra los aumentos en las tarifas de las empresas de servicio privatizadas o de apoyo a los trabajadores que tomaban fábricas. Cuando se hizo necesario contar con un espacio físico propio, ocuparon bares y pizzerías cerrados, clínicas abandonadas, terrenos baldíos.
En su etapa embrionaria, el fenómeno fue abordado con simpatía por los medios de comunicación, pero el repudio de que estos fueron objeto por parte de los participantes («Nos mean y Clarín dice que llueve», gritaban los muros) y su creciente politización antisistémica generaron un brusco cambio. En una nota publicada el 14 de febrero de 2002, La Nación advertía: «Si bien es cierto que el auge de estas asambleas aparece como una consecuencia del hartazgo público ante las conductas poco confiables de la clase política, debe tenerse en cuenta que tales mecanismos de deliberación popular encierran un peligro, pues por su naturaleza pueden acercarse al sombrío modelo de decisión de los soviets».
20 años después, decenas de organizaciones barriales y culturales, comedores, fábricas recuperadas, son el fruto de la experiencia colectiva que dejó el diciembre insurrecto en el que los sectores populares tomaron conciencia de su propio poder. Los movimientos piqueteros, que se reinventaron para paliar los efectos de las políticas neoliberales y asistir a los excluidos, son hoy estigmatizados por muchos de los que en algún momento se consideraron sus aliados, la mayoría de las demandas continúan vigentes y las cacerolas tocan otra música.