4 de julio de 2023
El pedagogo y magíster en Historia sostiene que se deben tomar decisiones políticas para mejorar la carrera docente. Reivindicación de Domingo Faustino Sarmiento.
Conocido en las redes sociales como @CheMendele –con acento en la primera «e» tal como él mismo se encarga de aclararlo–, el magíster en Historia, docente universitario y director del portal Gloria y loor –un espacio dedicado a reflexionar sobre la educación– Manuel J. Becerra reivindica a Domingo Faustino Sarmiento: «Su figura es, por más incómoda que resulte, la educación pública para todos y para formar ciudadanos y hay una altísima valoración de ello».
Obsesionado con la investigación y la reflexión, Becerra sostiene que realizar este ejercicio permite llevar mejor la alienación a la que el sistema educativo somete. Hoy es un pedagogo reconocido en el ámbito de la educación, que ejerce su profesión en una escuela media, en el Profesorado del Normal 9, en la Universidad Pedagógica Nacional (UNIPE) y en la Universidad de Buenos Aires, pero sus comienzos no fueron «muy pensados».
–¿Cómo fue que elegiste ser docente?
–Había empezado a estudiar Historia en la Universidad de Buenos Aires, pasé cuatro años, incluido el CBC. En esa trayectoria no me encontraba, me iba mal en las materias, no me estaba convocando. Entonces un día decidí dejar y para mí fue un alivio grande. Después me inscribí en el Profesorado Joaquín V. González. No tomé esa decisión pensando en ser profesor, tal vez quería probar otro escenario para estudiar historia, pero lo que pasó en el profesorado es que inmediatamente apareció en escena la pregunta «¿Por qué eligieron esta carrera?». Y con el tiempo me di cuenta de que era eso, muy personal, lo que necesitaba en ese momento de mi vida, que alguien me preguntara qué estaba haciendo ahí y la UBA nunca me lo preguntó. Y eso implicó un ejercicio de reflexión, pero no es que yo dije tengo una vocación docente, no lo pensé de manera consciente.
«¿Se tiene vocación? No lo sé, se puede construir amor por la tarea y ética profesional y generar condiciones para tener curiosidad por lo que se hace.»
–Luego vino el ejercicio profesional.
–Sí, me recibí e inmediatamente empecé a trabajar como docente y ahí también me encontré en la escuela con gente que, nuevamente, ponía esa pregunta sobre la mesa: ¿qué vamos a hacer acá?, esta es la población, muchos chicos de la Villa 31 y la Ley de Educación Nacional que dice que la educación es obligatoria. La escuela (en la cual continúa) queda en el barrio de Recoleta –un barrio de mucha plata, dice– a la que asiste una población que queda como descentrada.
–Recién decías «no tenía la vocación». ¿Existe la vocación docente?
–No sé si existe como una cosa trascendente. Sí me parece que puede que suceda, o no. Uno se enamora de este trabajo y quizás eso pueda llamarse vocación, lo cual no tiene por qué quitar que uno es un trabajador, tiene derechos y debe cobrar por lo que hace, porque si no estuviese cobrando no estaría trabajando. Gratis, no sería docente. Da la casualidad de que es algo que a mí me gusta mucho hacer, sobre lo que reflexiono mucho. Es una obsesión en mi vida y además me pagan. Y ese combo cierra. ¿Se tiene vocación? No lo sé, se puede construir un amor por la tarea y una ética profesional determinada y parte importante de eso es generar las condiciones para que uno tenga curiosidad por lo que está haciendo.
–¿Se puede ser docente sin reflexionar, permanentemente, sobre la propia praxis?
–Creo que con eso uno puede resistir mejor ciertas tendencias alienantes del sistema. No sé si eso redunda en una mejor calidad o no, pero me parece que sí se puede tolerar mejor la alienación y el bombardeo que implica trabajar en una escuela. Porque la escuela es una institución estatal burocrática, es una agencia donde tienen que pasar un montón de cosas más además de que los pibes aprendan determinados contenidos prescriptos en el currículum y todo eso que tiene que pasar es muchas veces alienante, desgastante y más aún en contextos de mucha violencia social hacia los docentes; de mucho desprestigio al trabajo y donde la escuela, además, se convierte en un espacio de canalización de furia colectiva. Eso desgasta mucho y, tal vez, haciendo un ejercicio permanente sobre la propia práctica y sobre la propia institución uno pueda transitarlo de manera menos dramática. También es importante saber cuándo correrse de determinados escenarios que pueden terminar en una dinámica dañina, personal e institucional.
–En un escrito tuyo de hace un tiempo atrás hablabas de una crisis de paradigma en la escuela secundaria, pospandemia, ¿estamos ante nuevas crisis de nuevos paradigmas o seguimos manteniendo las mismas crisis?
–Creo que es la misma crisis generada por el impulso de la inclusión educativa, que en la escuela secundaria no ha sido resuelta. Es medio la cuadratura del círculo, cómo hacer para que una escuela secundaria que fue pensada elitista, resulte de calidad para todos y todas en un escenario de tanta heterogeneidad y con un nivel educativo que nunca se pensó heterogéneo. Y, desde hace unos años, a esto se suman escenarios de agresión muy fuertes que tienen que ver con una crisis cultural contemporánea de la que nadie está exento y, por lo tanto, la escuela como agencia del Estado, tampoco. A este escenario de heterogeneidad y el tener que hacerse cargo del deterioro social de niños, niñas y adolescentes se suma que la escuela se vuelve un «punchimbol» social donde se descargan culpas o frustraciones que corren por otros ríos. Es una de las pocas agencias del Estado donde la lógica de funcionamiento no es despersonalizada. Hay una carga afectiva que otros lugares no tienen. Es un lugar que no se defiende a las piñas de la violencia social porque su lógica no es la de las piñas. Es un espacio que está abierto y donde se puede conversar.
–Las escuelas han sido creadas como un escenario artificial con condiciones objetivas establecidas con ese fin, pero hay un mundo extramuros escolares cargado de esto que señalabas, violencia, odio organizado, falta de justicia ¿Qué rol deberían cumplir las escuelas en ese sentido?
–La escuela tiene que enseñar contenidos prescriptos en el diseño curricular y tiene que garantizar derechos en niños, niñas y adolescentes, tan simple y tan complejo como eso. Lo que pasa es que hay un montón de discusiones y bibliotecas sobre qué significa todo esto. Porque lo que acabo de decir puede llevarse para el lado de la formación de la mano de obra para el mercado, y no se contradice con lo que dije, o tiene que abrir el mundo a las expresiones de los niños y tampoco contradice lo que dije. Hay una serie de contenidos básicos de transmisión cultural que las escuelas ponen en juego, que no las pone en juego el mercado, ni las redes sociales porque la gracia de todo esto es que es obligatoria. Al ser obligatoria los chicos no pueden elegir si quieren o no estar ahí, ni qué quieren estudiar y me parece bien que no puedan elegir, pero se les puede abrir algún espacio para que puedan tener más libertad para decir algunas cosas. Me parece bien que la escuela prescriba esto y no lo otro. Un contenido es obligatorio porque no es para un alumno, es para todos. Esa transmisión cultural, en algún momento, fue más dominante porque era la cultura legítima que requería el Estado y el mercado de ese entonces, hoy es una cultura que está totalmente a contramano de lo que pide el mercado y el Estado. A mí me parece que hay que hacerse cargo de que existe una lógica del mercado o de lo público y lo privado y que se debe establecer un diálogo extramuros de manera crítica en el sentido de «hagámosle preguntas» a Milei, a Taylor Swift, al dinero por sobre todas las cosas.
«Al ser la escuela obligatoria los chicos no pueden elegir si quieren o no estar ahí, ni qué quieren estudiar y me parece bien que no puedan elegir.»
–Días pasados publicabas un tuit en el que hacías referencia a la falta de docentes en Alemania, una situación que se repite aquí también. ¿Hacia dónde va la educación cuando cada vez hay menos docentes?
–La deriva es en las grandes ciudades donde hay falta de docentes. Está en la Ciudad de Buenos Aires, en el Conurbano, en Mar del Plata, en Rosario, en Córdoba, Salta, Mendoza, si uno se va de las grandes ciudades, el problema no está. Evidentemente, es un problema urbano. Para eso, hay que tomar decisiones políticas que traten de corregir esa deriva natural. Se pueden tomar decisiones políticas, aumentar los salarios, pensar en otras condiciones de la carrera docente, lo cual implica repensar el Estatuto y esta es una discusión espinosa, pero que me parece que hay que dar. Pero, eso es en Argentina. No es lo mismo acá que en Estados Unidos o en Alemania, que el mismo problema tiene otras causas.
–¿Cómo observás los triunfos de las derechas en relación con las políticas educativas?
–En el caso de Argentina el hecho de que gane una expresión tal no implica, necesariamente, que eso va a generar una destrucción inmediata de las cosas. El sistema educativo argentino tiene otras lógicas y, lo que no tienen en cuenta ciertas expresiones de ultraderecha argentina es a la figura de Sarmiento que, por más incómoda que resulte, es la educación pública, para todos y para formar ciudadanos y hay una altísima valoración de esa figura. Los inmigrantes que llegaban a Argentina para que sus hijos aprendieran en las escuelas argentinas venían por Sarmiento. Aunque no por él, sino por esa estela del guardapolvo blanco, de la escuela pública.