El teólogo brasileño analiza el tiempo de pandemia, los efectos voraces del capitalismo y el neoliberalismo, el maltrato a la naturaleza, la Teología de la Liberación y plantea su «vaga esperanza de que vayamos a aprender del dolor». Propuesta de una democracia social-ecológica.
10 de noviembre de 2020
Leonardo Boff es teólogo, exsacerdote franciscano, filósofo, escritor, profesor y ecologista. Nació en Santa Catarina, Brasil, el 14 de diciembre de 1938. Estudió Filosofía en Curitiba y Teología en Petrópolis. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich, Alemania. Fue profesor de Teología Sistemática y Ecuménica en el Instituto Teológico Franciscano de Petrópolis, de Teología y Espiritualidad en varios centros de estudio y universidades de Brasil y del exterior, y profesor visitante en las universidades de Lisboa, Portugal; Salamanca, España; Harvard, Estados Unidos; Basilea, Suiza; y Heidelberg, Alemania. En 1993 fue aprobado como Profesor de Ética, Filosofía de la Religión y Ecología en la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ).
Recibió numerosas distinciones, entre ellas, el título Doctor Honoris Causa en Política por la Universidad de Turín, Italia, y en Teología por la Universidad de Lund, Suiza. En diciembre de 2001 se le otorgó, en Estocolmo, el Right Livelihood Award, más conocido como «Premio Nobel Alternativo».
Teórico y referente de la Teología de la Liberación desde fines de los años 60, en 1985 fue condenado a un año de «silencio obsequioso» por el Vaticano, luego de la publicación de su libro Iglesia: carisma y poder, y depuesto de todas sus funciones editoriales y docentes en el ámbito religioso. Dada la presión mundial, la sentencia fue suspendida en 1986. Pero en 1992, frente a la amenaza de una segunda sanción, el teólogo renunció a sus actividades sacerdotales y se autoproclamó laico.
Vive en el Brasil de un Bolsonaro «enemigo de la vida y de la naturaleza». En tiempos convulsionados por la pandemia de COVID-19, sostiene que «estamos en una profunda crisis de civilización, que tiene que ver con nuestra relación con la Tierra y los daños que la humanidad le inflige a diario». Subraya, en este contexto, la imperiosa necesidad de «un pacto social que vaya de la mano con un pacto con la naturaleza, la Tierra entera y la naturaleza entera, que ponga al mundo en el camino hacia “una democracia social-ecológica”».
–¿Qué ideas ha suscitado en usted el contexto de la pandemia?
–Creo que el coronavirus significa un contraataque de la naturaleza contra un tipo de humanidad, específicamente, aquella capitalista e industrialista que durante siglos ha devastado todos los ecosistemas. Muchos hablan de ciencia, técnica, de insumos y de una desenfrenada búsqueda de una vacuna, pero pocos hablan de la naturaleza del COVID-19. Si no cambiamos nuestra relación destructiva con la naturaleza, es decir, con las bases que sustentan la vida, la naturaleza seguirá dándonos señales para que paremos con esta agresión, como advierten grandes biólogos en el mundo. Lo peor que nos puede suceder es volver a lo de antes y seguir explotando los bienes y servicios de la naturaleza. China nos está dando el peor de los ejemplos, porque no ha aprendido nada del virus: sigue con su superproducción sin cambiar su relación con la Tierra y la naturaleza. La crisis planetaria es un llamado urgente para cambiar de paradigma de producción, distribución, consumo, dando centralidad a la vida y no a la ganancia, a la salud colectiva y no al negocio de las enfermedades, a la cooperación y no la competencia, a la interdependencia y no al individualismo, a la corresponsabilidad colectiva. Esta no es la guerra del hombre contra el virus; es la guerra del virus contra el hombre.
–¿Qué cuestiones tenemos que aprender de estos tiempos?
–La primera lección que debemos aprender es que no somos el «pequeño dios» en la Tierra que con su tecnociencia lo puede todo. Un virus invisible puso de rodillas a las potencias militaristas con todas sus armas de destrucción masivas. Para nada sirven. Debemos aceptarnos como seres vulnerables, expuestos a la imprevisibilidad, ayudarnos mutuamente, y construir un modo de vivir que sea amigo de la vida, una civilización biocentrada. Esto no es mística; es un dato de la ciencia. Hay que abandonar el equívoco mayor de la modernidad, acerca de que en el baúl de la Tierra los recursos son infinitos y que podemos seguir con un desarrollo infinito. La Tierra es pequeña, con recursos limitados, y no tolera un proyecto ilimitado. Respetamos los límites de la Tierra y dejamos tiempo para que se regenere o iremos a engrosar el cortejo de aquellos que van en la dirección de su propia sepultura. Esta crisis paradigmática demanda un pacto social mundial, pluriforme, para enfrentar globalmente los problemas globales. El tiempo de las soberanías nacionales pertenece a otro tiempo. En esta época planetaria hay que construir la Tierra como la casa común dentro de la cual tienen su valor las culturas con sus tradiciones y sabidurías, pero no aisladas o construidas unas contra las otras.
Debate. Boff en un encuentro por la tolerancia y la democracia, en Río de Janeiro. (Marcelo/AFP/Dachary)
–De ahí su idea acerca de una «democracia social-ecológica».
–El COVID-19 nos ha demostrado que los países no pueden resolver sus problemas por sí mismos y sin la cooperación de otros y de todos. La democracia que tenemos empieza con el voto y termina con el voto. Esto nos ha llevado al fracaso de las formas actuales de democracia meramente representativa y casi nada participativa. Debemos enriquecer nuestra concepción de democracia. No puede ser más antropocéntrica o sociocéntrica, tiene que ser socioecológica e incorporar y respetar a los pueblos de los bosques, los pueblos de los animales, los pueblos de la aguas. Sin ellos no podríamos garantizar un futuro para nosotros y para las futuras generaciones. La Tierra es mi patria, como dice una canción en Brasil, el alma no tiene frontera y ninguna vida es extranjera.
–Justamente, pensando en Brasil, ¿cómo analiza la situación allí?
–En Brasil vivimos una tragedia humanitaria, con un presidente que no tiene ningún proyecto oficial para combatir la pandemia y que abandonó a la muerte a su propio pueblo. Ya son casi 160.000 muertos y se calcula que a finales de año serán cerca de 200.000, y más de cinco millones y medio de afectados. El presidente es un criminal y un necrófilo. Al terminar su mandato posiblemente tendrá que enfrentar a la Corte Penal Internacional (CPI) por crímenes contra la humanidad. Más que un problema político, Bolsonaro representa un problema psiquiátrico: sufre una especie de lobotomía que le impide sentir el dolor del otro y que lo vuelve cercano a la muerte y no a la vida. Por eso alaba torturadores, así como las dictaduras de Brasil, Argentina, de Chile, y promueve con sus discursos y fake news el odio a los negros, los indígenas, las mujeres, las poblaciones LGBT, y a tantos otros. Lo que se vive en Brasil es una tragedia humanitaria, social, política y ética. Nunca tuvimos en la historia un presidente tan bruto, imbécil y enemigo de la vida y de la naturaleza.
–En julio, Jair Bolsonaro vetó una ley que obligaba al Estado a suministrar agua a los pueblos originarios. ¿Cuál es la realidad de estos pueblos hoy, entre los grupos más vulnerables frente al COVID-19?
–El crimen más grande de Bolsonaro fue negar a los indígenas agua, remedios y todo aquello necesario para salvar vidas. Esto equivale a condenarlos a la muerte; muchos están muriendo. Esto es un crimen contra la humanidad, más que un motivo para llevarlo, por genocida, a la CPI. En lugar de enviar médicos mandó centenares de militares para defender las tierras destinadas al gran negocio de la minería, la extracción de oro y la deforestación, para incentivar el agronegocio para la exportación.
–Con todo, Bolsonaro mantiene un piso considerable de aprobación y apoyo popular. ¿Por qué?
–Las élites que controlan el Estado y la riqueza nacional nunca han aceptado que alguien que viniera de abajo, un obrero como Lula, llegara a la presidencia del país. La burguesía rica y excluyente hizo de todo para impedir sus programas de inclusión social para cerca de 36 millones de personas. Cuando se dieron cuenta de que eso podía perpetuarse lograron satanizarlo hasta llevarlo a prisión en un proceso sin causa clara. Crearon una atmósfera nacional anti Partido de los Trabajadores (PT) como si fuera la gran corrupción del país, lo que no es verdad, porque en el ranking de corrupción de partidos estaba en la décima posición. Al final de un juicio injusto «por un crimen indeterminado», lo encarcelaron hasta que pasaran las elecciones. Bolsonaro se erigió como la antipolítica, el anti-PT, y con un discurso de odio. Hubo una utilización masiva de fake news y calumnias con tal de que Bolsonaro fuera presidente. Es importante señalar que la sociedad brasileña en general es conservadora y moralista. Con su discurso de odio, Bolsonaro despertó la dimensión oscura de la población. Hay sectores de tendencia fascista, apoyados por las élites del atraso, como las llama el sociólogo Jessé Souza, que siempre han ocupado el Estado y que nunca propusieron un proyecto nacional para todos.
(Pimentel/AFP/Dachary)
–En el caso de Brasil, no se puede soslayar la influencia de las iglesias evangélicas.
–Hay muchas iglesias neopentecostales con millares de seguidores que predican el evangelio de la prosperidad material. No tienen nada que ver con el evangelio de Jesús, que habla de pobres, de misericordia, de liberación de las opresiones sociales y religiosas, cuestiones que no entran en la predicación de estas iglesias. Son brazos políticos del presidente, que las utiliza como apoyo político, como base de su sustentación. Esto significa un reto para la Iglesia católica y para otras históricas acerca de cómo explicar a estos millares de seguidores que están siendo dirigidos por lobos en piel de oveja.
–¿Por qué considera que el coronavirus ha derrotado al neoliberalismo y al capitalismo, siendo que líderes como Donald Trump y Bolsonaro conservan niveles de aceptación importante?
–El COVID-19 cayó como un rayo sobre el proyecto capitalista y neoliberal. No son la ganancia, el individualismo, el mercado y la competencia los que nos están salvando. Al contrario. Espero que el capitalismo y el neoliberalismo no vuelvan con esa voracidad que los caracteriza, porque esto puede significar el fin de nuestra civilización. Es un sistema antivida que produce dos perversas injusticias: una social, haciendo que, según el Credit Suisse, el 1% de la humanidad posea el 45% de toda la riqueza de la Tierra. Por otra parte, el 50% más pobre solo posee el 1% de esa riqueza. La otra injusticia es ecológica, con la destrucción de los bienes y servicios de la naturaleza. Creo que no será ni la Escuela de Frankfurt ni la democracia sin fin de Boaventura de Sousa Santos quienes van a derrotar al capitalismo feroz. Será la misma Tierra que no dará más condiciones de autoreproducción.
–En paralelo a este sistema que traza, la pandemia también evidenció situaciones de solidaridad entre conciudadanos y países.
–Sí, claro. Con Adolfo Pérez Esquivel estamos promoviendo una campaña internacional a favor de conceder a las brigadas médicas cubanas Henry Reeve el premio Nobel de la Paz. Cuba está dando un ejemplo que no ocurre en el campo capitalista: la solidaridad ilimitada con los que sufren y el sentido internacionalista, más allá de las naciones, religiones e ideologías. La potencia más rica del mundo se mostró como la más pobre en solidaridad: no han enviado médicos, ni medicinas, ni respiradores, ni mascarillas.
–¿Cómo imagina el futuro inmediato?
–Sinceramente, no sé. No hemos acumulado aprendizaje capaz de hacer frente a las crisis, no tenemos sabiduría suficiente para encontrar los mejores caminos, no somos solidarios sino bárbaros sin compasión con el sufrimiento de los demás. La «America first» de Trump significa «solamente la América». El virus está castigando con más violencia esta arrogancia. Tengo una vaga esperanza de que vayamos a aprender del dolor. Espero que el sufrimiento no sea en vano. Pero espero.
–En la radiografía del mundo que describe, ¿hay Teología de la Liberación?
–El eje esencial de la Teología de la Liberación es la opción por los pobres, contra la pobreza, a favor de la justicia social y la liberación. Sin esto no hay Teología de la Liberación. Hoy en todo el mundo, en América Latina y supongo también en la Argentina, los pobres han aumentado. Ellos no son pobres, son empobrecidos, hechos pobres por un sistema social y económico que privilegia la ganancia a costa de la explotación de los obreros, del saber social y de los bienes y servicios de la naturaleza. Mientras existan pobres, habrá siempre personas que salgan en defensa de la justicia social y de la liberación de estas víctimas.