Encarcelado durante casi 13 años por la dictadura uruguaya, el periodista y escritor construyó una obra literaria entrañable, que da cuenta del sufrimiento del encierro y de la creatividad y el valor que mantuvo vivos a él y sus compañeros tupamaros, entre ellos, José «Pepe» Mujica.
28 de diciembre de 2017
(Gustavo Amarelle)
Cuenta Mauricio Rosencof que su infancia fue feliz. El barrio, la casa, Fito, un hermano. Y el padre, un sastre judío que se trajo a la familia de su Polonia natal y aprendió a hacer dobladillos en estas tierras más húmedas, un bolche de formación que mezclando gremialismo con un poco de prosa fundó en Montevideo el «Sindicato Único de la Aguja». Y ella, Doña Rosa, la que espera, la del eterno olor a puchero, la que en medio del desalojo se aferra en la mente de su hijo escritor al ciruelo del patio. Ella, la madre, la que concentra esas dos primeras líneas que Rosencof teje con breve inmensidad en su nuevo libro: «Doña Rosa tenía dos hijos bajo tierra. Uno de ellos con vida».
«Podría decirse que mis viejos también estuvieron en cana, por todo lo que pasaron. Cuando salgo en libertad, quería ir a verlos, ya los habían llevado a un hogar de ancianos. Recuerdo que llegué tarde, de noche, pero estaban esperándome… Entro al cuarto, la vieja me mira bien y, como si no me hubiera visto un fin de semana, me pregunta: “¿Comiste?”. Fue un reencuentro muy lindo. Pero ya nada iba a ser como fue antes, porque ya no tenía casa a dónde ir. Ya no era la casa de los viejos». Cuando se le pregunta a Rosencof por los años en los que estuvo secuestrado, el Ruso, como lo conocen todos en Uruguay, no habla de política. Habla de sus padres. De la angustia, del cansancio, de la eterna búsqueda que significó para esos dos ancianos, a los que ya la salud les había robado un hijo, esos 12 años en los que Rosencof permaneció encerrado por las Fuerzas Armadas junto con otros ocho líderes del Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros, entre ellos José Pepe Mujica. De hecho, fue él junto con Eleuterio Fernández Huidobro, quien más cerca estuvo del expresidente, en esas celdas de un metro por dos en las que los tuvieron, invisibles, como parte de un plan con el que la dictadura uruguaya buscó terminar con la organización armada.
–Siempre cuentan que el objetivo no era matarlos, sino volverlos locos…
–Los militares decían que éramos peligrosos dialécticamente porque teníamos la capacidad de convencer… Y así fue. De hecho, el Pepe estuvo con alucinaciones. Estaba convencido que le habían puesto un grabador adentro del calabozo, escondido en el techo, para escucharnos cuando hablábamos solos o mientras dormíamos. Tan es así que sentía un sonido agudo que le perforaba los oídos. Entonces se metía una piedrita en la boca para no gritar… Teníamos todos los sentidos alterados. Justamente, uno de sus objetivos era animalizarnos porque eso facilitaba la presión de la guardia. Un preso con corbata y afeitado impone presencia para el hombre de campo que termina en el cuartel por falta de fábricas. Pero animalizado, animalizado es más fácil.
–¿La muerte nunca fue una opción?
–No, de eso se ocupaban otros. Lo más próximo que estuvimos fue cuando con el Ñato (se refiere a Eleuterio Fernández Huidobro) pensamos qué podíamos hacer para llamar la atención de los oficiales. Tal vez si los preocupábamos, nos daban una mejora, una ración completa de comida o nos sacaban la capucha un rato para ver el sol. O visitas humanas. Entonces lo que hace el Ñato es inyectarse las uñas con el verdín de los excusados, y le dio una infección con fiebre y todo. Pero lo único que logramos fue un antibiótico. Y, después, andá a cantarle a Gardel.
–¿Y qué los mantuvo vivos?
–Terminamos cantando tango, pero para adentro. Metíamos alguna letra, al rato el otro cantaba y contestaba más o menos. Y así intentamos comunicarnos entre nosotros. Pero nos mandaron a callar… Después me armé una orquesta interior y te digo que canté hasta con Troilo. Hasta que una noche de Navidad siento que están arañando la pared. Era el Ñato, que me estaba llamando. Entonces a la arañada, respondí con otra arañada. Después empezó a dar unos golpes lentos, con algún silencio. Como vi que la cosa iba para largo, agarré un revoque del piso y empecé a anotar los golpes. Hasta que finalmente logré descifrar la palabra. La primera palabra de nuestra comunicación, en esa Navidad, fue «Felicidad». Y así arrancó. Creo que terminamos con los nudillos inflamados de tanto «hablar». Con ese sistema nos contamos nuestras vidas, nuestra infancia, las enfermedades, los planes, organizamos como cuatro revoluciones internacionales… Hasta le pasé unos poemas, que después fueron Conversaciones con la alpargata.
–¿Guarda algún recuerdo bello de aquellos días?
–Antes de salir, estábamos en el penal de Libertad, y una noche los policías nos dicen que salgamos con una frazada al patio. Nos pusieron en línea… Y ahí la vimos. Había una luna que era impresionante. Hacía 13 años que no veíamos la luna. Nos quedamos encandilados, nos tropezábamos, no podíamos dejar de verla.
–¿Y cómo se vive la libertad después de algo así?
–Y… fijate, no salíamos a caminar. Salíamos a respirar. Y después estaba Sendic, el Bebe (se refiere a Raúl Sendic, fundador del MLN-T), que nos sobrevolaba intelectual y pragmáticamente. Un día, antes de que nos liberaran, mientras estábamos pasando un lampazo en el penal, pasa un papelito que dice: «Vamos a salir, y vamos a integrarnos a la lucha institucional y democrática, sin cartas en la manga». Y el resto hizo silencio, y lo hicimos. Lo que hicimos fue exactamente eso.
Memoria y política
El 12 de marzo de 1985 las cárceles de Uruguay se abrieron. A tan solo dos semanas de que asumiera Julio María Sanguinetti como presidente constitucional y gracias a una ley de amnistía, fueron liberados todos los presos políticos. Cuatro años después, los Tupamaros se unieron al Frente Amplio, como parte de ese proceso político que Sendic vislumbró en un trozo de papel, aun en pleno encierro.
Cuando Mujica cruzó la puerta del penal, su salud estaba frágil. Sus compañeros temían por su cordura. Sin embargo, a las pocas semanas organizó un acto político donde le habló a la juventud. Mientras tanto, Rosencof volvió a las letras, para dejar testimonio de lo que vivieron. Así nació Memorias del calabozo, escrito de los recuerdos con el Ñato, que se transformó en uno de los retratos más acabados de lo que fue la dictadura en Uruguay, y que ahora llegará a la pantalla grande bajo la dirección de Álvaro Brechner.
–¿Cómo caracterizaría el proceso de memoria en Uruguay?
–Las cosas no se desarrollan tan rápidamente como uno quisiera. Hay que atenerse a las leyes de juego y los tiempos de la Justicia. Son cosas que no dependen de un decreto o una medida. En Uruguay hay un pacto de silencio entre los que han tenido responsabilidad en la violación de derechos humanos y en delitos de lesa humanidad que hace difícil encontrar elementos de prueba. Vos podés saberlo, pero tenés que probarlo. Es como la revolución, uno cree que en la generación de uno tienen que producirse todos los acontecimientos. Pero no. Esos acontecimientos tienen un tiempo que no depende de los años que nos tocan sobre la tierra. Fijate, en Uruguay ahora se está excavando en los cuarteles. Nosotros tuvimos algo que se llamó el «Plan Zanahoria», que consistió en mover los restos de los desaparecidos y sacarlos de los lugares donde estaban. Pero en los cuarteles se han encontrado restos…
–¿El pasado se resiste a desaparecer?
–No, el pasado no desaparece. Por más que se resista.
–¿Por qué, a diferencia de otros movimientos armados en América Latina, los Tupamaros lograron afianzarse en democracia e incluso llegaron a tener un presidente?
–Primero, nosotros siempre fuimos una organización política en armas. Es decir, nunca caímos en la dicotomía de «parlamento o lucha armada». Siempre mantuvimos vínculos con el movimiento obrero y con el movimiento estudiantil, además de las otras organizaciones políticas que no estaban en la línea que nosotros nos habíamos establecido. Por otro lado, formamos parte de una estructura insólita que es el Frente Amplio, presidida por un general democrático como el general Líber Seregni, que hoy cuenta con la participación de demócratas cristianos, bolches, tupas, socialistas y nacionalistas, donde se discute, hay congresos y se acata lo que resuelve la mayoría. La popularidad del Pepe hizo que fuera candidato y que fuera presidente, y hoy lo siguen demandando.
–¿Volverá Mujica a candidatearse?
–Las encuestas lo quieren otra vez. Pero anda por los 82. Como él dice, no le da la biología…
–¿Esa capacidad de consenso es una de las causas que explica que hayan llegado al poder?
–Pero nosotros no llegamos al poder, llegamos al gobierno. No es lo mismo.
–Las últimas elecciones en Francia, el triunfo de Trump en Estados Unidos, el escenario en la región… Hay quienes afirman que las izquierdas entraron en un camino de franco retroceso.
–No creo en esa palabra. Todo es un camino, todo es andar. Y en eso es importante tener en cuenta nuestros propios errores.
–Pero detengámonos en las últimas elecciones en Francia. La opción era entre una candidata fascista y un exponente del discurso neoliberal.
–A ver, creo que Emmanuel Macron pasa a ser una respuesta que distiende la tensión de una Europa que puede desmembrarse, haciendo todo mucho más difícil. Lo que me resulta más alarmante es que en Suecia, Alemania u Holanda aparezcan personajes como Marine Le Pen, heredera de un padre fascista, pero con una técnica mucho más sonriente y menos agresiva. Es importante que se haya derrotado la derecha fascista en Francia. Por lo menos habilita un interlocutor con el que se puede dialogar, más allá de que no se ajuste a lo que estrictamente deseamos.
–La pregunta es cómo se llegó a ese escenario. En un país con una profunda tradición de izquierda, la gente terminó eligiendo a aquel candidato que les prometió profundizar una reforma laboral que hasta ahora solo se tradujo en mayor desempleo.
–Algo se ha hecho mal, y eso claramente explica esto que pasó en Francia, de la misma manera que en Estados Unidos. El panorama es muy difícil. Pero no creo en esto de que la gente no esté más enamorada de la política.
–¿Y qué fue lo que a Mauricio Rosencof lo enamoró primero?
–Hay un principio que aparece en un libro que cuenta cómo vivían los primeros cristianos, y que comienza diciendo que tenían todo en común y que cada cual retiraba según su necesidad. Lo que me llevó a la conclusión, apresurada pero firme, de que los primeros cristianos eran marxistas (se ríe).
–Pero ha optado finalmente por el camino de la literatura.
–No, no es una elección. ¿Por qué no se pueden hacer las dos cosas? Hoy no me caben dudas, la revolución es un poema épico.