Los graves daños que el ajuste y la recesión provocan en las micro, pequeñas y medianas empresas motivaron crecientes reclamos legislativos de declaración de «emergencia» de ese segmento. Medidas gubernamentales para dar una tregua al sector.
26 de abril de 2019
Bobinado. Las firmas de menor tamaño –como las textiles– son el eslabón más débil de la cadena y con menos recursos para sobrevivir. (HORACIO CULACIATTI)
Todo parece indicar que la caída continuada del consumo popular en los primeros cuatro meses del año, después de la debacle de 2018, se mantendrá en lo que queda de 2019 más allá de las ilusiones y malabarismos gubernamentales. Es que no parecen haber perspectivas ciertas de mejora real (a lo sumo, el retroceso perderá velocidad) bajo los rígidos parámetros impuestos por el Fondo Monetario Internacional (FMI). De allí que analistas de todo signo (incluso oficialistas) asignen pocas chances de éxito a las últimas medidas, supuestamente orientadas a frenar la inflación y reactivar la economía. Por eso, más allá del permanente apoyo de los grandes medios a las políticas de Cambiemos, y de subterfugios, como la quema de recursos de una deuda imparable para «calmar» la cotización del dólar, el amplio segmento de las pymes reclama un giro decidido que termine con la pesadilla y reencamine el rumbo productivo.
En el Congreso Nacional, como en las Legislaturas de varias provincias (la de Buenos Aires, entre ellas), se presentaron distintos proyectos de ley de Emergencia Pyme como vía para evitar la continuidad del derrumbe, que ya dañó o amenaza gravemente a gran cantidad de compañías, muchas de ellas cooperativas o de la economía social. Las presentaciones de cámaras y entidades de pequeñas y medianas empresas, a la vez, se acumulan casi a diario, a medida que se agudizan los factores de deterioro (generales o específicos de cada actividad).
La Asamblea de Pequeños y Medianos Empresarios (Apyme), por ejemplo, advirtió que el año pasado la mortandad de empresas creció más del 1.000%: «Según estudios comparativos entre las altas y bajas de los registros de AFIP, 2018 arrojó un saldo neto de 10.322 empresas menos en la Argentina, de las cuales el 96% eran pymes de hasta 50 trabajadores», indicaron desde la Asamblea. De acuerdo con estos cálculos, se estima que cierran unas 40 empresas por día (solo considerando la economía formal), mientras que entre enero de 2018 e igual mes de este año perdieron su empleo 139.191 trabajadores registrados.
El presidente de la Asociación de Empresarios Nacionales (ENAC) Leo Bilanski, advirtió por su parte que «es necesario salir al rescate de 5.000 empresas que pueden cerrar antes de diciembre. Ya el año pasado anunciamos que 25 empresas bajaban sus persianas cada 24 horas y ahora estamos a punto de duplicar ese número», precisó el dirigente.
Golpes y efectos
Los listados de causales de la actual problemática pyme (más de 820.000 empresas) son coincidentes. Comienzan por la alicaída demanda, reflejo de la alta inflación paralela a la deflación de salarios, jubilaciones y asignaciones. Está claro además que tasas de interés de más del 60% por un largo período no son neutras; como tampoco pueden obviarse los costos dolarizados a partir de las decisiones sobre tarifas y combustibles adoptadas para engrosar las ganancias de la industria petrolera y energética en general.
Otro golpe para las pymes (y los consumidores) provino de la sustancial suba de precios de alimentos (lácteos, carnes, harinas, etcétera), a partir de la rentabilidad atada al dólar de grandes productores de granos y ganaderos. Entre otros efectos, la Federación Panaderil de la provincia de Buenos Aires denunció que en lo que va del año cerraron sus puertas definitivamente cerca de 300 comercios. Es que en marzo de 2018 la bolsa de harina de trigo costaba 350 pesos y en abril de este año llegó a 850 pesos.
Desde luego, no parece necesario hacer demasiados esfuerzos para reconocer ese panorama. O el daño derivado de la desprotección a la industria local y a las producciones regionales. Todo está a la vista.
La mirada oficial, sin embargo, es bien otra y la resumió el propio presidente de la Nación, cuando instó a «remar y no llorarla». O el exministro de Producción, Francisco Cabrera, quien afirmó que solo se funden las pymes que «no son competitivas».
Resulta difícil de entender, si esto fuera así, por qué el promedio de uso de capacidad instalada en la industria cayó en febrero al 58,5%, el peor registro desde la crisis de 2002. Peor aún, en alimentación, siempre según la estadística del Indec, es de 57,6%; en textiles solo se utiliza el 43,2% de las instalaciones productivas; mientras en el sector automotor la proporción es todavía más reducida, del 42,1%.
Esa parálisis afecta a todo tipo de actividades y tamaño de plantas, pero está claro que las de menor tamaño, el eslabón más débil de las distintas cadenas, son las peor paradas para capear el temporal.
Bilanski fue gráfico al criticar el rumbo «mata pyme» emprendido por el Gobierno nacional. «La AFIP termina llevando las fábricas a la informalidad o al cierre, mientras la apertura de importaciones y las tarifas que no dejan de aumentar carecen de todo sustento económico», sentenció. En Apyme, en tanto, cuestionaron los anuncios oficiales sobre beneficios orientados a un puñado de empresas exportadoras, «es decir, menos del 3% de las unidades que aún subsisten», en vez de atender las necesidades acuciantes de la inmensa mayoría de mipymes vinculadas con el mercado interno. Precisamente, aquellas cuya emergencia es más evidente a medida que se sigue profundizando la crisis.