27 de septiembre de 2018
Hace dos meses, el objetivo del gobierno para 2019 era un déficit fiscal primario (antes del pago de intereses de la deuda) del 1,3% del PIB. Ahora, «tormenta» y exigencias del FMI mediante, se pretende un esfuerzo aún mayor: 0%.
Esta introducción merece dos reflexiones: ¿es plausible que, dadas las condiciones en las que se pretende hacerlo, la eliminación del déficit fiscal genere una mejora en el bienestar social? Y la segunda: ¿por qué se instala la reducción de este déficit primario como objetivo prioritario del gobierno?
Lamentablemente, la respuesta a la primera pregunta es «no». La visión ortodoxa de que el equilibrio en las cuentas fiscales lleva indefectiblemente a que el mundo confíe en el país y se genere un ciclo de crecimiento económico y empleo es, bajo el actual modelo, una falacia. En efecto, los recortes en el gasto público, junto con los altos niveles inflacionarios y la caída real de los salarios, ya están haciendo mella en el consumo interno, lo que redunda en menores ingresos fiscales, y entonces un mayor esfuerzo le será requerido a la sociedad para llegar a un objetivo que se va corriendo en el tiempo.En cuanto al segundo interrogante, cabe destacar que los organismos internacionales otorgan financiamiento a los países de la periferia a cambio de asegurarse algo fundamental: la capacidad de repago. Bajo ese precepto se encargan de «revisar» periódicamente las políticas macroeconómicas de sus deudores para que garanticen un saldo fiscal suficiente que permita afrontar los pagos de intereses de la deuda. El próximo año, por ejemplo, junto con el déficit cero, se estima un déficit financiero (mayormente intereses) del 3,2% del PIB.
En definitiva, no se trata de elegir entre el ajuste o el caos, hay otros caminos posibles, con un modelo diametralmente opuesto, claro.