8 de julio de 2021
Médica y cineasta, documentó en la primera línea de fuego la lucha contra la pandemia y dirige un proyecto innovador de atención a pacientes con COVID-19.
Es incansable. Silvia Kochen despliega un abanico tan extenso e intenso de actividades e intereses que ni una pandemia como la actual logra que se repliegue. Más bien todo lo contrario. Doctora en Medicina, docente, investigadora y cineasta. En todos esos frentes se manifiesta su pasión y creatividad. Además de ser madre de dos y abuela de tres.
Profesora adjunta de la cátedra de Neurología en la Facultad de Medicina de la UBA e investigadora principal del CONICET, dirige el Centro de Epilepsia del Hospital Ramos Mejía, de la Ciudad de Buenos Aires, nosocomio público referente en el tema a nivel nacional.
Luego de recibirse, viajó a Francia para formarse en epilepsia. Lo que le interesaba de esta dolencia es que ofrece un excelente modelo para entender el funcionamiento del cerebro. Pero además, como existen tratamientos para la inmensa mayoría de pacientes, le resulta gratificante trabajar en esta temática. Durante su estadía en el exterior conoció a feministas de las que aprendió mucho, entre otras cosas a ver cómo se naturalizan de diferentes maneras situaciones de discriminación. Pero también ganó el ímpetu para darse cuenta de que ese estado de cosas se podía cambiar y que ella, y otras, podía impulsar ese cambio.
Ya de regreso en Argentina, a mitad de la década del 90, cuando se estaba preparando el foro paralelo a la Conferencia Mundial sobre las Mujeres «Beijing 1995», Kochen coincidió en un encuentro de ciencia con la filósofa Diana Maffia y con Ana Franchi, actual presidenta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Las charlas entre ellas sirvieron para comenzar a reflexionar sobre la realidad desventajosa de las mujeres en la ciencia y la tecnología, algo que hasta el momento estaba completamente invisibilizado, por lo menos a nivel local. Por ese entonces no existía un registro de la cantidad de varones y mujeres que conformaban el CONICET, ni de las categorías que ocupaban o de quiénes integraban las comisiones. Maffia, Franchi y Kochen, de manera muy artesanal, empezaron a buscar datos «duros» y también indagaron en las trayectorias personales de numerosas investigadoras. Así pudieron sacar a la luz el sexismo que regía el sistema científico. Si bien muchas mujeres llegaban a la universidad (algo notoriamente distinto a lo que sucedía tan solo tres décadas antes), muy pocas lograban arribar a los puestos más altos en la carrera de investigación, y tampoco llegaban a los lugares de toma de decisión y liderazgo en el sistema científico. Esta tarea pionera en el país fue el puntapié inicial para crear la Red Argentina de Género, Ciencia y Tecnología (RAGCYT), de la cual Kochen es actualmente secretaria y responsable, entre otras cosas, del ciclo «Cerebro y mujer», que acaba de lanzar su segunda edición.
En los últimos años, sin duda, el centro de operaciones de Kochen ha sido la Unidad Ejecutora de Estudios en Neurociencia y Sistemas Complejos (ENYS), dependiente del CONICET, el Hospital El Cruce Dr. Néstor Kirchner (de Florencio Varela) y la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ). Al frente de la ENYS –un espacio de investigación, docencia y transferencia– moviliza mil y un proyectos, como la maestría en Neurociencia, el Centro de Epilepsia, el Servicio Tecnológico de Alto Nivel (STAN) de Control de Calidad de Cannabis y coordina la Red de Cannabis y sus Usos Medicinales (RACME) del CONICET. Además, desde el año pasado lidera uno de los proyectos para enfrentar la pandemia que ganó el financiamiento del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Nación.
Aunque por su edad y especialidad médica podría haber optado por quedarse fuera de los hospitales en donde se atiende a pacientes internados por COVID-19, eligió participar de la de las acciones médicas desarrolladas para contrarrestar los efectos de la pandemia. No en la zona caliente de las Unidades de Terapia Intensiva, sino al frente de un equipo multidisciplinario con el que desarrolló y puso en marcha un «tablero epidemiológico» en línea para la Región Sudeste del Gran Buenos Aires, que abarca los municipios de Florencio Varela, Quilmes, Berazategui y Almirante Brown.
Con el propósito de minimizar los impactos de morbimortalidad en los pacientes internados con diagnóstico de COVID-19, se organizó una red de todos los hospitales públicos de esta región del Conurbano bonaerense, que tiene una población de aproximadamente dos millones de habitantes. El proyecto que coordina se llama «Intervenciones de control y prevención epidemiológica en la población de la Región Sudeste del Gran Buenos Aires afectada por la pandemia de COVID-19». Recientemente la revista Scientific Reports publicó un artículo de Kochen y su equipo en el que se ofrecen detalles sobre este desarrollo y su implementación, que es particularmente original tanto a nivel regional como internacional, por recabar información crítica sobre los sectores más vulnerables de la población: los de menores ingresos y los de nivel educativo más bajo.
–¿Cómo se le ocurrió armar este proyecto cuando en realidad usted estaba en un área que, en teoría, no se conectaba directamente con los requerimientos sanitarios de la pandemia?
–Cuando empezó la pandemia yo sentí que era muy grave lo que se estaba viviendo, entonces me pareció que quería estar y participar como pudiera para hacer frente a esta situación. Así como yo sigo atendiendo pacientes con epilepsia en el hospital, decidí que me quería involucrar, por una cuestión ética, como investigadora del CONICET. Yo manejo bien bases de datos, epidemiología, y pensé que desde ahí podía ayudar. Un día me acerqué al director del Hospital (El Cruce) y le pregunté en qué podía colaborar. Entonces él me dijo que no tenía datos sobre los recursos con los que contaba. Porque el Hospital El Cruce es referente de la Red Sudeste del Conurbano, pero siempre funcionó con dificultades, justamente porque no se maneja la información necesaria. Entonces era vital tener eso. Empezamos a hablar con la gente de los diferentes centros de atención y a entusiasmar a todo el mundo, armamos un equipo de trabajo en el hospital El Cruce y con gente del Instituto del Cálculo de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (de la UBA), y desarrollamos una plataforma epidemiológica online.
–¿Para qué sirve este «tablero electrónico»?
–Es una herramienta open source (de código abierto) con la que todos los actores involucrados pueden ver con qué recursos cuenta cada uno de los centros de atención de la región. Es maravilloso porque la gente lo puede usar y se sabe cuántas camas tiene, quién no tiene más lugar para recibir pacientes, dónde hay disponibilidad para hacer derivaciones. Eso está en línea todo el tiempo, lo ve todo el mundo. Se pueden gestionar mejor los recursos que se tienen, evidenciar los que faltan para poder solicitarlos, es una herramienta fuertísima. Entonces, hay una cosa realmente de trabajo en red, colaborativa. Después empezamos a profundizar más con los datos, en un segundo nivel, que permite obtener información detallada de cada paciente: si es hombre o mujer, si tiene enfermedades preexistentes, en qué estado de gravedad está, si tiene riesgo social. Y esa información permite, por ejemplo, ver si un paciente al que se le podría dar el alta tiene las condiciones afuera como para poder aislarse o seguir cuidándose.
–¿Cómo están viviendo la segunda ola de COVID-19 en la Región Sudeste del Conurbano?
–En cada uno de los partidos que abarca esta zona hay hospitales que son históricos y otros modulares, que se crearon muy rápidamente por la pandemia. A partir del mes de abril hubo un incremento de la cantidad de pacientes como no se vio en el pico de la pandemia en 2020, con los hospitales al límite de sus recursos. Esta situación se agrava por el cansancio acumulado del personal. Consideramos que las medidas de aislamiento y el cuidado son esenciales para afrontar la situación actual, para disminuir la circulación del virus. La llegada de vacunas y la implementación del plan de vacunación a un extenso sector de la población, en especial a los de mayor riesgo, va a contribuir de manera fundamental para controlar la pandemia. Lo que estoy planteando no es ninguna novedad, sucede en el mundo entero. En Israel, por ejemplo, que es un país más chico y con un nivel económico muy alto, estaba todo cerrado hasta que pudieron vacunar a la gente, y varias veces volvían a Fase 1. En Alemania hicieron lo mismo. Sabíamos que el acceso a la salud, a nuevos métodos diagnósticos, a nuevos medicamentos no es democrático, no es equitativo. Pero ahora queda más en evidencia la inequidad del mundo en el que habitamos.
–Durante la pandemia también desplegó su tarea como cineasta. Además del mediometraje Cannabis medicinal, realizó el documental Primera línea de fuego. Honor y gratitud, sobre los y las profesionales de la salud que están atendiendo a las personas con COVID-19, que se estrenó recientemente por la Televisión Pública. ¿Cómo fue la motivación y el trabajo de filmar en los hospitales en un momento tan álgido?
–En agosto, en el pico de la pandemia, apareció mi otra cara y dije «esto tiene que ser contado». El cine es maravilloso para esto. También hubo una parte fácil para mí, yo podía entrar a un hospital, me recibía la gente y me escuchaba. Porque yo era querida, respetada, estaba trabajando a full con todos ellos, teníamos encuentros semanales para ver cómo venían las cosas, qué hacía falta, yo me involucraba en todo. Era la investigadora que coordinó ese proyecto en el que participaban, entonces tenía fácil acceso a esos lugares. Y los que hablan son los que están en la primera línea. La mayoría de la gente no sabe cómo es el trabajo de alguien que está, por ejemplo, en las terapias intensivas de los hospitales en este momento. Y a mí me pareció importante filmarlo, que se conozca ese gran trabajo que están haciendo. Yo no quería mostrar héroes de cartón sino a las mujeres y los hombres que están en esos lugares.