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Gabriela, por su nombre

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Ariel Scher

La vuelta de Sabatini en un torneo de exhibición reafirmó el idilio con la gente. Su identidad, marca registrada de una historia que desafía el tiempo.

Roland Garros. Junto a su pareja en dobles, la también argentina Gisela Dulko, durante el Torneo de Leyendas que tuvo lugar en el grand slam parisino.

TÉLAM

Una cosa es ser deportista excepcional o ser foto en la pared de mil habitaciones. Y otra cosa es ser Gabriela. Gabriela. Sin requerir ni de más ni de menos. Por ejemplo, sin apelar al apellido. Y eso es mucho. Porque desde la viejísima China o desde las lógicas de las burguesías generadas durante la Revolución Industrial, la historia humana es una colección de apellidos. En el colegio, en el padrón electoral, en la formación de los equipos, en la boleta de la luz, los apellidos son la regla que ordena la historia. Inclusive, en los rankings de tenis. Con cualquiera. Pero no con Gabriela. Porque Gabriela era un poco Sabatini cuando relumbraba en las canchas y sigue siendo otro poco Sabatini ahora, en los días durante los cuales apoyó las suelas en Roland Garros hasta ser subcampeona del torneo de estrellas junto con Gisela Dulko para reinstalar esas luces. Pero casi nada Sabatini al lado de tanta Gabriela.
¿Cuánta gente es tanto nombre sin necesidad de recurrir a la huella dominante del apellido? ¿Cuánta gente y por qué apenas un puñadito? ¿Cuánta gente de ese puñadito, además, resiste a un adversario como el tiempo sin que se le extravíe el afecto popular y sin dejar de portar una identidad que cabe en un nombre?
Plantea Mariano Nagy, historiador argentino experto en genocidios y alguien formado en el periodismo a partir de su pasión por el tenis (y por Gabriela), a Acción: «Además de su condición de gran jugadora, hay algo de la persona que es Gabriela, algo que se percibe aun sin conocerla de cerca. Algo que siempre comunicó su figura. No de casualidad existe un consenso muy homogéneo sobre su don de gentes. Entre muchas, la anécdota que mejor la pinta es su generosidad cuando a Mónica Seles la acuchillaron mientras jugaba: Gabriela se pronunció a favor de mantenerle el número 1 del ranking».
Especialistas en tenis de todas las geografías coinciden en que la perdurabilidad del lazo social con Gabriela se encadena desde la marca de origen. Emergió como una piba talentosa y bonita en un momento cumbre del circuito femenino. Fue adversaria de líderes de la generación anterior como Chris Evert y Martina Navratilova (que disputó el último partido de su carrera inempatable frente a Gabriela y lo consideró un honor) y deslumbró en el centro de una generación que, con estrellas de la talla de Steffi Graf o de Seles, desbarató centralidades masculinas en la historia del deporte y capturó más atención que las competiciones de los varones.

A través de los años
En su libro Elogio de la belleza atlética, el ensayista alemán Hans Ulrich Gumbrecht explica la relación de multitudes con el deporte a partir del placer estético. Parece que alude en muchos párrafos a Sabatini. Y lo puede suscribir cada testigo del tenis de Gabriela inclusive sin haber rozado una sola página de Gumbrecht. Esa manera de transitar la cancha, esa elegancia en cada golpe, ese revés con una mano en el que viajaba algo a lo que, sin vacilaciones, es posible llamar arte.
Nada de eso la condujo a convertirse en la más ganadora (un montón sí, pero un montón más chico que el de otras cracks: el Abierto de los Estados Unidos, dos veces el Masters, la medalla plateada en la cita olímpica de Seúl) ni a eludir, en su época, los cuestionamientos exitistas por no atrapar el número 1 del planisferio. En Roland Garros, un emblema casi hecho a su medida, fue semifinalista en cinco ocasiones y finalista en ninguna y en Wimbledon escaló hasta una final. Lo notable, acaso lo más retratador de su itinerario, consiste en que, antes y en todos los después que llegaron, fue percibida como una campeona. Y como Gabriela.
El periodista José «Chiche» Almozny, quien acompañó paso a paso la carrera de la tenista, ofrece una hermosa síntesis, en diálogo con Acción: «Parece una tontería decirlo así, pero no hay otro modo: Gabriela es lo que es. Tal cual. No vende una imagen. Humilde, generosa, buena gente. Siempre dispuesta al abrazo, a la foto. La adoran las tenistas por su condición de buena compañera. Y la quieren mucho los y las deportistas de otras actividades porque siempre está, siempre respalda. Y, claro, tenía un talento único. En la Argentina fue revalorizada. Y esta última aparición en Roland Garros quizás cristalizó todo lo que supo construir».
Un tenis de encantos, una serie de contextos, un sello en la conducta, una reivindicación del juego, muchas cosas pobladas de argumentos, unas cuantas sensaciones que no poseen argumentos: la suma de todas las partes da Gabriela. En una de esas, como el Diego, tan diferente, tan semejante y –en sintonía con Gabriela, que lo quería mucho– tan irrepetible. La especie de quienes poseen un apellido notorio y ni lo necesitan.
O, tal vez, nada de eso. Y sí lo que evoca un seguidor del tenis que, en algún septiembre, pisó Nueva York mientras transcurría el Abierto de los Estados Unidos. Le sobraba suerte: la mejor tenista argentina de la historia iba rumbo a desparramar imaginación en una cancha. Hacia allí marchaba, mientras, desde uno de los múltiples puestos de comida que circundaban a los escenarios de juego, reconoció los paladares de Los Beatles. Sonaba un tema precioso pero sin fama excesiva. Preguntó el título. «You know my name» le contestaron, o sea «Tú conoces mi nombre».
Eso. Gabriela. Gabriela, pasen o no pasen los años, es ese nombre.

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