11 de febrero de 2015
Para el pedagogo italiano Francesco Tonucci, las ciudades contemporáneas restringen la autonomía de los niños y la posibilidad de vivir experiencias fundamentales para su desarrollo.
A los 74 años, en Francesco Tonucci coexisten el pelo cano y las arrugas propias de su edad con la espontaneidad natural de un niño. Este pedagogo y dibujante italiano lleva décadas dedicado al estudio y la defensa de la infancia. En 1991, publicó «La ciudad de los niños», un proyecto que se aplicó en Fano, su pueblo natal, y que se ha expandido a otras 200 comunidades, en Italia, España y Latinoamérica. A grandes rasgos, lo que plantea es restituir la ciudad a los niños, quienes, debido al desarrollo tecnológico y la información con que cuentan, hoy «saben todo», pero cuya «autonomía de movimiento ha descendido, porque no tienen la experiencia de moverse, de practicar el espacio y el tiempo, de vivir la emoción de la aventura, del descubrimiento, del riesgo y del placer». Y que, por si fuera poco, viven en urbes donde «la mayor parte del espacio público está dedicado a los autos y no a las personas».
Luego de su primera visita en el año 2000, Tonucci mantiene un vínculo permanente con la Argentina. A petición suya, hace 8 años se formó en Rosario –donde ahora los niños intervienen en el diseño y mejoramiento de su ciudad– el Laboratorio Latinoamericano de la Ciudad de los Niños, que nuclea a muchas localidades, entre las que se cuentan Buenos Aires y Mar del Plata.
Desde 1968, bajo el seudónimo de Frato, este «defensor de los niños» firma, además, unas viñetas que caricaturizan la realidad de la escuela. Así ha obligado al sistema escolar a cuestionar sus modelos de formación o a reírse de sí mismo. Tonucci también ha sido presidente del Comité Italiano de Televisión y Menores. Actualmente, es colaborador de la Ciudad de la Ciencia de Nápoles, con «El taller de los pequeños», y contribuyente científico del proyecto «El museo de los niños», de Roma.
El año pasado, Tonucci fue el orador principal del seminario sobre «Ciudad, niñez y derechos» que se llevó a cabo en la Universidad Diego Portales (UDP), en Santiago de Chile. Claro y preciso, el pedagogo dijo allí que las ciudades actuales le hacen pensar en castillos amurallados. «Adentro, viven pocos: los ricos, poderosos. Afuera, el vulgo que depende del dueño del castillo. La ciudad moderna nació rompiendo ese esquema, con una plaza como centro, donde se asomaba una catedral y un palacio de gobierno, y con un mercado, como reflejo del intercambio, del encuentro. En Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, tuvimos que reconstruir ciudades. Se retomó el modelo de castillo. Otra vez, nacieron las periferias como nuevo vulgo, y se crearon barrios para distintos niveles sociales».
Según Tonucci, esto, que puede aplicarse al resto del mundo, ocurrió porque «la ciudad eligió a un ciudadano prototipo: un varón, adulto, trabajador. Esta definición me inquieta, pensando que los que no trabajan aún, que no trabajan más o que no pueden trabajar, en alguna medida, son menos ciudadanos. Una ciudad que elige este prototipo termina por olvidarse de los que no son varones, ni adultos ni trabajadores. Además, se compromete a reconocer su juguete preferido, el auto, como el ciudadano principal y dueño de la ciudad, como estamos observando y viviendo ahora».
–¿Qué dicen los niños?
–Este mal aprovechamiento lo denuncian: en 1992, en la Cumbre de Río, una chica canadiense que representaba a los niños, terminó su intervención diciendo: «Lo que ustedes hacen me hace llorar por las noches». Algo terrible. Y Victoria, una niña de Rosario, en un encuentro, me dijo: «La culpa de todo es de los mayores, hay que ponerles límites a los mayores».
–¿Las ciudades actuales atentan contra la niñez?
–No es que las ciudades se propongan atentar contra la infancia. Aparentemente, las ciudades bien administradas se preocupan mucho, porque promueven servicios a favor de la infancia, pero, si miramos atentamente, estos servicios no se hacen de acuerdo con las necesidades de los niños, sino a medida de las necesidades de sus padres. Las escuelas, por ejemplo, no funcionan basándose en la necesidad de socialización ni en el desarrollo cognitivo u otros aspectos intrínsecos de la niñez, sino pensando en número de horas de padres trabajadores, que no saben dónde dejar a sus hijos.
–O sea, actúan como guarderías…
–A pesar de que a veces están bien hechas, superan la idea de la guardería, proponiéndose como estructuras educativas, planteando actividades interesantes, pero el objetivo primario, insisto, es satisfacer las necesidades de adultos. Ocurre lo mismo con otras categorías débiles: ancianos, discapacitados. Todo se diseña pensando en los parientes o cuidadores a cargo. Esto crea problemas indirectos, pero muy fuertes. La ciudad se ha ido volviendo cada vez más hostil para los minusválidos, los ancianos y los niños que, prácticamente, no pueden salir de casa. Las ciudades están creando problemas, porque dificultan una experiencia directa de los niños con su territorio, que es la experiencia del juego. Es un impedimento grave al cual las ciudades deben poner remedio.
–¿Cómo sería la ciudad ideal?
–No es tan complicado pensarla, por ahí, sí hacerla. En realidad, es como tendría que ser una ciudad normal: una ciudad en que se reconozcan los derechos de todos los ciudadanos. Hoy, más del 60% del espacio público está privatizado por presencia de autos o de estacionamientos. Esto es injusto, porque una minoría de la ciudad se apropia de ella. Todos los ciudadanos somos peatones; los conductores son una parte. Tendría que ser una ciudad pensada para todos, no para unos privilegiados. Para el planeamiento urbano tendrían que tomarse en cuenta varios elementos básicos. Caminos y veredas lo suficientemente anchos, como para que una persona no tenga que caminar detrás de otra. El nivel de la vereda tendría que ser parejo para el tránsito de las personas, de modo que gente en sillas de ruedas o con cochecitos con bebés, o ancianos no tengan que bajar ni subir. Una ciudad que considere espacios públicos que sean públicos, realmente, o sea, que cada ciudadano los pueda utilizar. Continúan los espacios separados y cerrados. Las zonas de juegos de los niños tendrían que estar conectadas con los espacios donde los adultos pueden pasear o leer un periódico. De otro modo, son una forma de exclusión; una manera de no tener a los niños en medio, así no «molestan». Si hay niños, no podemos portarnos como queremos, portarnos mal, como cuando conducimos o nos relacionamos con otros adultos. La presencia de los niños es moderadora, con lo cual tendría que ser buscada como un elemento de intervención «ecológica», de seguridad.
–Usted ha dicho que el modelo actual promueve que los niños no salgan de casa y que los padres les estén siempre encima. ¿Qué impacto tiene esto?
–Un niño que no sale de casa no puede descargar energía como lo necesita. Los padres lo inscriben en una escuela de fútbol o de baile, pero eso no basta, son escuelas. Sus movimientos son controlados por personas que lo cuidan esperando que sea el mejor. No puede correr, ensuciarse, trepar, pelearse, pegarse, a veces. Los niños que no pueden salir de casa solos no viven las experiencias de riesgo ni de enfrentar obstáculos, que permiten elaborar estrategias para vivir la vida. La gran neuropsiquiatra infantil Françoise Dolto decía que jugar para un niño era conseguir la actuación de un deseo a través de riesgos. Si no puede satisfacer este deseo de transgresión de pequeño, esas ansias se acumulan, crecen y explotan en la adolescencia. Como el deseo es tan fuerte, pueden salir de forma peligrosa. Creo que dramas de la adolescencia, como el alcohol, las drogas, los accidentes de tránsito, el vandalismo, el bullying y hasta el suicidio tienen mucho que ver con esta falta de libertad de hacer tonterías cuando es la hora justa.
–¿De qué manera lo que vivió en su infancia determinó su interés por el tema infantil?
–Siempre es difícil hacer una interpretación de la propia vida, porque uno termina por inventarse cosas… De todos modos, puedo decir que la escuela, sobre todo el ciclo medio, me hizo sufrir bastante. Mis dibujos satíricos son una forma de venganza (se ríe)… Me sentí traicionado. Yo tenía problemas en matemática, especialmente, con álgebra, pero era el mejor en dibujo. Eso no contaba. Lo sentía muy injusto, porque no se reconocía un aspecto de excelencia que yo tenía. Creo que todos nosotros tenemos al menos un ámbito de excelencia. Y tanto la escuela como la familia y la sociedad deberían tener la actitud de ayudar a cada uno a descubrir para qué ha nacido y convertirse en el mejor en esto. Ayudar a una persona a realizarse es ayudarla a ser feliz; es ayudarla a ser buen ciudadano, poniendo al servicio de la sociedad lo que sabe y lo que puede hacer mejor.
–¿Existen los malos alumnos o hay malos profesores?
–Creo que hablar de «mal alumno» es una equivocación. No digo que todos los alumnos son buenos, pero todos son una presencia dentro de la escuela que tiene derecho a existir. La escuela es obligatoria, eso quiere decir que está hecha a la medida de todos. Es como decir si hay buenos o malos enfermos: los enfermos son enfermos; los hospitales deben ser capaces de curarlos. Los alumnos son como son. Es la escuela la que tiene que adecuarse y ser buena para cada uno. Muchas veces se llama «mal alumno» al que no se adapta a la ideología de la escuela. Los buenos alumnos son los que se adecuan fácilmente a ella. Si la propuesta escolar es lengua, matemática y ciencias, todos los que no se reconocen en este abanico estrecho, fracasan, con lo cual la escuela los considera malos alumnos. La escuela que pide a los alumnos que estén sentados, quietos 4 o 5 horas seguidas, considera malos alumnos a los que se mueven, los hiperactivos. Muchas veces, buscan ayuda médica. Esto es contradictorio porque los chicos de 8 o 9 años son muy activos.
–¿Cuál tendría que ser el papel de la escuela ahora?
–No puede ser el de dar nociones. Hoy la información llega a nuestros niños desde muchas fuentes. La competencia con estas hace más débil a la escuela. Es una razón más para que entienda que su naturaleza y sus objetivos deben ser distintos. La escuela debe hacerse cargo de los procesos cognitivos más complejos. Que los alumnos aprendan a trabajar juntos. Trabajar en equipo es un desafío muy importante que prepara para la vida; esto no lo enseña ni la tele ni Internet. También, enseñar una metodología científica. Que los chicos no solo memoricen las palabras del maestro ni del libro, sino que aprendan a plantear hipótesis, a confrontar el pensamiento con la realidad y formar un nuevo pensamiento. Otro mecanismo fundamental es fomentar la creatividad, que los alumnos busquen caminos distintos, no una única solución que gana una nota alta. Ese es un error de muy bajo nivel.
–¿Son útiles los deberes?
–Las tareas son una equivocación pedagógica y un abuso. Deberían servir para ayudar a los alumnos débiles, pero ello no ocurre. Los niños menos capaces normalmente tienen familias que saben menos que los propios niños. Coinciden con las familias más frágiles, social y económicamente. Estos niños o no hacen las tareas o las hacen mal. Al día siguiente, la diferencia entre ellos y los niños más capaces es mayor… Con esto no digo que no tenga que haber actividad de recuperación. El maestro sabe qué les hace falta a los alumnos y tiene que encontrar un tiempo para hacer esto. Si hay una falta de aprendizaje, seguro, una parte de responsabilidad es de la escuela… El abuso es porque, así como la Convención de los Derechos del Niño, que en Argentina es ley desde 1990, dice en el artículo 28 que los niños tienen derecho a la educación, en el artículo 31 establece el derecho al juego. Son dos artículos. No es que son 10 partes para la educación y una parte para el juego. Tendrían que respetarse por igual. No tengo dudas de que el juego tiene la misma sino más importancia que el estudio. La escuela no tiene derecho a ocupar un tiempo que no es suyo. En otros espacios, como condominios, hay carteles que prohíben jugar en las escaleras o en el patio. Son ilegales.
–¿Cuáles otros derechos son los menos respetados, en estos tiempos?
–La parte más desconocida de la Convención, que es la más revolucionaria, reconoce a los niños como ciudadanos. Algo por lo que, normalmente, se tiene que esperar hasta los 18 años. O sea, la infancia vale por lo que será mañana, no hoy… El artículo 12 dice que los niños tienen derecho a expresar su opinión sobre temas que los afectan y que esta tiene que tenerse en cuenta. Es una promesa impresionante y una mentira total. Significa que, en la ONU, los adultos prometieron a los niños que no tomarían más una decisión sin consultarles… Esto no se hace. Nosotros sugerimos un consejo de alumnos de gobierno de la escuela. Podría llevarse a hospitales donde los niños tienen una larga permanencia, como los centros oncológicos…
–¿Cómo definiría a un niño feliz?
–De alguna manera, ya lo dije: creo que un niño feliz es el que puede desarrollar aquello por lo cual nació. Es decir, realizar sus sueños…
—Francia Fernández