4 de agosto de 2021
El investigador y pedagogo reflexiona sobre la educación en contexto de pandemia, analiza la influencia de la tecnología y apunta contra las imposiciones a la niñez.
Investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la Argentina (CONICET) y del Área de Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)-Argentina, Carlos Skliar es doctor en Fonología con Especialidad en Problemas de la Comunicación Humana y realizó estudios de posgrado en el Consejo Nacional de Investigaciones de Italia, en la Universidad de Barcelona y en la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, Brasil.
Actualmente coordina los cursos de posgrado Pedagogías de las diferencias, Entre cuerpos y miradas y Escrituras: creatividad humana y comunicación (junto con Violeta Serrano García) en la sede local de FLACSO. Ha sido profesor visitante en diferentes instituciones del extranjero y es miembro editor y consultor de más de 50 revistas nacionales e internacionales en el área de la educación, la filosofía y la literatura. Entre sus libros cabe mencionar La escritura. De la pronunciación a la travesía (2012), Experiencias con la palabra (2012), Pedagogías de las diferencias (2017), Como un tren sobre el abismo (2019), Ensayos en lectura (2020) y Mientras respiramos (2020).
Carlos Skliar gesticula y es enfático al hablar. Cuando dice que algo lo apena no hay dudas de que lo dice desde las entrañas, lo mismo cuando algo lo entusiasma. Y todo ese algo suele tener un ancla en la educación. «Desde hace un tiempo vengo pensando que la época anterior a la pandemia había ya producido una separación dolorosa entre niñez e infancia, es decir, que la mayoría de los niños había perdido la posibilidad de una experiencia de tiempo de intensidad, no sometida a la lógica de las finalidades, las utilidades, a la exigencia de rendimiento. No solo la niñez habría perdido su infancia sino la humanidad en general», reflexiona. Sostiene que «la solución por los derechos es una parte del problema, quizá su carácter más enunciativo, pero hay algo más, y tiene que ver con que buena parte de la actividad preescolar y escolar sea capaz de “devolver” infancia a la niñez». Más allá de las cronologías del aprendizaje, los manuales y las nuevas plataformas de consulta, aquello «es lo más formativo, lo que se recordará con el paso tiempo, lo que hará que una nueva generación no se “adultice” tan rápida y dolorosamente», asegura.
Pedagogías de las diferencias es el nombre de uno de los cursos que dirige y el título que dio a uno de sus libros. La propuesta es una buena síntesis de su aporte y sus intereses: formación filosófica, política y pedagógica a propósito de un modo de conversación en educación que hace de la multiplicidad su rasgo esencial y avanza hacia cuestiones tales como la fragilidad del aprendizaje, la incógnita del enseñar, el problema de la igualdad, la experiencia estética, la narratividad, todo ello atravesado por las diferencias de edades, de cuerpos, de sexualidades y géneros, de comunidades, de lenguajes, de tiempos y espacios.
–¿Qué aprendizajes deja la crisis del COVID-19 en el campo de la educación?
–En términos generales, hay todavía una disputa para saber si las cosas continuaron o no, y no me parece menor detenerme en este asunto en particular, porque así como la vida cotidiana se ha visto interrumpida, es demasiado optimista decir que no hubo una interrupción. Sé del esfuerzo de todos, de todas, eso es evidente. Pero quisiera pensar que no se trata solo de voluntarismo y de esfuerzos sino de pensamiento, de una suerte de comunidad que piensa lo que hace. Creo que vamos a pasar demasiado rápido por esta primera disyuntiva. Tengo la sensación de que hay experiencias de todo tipo y que todas esas experiencias tienen que ser pensadas, al mismo tiempo, claro. Pensar qué hubo de continuidad, pero sobre todo hay que pensar mucho en lo discontinuo, y más aún en lo que se puede llamar la interrupción o incluso el vacío. El vacío es un lugar insondable; un lugar al cual no se puede tener acceso. Supongo que el silencio, la soledad, el dolor, la enfermedad, la angustia, el suicidio, como ha ocurrido, dan cuenta de una idea de vacío que no se puede subestimar para nada. Pero en el campo educativo hay una tendencia a seguir, a avanzar, porque la impronta de los cambios y la impronta de la novedad brilla con demasiada luz. Da la sensación de que hay toda una parte de la comunidad que sigue adelante reelaborando una cotidianidad en otros términos, pero quedan cenizas que recibo a diario y que no sé cómo se van a tratar. Hay un mar revuelto que debe ser muy difícil de gestionar en términos de política pública pero que es imposible olvidar.
–¿La escuela no educó y enseñó sobre estos vacíos a los que refiere?
–La pregunta es terriblemente pertinente. Dos problemas: el problema de cuánto la impronta tecnológica superó los modos de hacer y de preguntarse por el qué, y por otro lado, cuánto un colectivo educativo puede dar cuenta de una situación tan masiva. El primero de estos problemas alude a pensar en cómo venían siendo llenados los vacíos de lo humano hasta la pandemia, es decir, cómo la angustia, el límite, la contingencia o la soledad eran recubiertos por las industrias del entretenimiento, sobre todo. Eso continuó y se volvió todavía más ostensible, porque al utilizar la tecnología ya no solo como medio, esa tecnología ya tiene una impronta, un formato que se le parece demasiado, es decir que se ha optado por imagen y semejanza de plataformas de entretenimiento. Muy pocos han pensado en el ejercicio filosófico, en prácticas de lectura silenciosas, en la narración colectiva, el juego a distancia, o sea, en cómo colocar la tecnología en el exacto lugar de ser una mediación. El cómo es una pregunta subsidiaria del qué vamos a hacer juntos, pero la tecnología borró el qué en nombre del cómo. Y otra vez el cómo, que es una pregunta muy adulta, utilitaria y mediata, ha gobernado la educación de este tiempo. La enorme dificultad es no haber advertido que la tecnología impone puntos de vista, que no es simplemente un medio, que para que sea un medio hay mucho trabajo que realizar de anteponer los sentidos del encuentro a las formas de transmisión del encuentro. El segundo punto tiene que ver con el papel de los educadores, que con la pandemia tuvo que mutar hacia un lugar de compañía, de cuidado, de conversación, en aquellos casos en que fue posible. Pero también es cierto que para acompañar, para conversar, no vale cualquier forma. En este sentido, haber tomado ese vacío tenía un riesgo, que era el riesgo de no caer en la trampa del cuidado individual, porque aunque nos interese y nos preocupe, el cuidado es siempre de lo colectivo, la conversación es con el conjunto.
–¿Qué camino debe transitar la comunidad educativa en dirección a la pospandemia? ¿Puede la educación ser rebelde a una época?
–La mayor rebeldía que conozco en este momento es ponerse a pensar, y de hecho mucha gente lo está pensando. No creo que haya mayor rebeldía que darle a ese tiempo y a ese lugar llamado escuela una modulación completamente distinta a las industrias del entretenimiento y de la información, que son gemelas pero que se mueven por espacios distintos también. Si la escuela se parece a cualquier portal, Netflix, Youtube, tiene todo para perder, porque estará siempre detrás de las novedades que esas plataformas producen constantemente. Además, porque los modos de conocimiento de esas plataformas, de esos usuarios, nada tienen que ver con los modos de conocimiento que nosotros deberíamos tener de nuestros estudiantes. En el fondo lo que hay que pensar es cómo creamos un tejido comunitario, una red distinta que de verdad sea solidaria, democrática, igualitaria. Se le exige a la escuela que priorice esos valores pero al mismo tiempo se la amenaza permanentemente con novedades que vienen de lugares y tiempos completamente diferentes. Cuando la escuela se juveniliza pierde mucho de su carácter y su esencia, de su propia invención, y por lo tanto de su posibilidad de reinventarse a sí misma. Se ha cedido demasiado. Está claro que las figuras de youtubers reemplazan a las figuras de maestros sobre todo cuando los educadores quieren parecerse a los youtubers en su formato, en este entrenamiento permanente al que nos tiene este mundo acostumbrados, de dar recetas, no perder el tiempo, ir contra el anonimato. La escuela no debería parecerse a nada de eso. Cuando escucho niños diciendo «y esto para qué sirve» siento que ya hemos llegado a un límite, que es que haya niños y niñas preguntando sobre la utilidad de lo que se hace como si no pudieran detenerse en ese instante.
–En este marco, con el auge de las tecnologías, ¿cuál sería la función de la escuela?
–Para mí la educación es pura generosidad, en todos los sentidos, dar todo, poner todos los mundos sobre la mesa. Aprender a cuidar el mundo y aprender a cuidarse del mundo, pero no de una forma utilitaria, cuando utilitario quiere decir lucrativo, provechoso, en el sentido de una búsqueda de un éxito individual solamente; nada más lejano que una propuesta tan colectiva como la idea de escuela. Está claro que nadie va a cuidar el mundo para las próximas generaciones, y está claro que no hemos sabido cuidar a las nuevas generaciones de nosotros mismos. En ese sentido hay mucho que revisar sobre lo que hemos hecho como generación. Porque cuando hay tanta crítica sobre cómo vienen los niños, las niñas, los jóvenes, hay algo que omitimos, y es cómo hemos dejado que todo ello ocurra sin más, o incluso adhiriendo graciosamente a esa impronta de época. Por otra parte, si algo enseñó la pandemia es que cuidado, compañía, no son verbos imperativos; siempre se tiene que formular un «nos cuidamos», «nos conversamos», y eso tendrá efectos singulares que harán mejores a las personas.
–¿Se modificó la noción de aprendizaje o la forma de aprender con la aparición de las nuevas plataformas?
–El aprendizaje es una travesía a lo largo del tiempo, no es inmediato, nunca lo fue en la historia de la humanidad. El aprendizaje ocurre tiempo después y sin relación transparente con lo enseñado. Hay que quitar el carácter inmediatista del aprender. Buscar algo en Google, como la cantidad de habitantes que tiene China, no es aprender. Ahí podemos buscar información, datos, modos de resolver un problema urgente, pero no es lo mismo. Hoy esto está solapado como discusión. Hay que discutir si no estaremos llamando aprendizaje a algo que no lo es. Aprender es darse cuenta con el tiempo qué efectos ha producido en mí una cantidad de enseñanzas directas e indirectas.
–¿Educa nuestra escuela para la inclusión?
–Es evidente que ya va a haber una escuela más feminista. En otra época la intención era que fuera más indígena o intercultural y creo que en ese sentido la tendencia fue hacia lo inclusivo. Pero creo que no se puede ser inclusivo y al mismo tiempo plantear exigencias de rendimiento ya consagradas. En buena medida, hemos afectado nuestro modo de recibir a los demás, de advertir la multiplicidad de identidades, de cuerpos, de lenguajes, de sexualidades, pero las exigencias de rendimiento siguen allí. Eso es lo que debería cambiar, no tanto la declaración del derecho y todo el aparato jurídico sino cómo desactivamos esas exigencias de rendimiento que son muy peligrosas en el sentido de que te han invitado a lo común, pero te destruyen a la hora de juzgarte; un paso en falso que he tratado de advertir permanentemente: abrimos las escuelas para un cuerpo o comportamiento completamente distinto pero las formas de juzgar el rendimiento siguen exactamente iguales. Y esto no es simplemente mejor evaluación, es directamente no juzgar. Creo que en nuestra tarea está la responsabilidad por enseñarle a cualquiera y a eso llamé «educación inclusiva». Hay una promesa inclusiva, pero hay una realidad otra vez de exigencias adaptativas que no se condicen unas con las otras.
–En relación con la educación, ¿cuál es el mayor desafío?
–Recuperar todos los sentidos. Lo que hay es una especie de formateo de lo humano que está yendo en una dirección de mucha agitación pasiva, pero al mismo tiempo sin ser protagonistas de nada, delante de las pantallas. Hay que volver a ejercer el derecho a la pregunta; nos hemos perdido mucho en la renuncia al qué queremos hacer anteponiendo un para qué desolador.