Ordenado obispo auxiliar de Buenos Aires por el papa en diciembre pasado, el extitular de la parroquia Madre del Pueblo, de la villa 1-11-14, habla de su origen como cura y de lo que implica el trabajo pastoral que la Iglesia tiene en los barrios más pobres de la ciudad.
3 de abril de 2018
Se mueve por los pasillos de la villa como una sombra. Camisa celeste de manga corta, pantalones fatigados por el paso del tiempo y una tirita blanca, como de plástico, desabrochada a la altura del cuello. Acaso el clériman (símbolo de su entrega a Cristo) y un crucifijo sin pompa sean las únicas señales que identifican a Gustavo Carrara como sacerdote. Es un hombre que no desentona en el paisaje. Todos los que lo cruzan por el Bajo Flores lo llaman «padre», pero para la liturgia cristiana deberían decirle «monseñor».
Es que el papa Francisco lo nombró obispo auxiliar de Buenos Aires, una designación que representa un reconocimiento a la tarea de los llamados «curas villeros», que ahora tienen una silla en la mesa de las grandes discusiones eclesiásticas.
Carrara había sido titular de la parroquia Madre del Pueblo en la 1-1-14 y es en un banco de una de las capillas, frente al club San Lorenzo de Almagro, que se sienta y se brinda a la charla. A su alrededor viven unas 45.000 personas. Ofrece un mate y no parece sentirse incómodo cuando se le pregunta por quienes acusan de clientelar al trabajo de la Iglesia con los más pobres.
–Escucha estos cuestionamientos, ¿no?
–Sí, claro. Nosotros tenemos el privilegio de vivir aquí. A lo largo de décadas tuvimos la fortuna de que las familias del barrio nos hayan hecho un lugar. Y lo que nosotros queremos no es que la gente se mantenga en una situación de pobreza. Ya lo decía el padre (Carlos) Mugica en su época: lo único que hay que erradicar de las villas es la miseria. Esa es la dinámica que le ponemos a nuestro trabajo pastoral y a nuestro trabajo social. Y es una dinámica que ya tiene la gente misma y nos la contagia. La gente ha venido de países hermanos o del interior de la Argentina no porque ha querido, sino porque ha buscado un futuro mejor para los suyos. Y ha pasado de la chapa y del cartón a la casa de ladrillo, a hacer la losa para cobijar también a sus hijos y a sus nietos.
–Hay quienes señalan que esa valoración de los pobres es, tal vez, una resignación a su pobreza…
–Nosotros defendemos la pulseada del pobre contra la pobreza. Realzamos y destacamos a los más humildes, vivimos entre ellos. Y hemos empezado a generar espacios educativos, hemos creado centros comunitarios de primera infancia, jardines, escuelas primarias y secundarias, desarrollamos clubes para que los chicos estén acompañados y contenidos. Así vamos acompañando la vida concreta de los vecinos y vecinas, haciendo nuestro aporte. Desde el mundo intelectual a veces se señala que «los pobres dan que pensar». Nosotros decimos que no solo dan que pensar, sino que piensan. No solo despiertan sentimientos, sino que también sienten. No solo padecen las injusticias, sino que se organizan y luchan contra ellas. Vemos muchos valores en las personas que viven en nuestros barrios, eso es lo que destacamos. En otros contextos y escenarios uno ve que lo que organiza la vida es el afán del dinero, del poder. Bueno, aquí lo que principalmente organiza la vida es el cuidado de todos y la generación de caminos de libertad para vivir mejor.
–Cuidar la vida, vivir mejor. No son las consignas que mayoritariamente se escuchan sobre la gente en las villas.
–Hay una idea distorsionada de lo que son los vecinos y vecinas de un barrio como este. Se repite que no quieren progresar, que no quieren mejorar, que quieren vivir de arriba. Es mentira. El pesito que la gente tiene lo invierte en lo básico, que es alimentar a sus hijos, tratar de vestirlos y tratar de mejorar su casa.
–Usted integró el Equipo de Sacerdotes para las Villas de Emergencia. Cuestionaron siempre el concepto de urbanización, pero es esa la idea que se entiende sobre mejorar la vida de quienes viven allí.
–Históricamente se ha hablado de erradicar las villas, pero no estamos para nada de acuerdo. Hemos vivido la dolorosa dictadura militar, que intentó erradicar violentamente las villas. Después se empezó a hablar de urbanizar desde el punto de vista de lo que la ciudad les puede dar a las villas: servicios, hacer calles, mejorar la infraestructura. Creemos que eso solo no alcanza. Y por eso hablamos de integración urbana. Acá hay una cultura propia, la cultura latinoamericana, que tiene sus riquezas, que tiene sus valores y que ya le aporta mucho al panorama urbano.
–¿Cuáles son esos aportes?
–Antes que nada, un universo de trabajadores que junto con los trabajadores que vienen de los sectores más bajos del Gran Buenos Aires, le da vida a una ciudad como la nuestra. ¿Qué pasaría si nos quedáramos sin los recolectores de residuos? ¿Qué pasaría si perdiéramos a la gente que maneja el transporte público? ¿Qué pasaría si la ciudad se quedara sin quienes cuidan a los mayores, sin los que construyen las casas, sin los que producen la ropa que vestimos? Y después hay una serie de valores que se viven en nuestros barrios que son muy fuertes. Destaco la fe que existe, la religiosidad popular que se manifiesta en un compromiso con la vida concreta. También nos enseñan mucho sobre solidaridad y valores colectivos. Aquí, lo que no se puede hacer por sí mismo o solo, se realiza comunitariamente.
–¿Dónde puede verse eso?
–Hay tantos ejemplos… Están las mamás que cuidan a hijos que no son suyos para que otras mujeres puedan trabajar. Se ve cuando los vecinos quieren mejorar su casa y se anima a hacer una losa, los otros vecinos lo ayudan, se comparte algo y ese vecino que fue ayudado queda comprometido, yo diría que moralmente, para ayudar al que le toque después. Cuando muere alguien, capaz que es un vecino un poquito alejado de la casa, no importa: se sale a hacer una colecta y se paga la sepultura de aquel que ha fallecido. ¿Pasan cosas así en la gran ciudad? Yo creo que no, o no tanto. La villa tiene mucho que aportar. Más que levantar un muro, nosotros proponemos tender puentes, como diría el papa Francisco.
–¿Cuál sería, pues, el puente a la integración urbana?
–El principal camino real de integración es el trabajo. La gente quiere trabajar. Es un mito, uno de los grandes mitos diría, que la gente de la villa no quiere trabajar. De hecho, nosotros hemos generado una oficina de empleo acá en la parroquia, porque era tal la demanda en los últimos años que decidimos armar algo, aportar nuestro granito de arena. Ayudamos a que la persona pueda preparar su currículum, le gestionamos el CUIL que nunca sacó, lo orientamos sobre dónde puede terminar los estudios secundarios, y así un montón de cosas. Y también generamos confianza con los posibles empleadores para que nuestros vecinos sean tomados. El tema del trabajo es integrador, iguala, hace a la dignidad. ¿Queremos integrar al barrio? Generemos trabajo.
–Usted diría que aquí dan pescado pero también enseñan a pescar.
–(Sonríe) Sí, es así. Porque para nosotros otro eje de integración es la educación. Queremos que los chicos tengan la escuela a mano, la escuela cerca. Por eso están nuestros jardines comunitarios, por eso hicimos la primaria parroquial y aportamos muchas vacantes. Ese es nuestro estilo de trabajo. Cuando vemos que se ha vulnerado un derecho hacemos los reclamos pertinentes, tratamos de persuadir al Estado para que mire y atienda, pero también queremos aportar a la ayuda. Si hay que aportar 300 o 400 vacantes las vamos a aportar. Queremos dar un mensaje a nuestro barrio: a nosotros nos importa mucho como parroquia, como capilla, que los chicos no dejen la escuela, que los chicos estudien, es un mensaje que queremos dar. Logramos, además, convenios con distintas universidades, con la UCA, con la UBA, con la UMET, la USAL. Algunas dan becas, otras hacen proyectos, algunas envían alumnos para que aprendan aquí y algunos de nuestros chicos se han quedado trabajando en distintos proyectos también. En un mundo de prejuicios, es esencial el aporte de la universidad en sentido amplio y con las distintas filosofías que las puedan orientar.
–Crearon un club, también.
–El club atlético Madres del Pueblo. Se dio como resultado de buscar facilitadores para la integración. Y se replicó en otras villas, nuevos clubes con otros nombres, pero con la misma impronta. Nos relacionamos con los clubes grandes porque creo que pueden hacer mucho, simbólicamente y con acciones concretas para ayudar a integrar estos barrios. San Lorenzo, por ejemplo, nos presta sus piletas y otras instalaciones para nuestros pibes. Sé que Racing y River tienen buenos vínculos en la Villa 31, con la parroquia Cristo Obrero. La actividad deportiva viene a completar una mesa de tres patas, un proyecto integral al que podríamos llamar de las tres «C».
–¿En qué consiste?
–Tomamos la idea del papa Francisco de las tres «T», tierra, techo, trabajo. Nosotros decimos tres «C»: capilla, club, colegio. El desafío es leer el territorio en el que vive nuestra gente, sobre todo los chicos. Están expuestos a distintas formas de violencia, de explotación y de descarte. El trabajo común entre la escuela, la capilla y el club se organiza para recibir la vida como viene y acompañar la vida cuerpo a cuerpo. Son dos consignas que también tomamos del papa. Intentamos dar respuestas creativas a una situación concreta. El pibe que está en una esquina de nuestro barrio hace de esa esquina su identidad, su pertenencia. Pero muchas veces el mundo adulto que se le acerca no le lleva propuestas buenas. Por eso es necesaria la creación de espacios sanos que den pertenencia e identidad. La realidad está para ser transformada.
–¿Cómo es el vínculo del papa con el trabajo de los sacerdotes en las villas?
–Cuando el cardenal Jorge Bergoglio se hizo arzobispo de Buenos Aires en el año 1988, el equipo que atendía todas las villas era de ocho curas. Cuando fue elegido papa éramos veintitrés. Siempre lo vimos visitando los barrios y pidiéndoles a las autoridades que los visitaran también. Y destinó muchos recursos materiales a las villas. Por su decisión, en el tiempo de Cuaresma, la preparación a la Semana Santa, se juntan fondos de todas las parroquias y capillas de la capital y se destinan a obras. Así hemos hecho capillas, hemos pedido el dinero inicial para hacer escuelas, para hacer un centro barrial para atender a chicos que están en la calle y en situación de consumo. Nos acompañó, estuvo cerca. En 2010, un 7 de agosto, celebración de San Cayetano, se creó la Vicaría Episcopal para las villas, cuyo primer titular es el padre «Pepe» Di Paola. Eso significó que la Iglesia porteña reconociera a las villas como un espacio privilegiado de atención. Desde lo concreto y lo simbólico fue muy importante.
–Su nombramiento como obispo, junto con otro sacerdote que trabaja en Villa La Cava en San Isidro, ¿van en ese sentido?
–No lo tomo como algo personal, lo tomo como algo del papa de decir: «Bueno, no dejemos de mirar los barrios más pobres de las grandes ciudades». En concreto, eso. Y después, reafirmar una forma de trabajo que tiene el equipo pastoral de las villas. Pero bueno, había que elegir a uno y me eligió a mí (sonríe).