21 de octubre de 2014
La actuación de violentas bandas criminales vinculadas con la comercialización de drogas abre un debate acerca de las políticas que se aplican ante este complejo fenómeno
Durante toda la tarde del primer lunes de octubre, las balas silbaron en el cielo del barrio santafesino de Nueva Pompeya. Por la noche, las cosas parecían más tranquilas y Sebastián Maciel y sus amigos decidieron salir a la calle a jugar al fútbol. Mientras los niños se divertían, volvió a desatarse el fuego cruzado entre dos bandas que se disputan el control de la distribución de drogas en esa zona. Sebastián, de 11 años, recibió un disparo de arma de fuego y murió camino al Hospital de Niños. Es el tercer niño muerto de esta forma en su barrio en lo que va de 2014. En el Bajo Flores, más precisamente en el Barrio Illia, el correo postal, la instalación de la TV por cable y otros servicios pasan por las decisiones y las manos de los narcos. En esa parte tomada de Buenos Aires, no se denuncia. Luego de que una ONG informara de la situación, los vecinos sospechados de haberse comunicado con los miembros de la organización fueron salvajemente golpeados en represalia.
Ríos de tinta corrieron desde que, hace dos años, los primeros sacudones fuertes se sintieron en Rosario y Buenos Aires. Los efectos sociales y políticos del fenómeno son visibles y la percepción del problema genera inquietudes sociales y suscita debates que recorren la agenda pública. El narcotráfico y su violencia figuran entre los temas que más preocupan a los argentinos. De acuerdo con una encuesta de Poliarquía, publicada por el diario La Nación, el 83% de los entrevistados describió al narcotráfico como un problema «muy grave».
En ese marco, es recurrente escuchar y leer enunciados alarmantes que señalan que «vamos camino a convertirnos en Colombia y México». «Es un disparate», sentencia Félix Crous, procurador de Narcocriminalidad. «Se dice esto sin saber de qué se habla. Creo que hay dos andariveles diferenciadores: por un lado, que este negocio como criminalidad organizada tenga tal volumen que sustituya al Estado. Aquí no pasa. El otro aspecto refiere a los niveles de violencia ínsitos a un negocio de altísima rentabilidad. No sucede a la escala brutal de esos países, donde la disputa se asocia con sectores paramilitares, guerrillas y disidentes», explica. La ubicación geográfica de nuestro país, sus rutas, sus aeropuertos y puertos, se revelan favorables para la exportación de mercancías, y las drogas no son la excepción. Recientemente, un cargamento de 95 kilos de cocaína fue decomisado en Sudáfrica. La droga estaba en un container que había salido de Argentina con la modalidad de «gancho ciego»: los narcos buscan a empleados de los puertos y les dan la droga. Una vez que los containers ya pasaron los controles aduaneros y están a punto de ser subidos a los barcos, éstos los abren, introducen la cocaína y los cierran nuevamente con los precintos correspondientes, para sacarla en alguna escala antes del destino final. La droga no viaja camuflada sino en simples bolsos.
Si bien el mayor puerto exportador de droga del cono sur es el de Santos, en Brasil, Argentina es el tercer exportador mundial de estupefacientes que no produce. Es decir: por más que se agiten los fantasmas de Medellín y Sinaloa, Argentina sigue siendo, ante todo, un país de tránsito. Sin embargo el crimen lumpen asociado con la venta de drogas, especialmente el narcomenudeo, y con la disputa de territorios comerciales, creció significativamente, y es cada vez más frecuente el afianzamiento de clanes familiares y barras bravas dedicados a la venta de sustancias ilegales, como los Cantero en Rosario o «la banda de Jaquita» en Mendoza. Y es innegable que progresan bajo la sombra de la protección policial. Luciana Pol, coordinadora del Equipo de Políticas de Seguridad y Violencia Institucional del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), sostiene que el problema de las policías involucradas en el narcotráfico tiene su raíz en una cuenta pendiente de los últimos 30 años: desde la transición a la democracia, las policías no han sido reformadas. Además, allí los altos índices de corrupción son notorios, tanto en las altas esferas jerárquicas, como en los barrios. «Por lo general, las bandas de pequeño y mediano tamaño que operan en un territorio, cuentan con algún grado de cobertura policial», afirma la investigadora.
La lupa en el dinero
El rol de las policías configura un aspecto relevante para advertir la complejidad y los alcances de una problemática que involucra al Estado y sus fuerzas de seguridad. Como botón de muestra: el comisario Hugo Tognoli, jefe máximo de la policía santafesina, era sindicado en varias causas como facilitador de la actividad del narcotráfico. La Justicia lo considera partícipe necesario del delito de comercio de estupefacientes. Para Pol, la connivencia policial no es el mayor problema, ni el factor determinante de la instalación y proliferación del narcotráfico: «Este negocio tiene ramificaciones financieras, que requieren de la colaboración de actores del mundo financiero y de la economía legal para lavar el dinero obtenido», explica. Es decir, si bien la colaboración policial es indispensable para el control territorial que asegura la venta, para completar la foto hace falta la participación de sectores de la economía formal y bancaria que blanqueen las ganancias producidas en el territorio; según Pol, «identificar la ruta del dinero es clave para dejar de perseguir eslabones menores en la cadena del tráfico y seguir las pistas que llevan a las personas con responsabilidad y decisión en el negocio».
Para la investigadora del CELS, es determinante revisar dónde se dirigen los esfuerzos estatales, y cree que no son efectivos cuando se concentran, por ejemplo, en la persecución de pequeños traficantes –mulas–, que transportan escasas cantidades de estupefacientes a través de las fronteras. Por eso sostiene que no es urgente ni fundamental el aumento de la cantidad de juzgados en zonas fronterizas, un pedido fogoneado por la oposición en el Congreso y canalizado por el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti. Juan Alonso, periodista de Tiempo Argentino, critica a Lorenzetti y señala que «la Corte podría empezar por dotar de mejores condiciones de trabajo, más empleados y más presupuestos a los juzgados federales de Corrientes, Salta, Misiones y Jujuy, entre otros». Sin embargo, para Félix Crous, «el colapso de estos juzgados no incide de modo determinante en este fenómeno», y si bien reconoce que el Sistema Judicial Federal tiene grandes dificultades, cree que éstas residen en la forma de investigación y enjuiciamiento a criminales, que considera anacrónica, ya que el rol de investigador cae primariamente en el juez y no en el fiscal. «Los recursos del Estado siempre son limitados y aun así se ha mejorado mucho», agrega. A la par con los reclamos por mayor presencia judicial, proliferan pedidos de militarizar el combate contra las drogas, haciendo uso de las Fuerzas Armadas para actuar dentro de las fronteras nacionales. En una reciente gira proselitista por el norte argentino, Sergio Massa instó a prestarle atención a la zona limítrofe salteña, una empresa que, sostiene, solo es posible si las Fuerzas Armadas y Gendarmería colaboran con la Justicia en el control.
La propuesta de involucrar a las Fuerzas Armadas en el combate contra el narcotráfico, impulsada desde algunos sectores políticos de derecha y alentada por medios de comunicación afines, genera controversias y rechazos entre funcionarios públicos y analistas del fenómeno. «Los militares están entrenados para otras tareas y trabajan con la lógica de la eliminación del enemigo. La provisión de seguridad interna no puede seguir esta lógica», sostiene Pol, y agrega: «La experiencia de Brasil, México y Colombia muestra que la introducción de militares aumenta los niveles de violencia». Cabe recordar, además, que la Ley de Seguridad Interior impide este tipo de iniciativas. Mariano Ciafardini, profesor de Criminología de la UBA, va aún más lejos, y critica la idoneidad para la tarea de la fuerza de seguridad que se ha convertido en el as bajo la manga del gobierno federal en las zonas calientes del tráfico: la Gendarmería Nacional. Para el especialista, pensar que Gendarmería puede ser más eficaz que las policías provinciales es erróneo y no resuelve el problema. «La falta de eficacia de una fuerza está dada principalmente por la corrupción. Cualquier fuerza que sea trasladada de su lugar natural a otro puede funcionar como escoba nueva, pero es solo cuestión de tiempo, hasta que establezca lazos de corrupción en el entorno», advierte.
Fronteras afuera
Asociado con lo anterior, hay sectores políticos que consideran que el trabajo de las fuerzas federales es insuficiente. Los presidenciables Daniel Scioli y Sergio Massa coinciden en percibir al narcotráfico como un problema de seguridad y en base a esa consideración, esbozan sus planes para combatirlo: proyectan mayores penas de prisión para los narcotraficantes y la creación de fiscalías especiales para el narcocrimen, aunque aún no han develado de qué forma planean atrapar a los ofensores, o financiar las fiscalías.
A este modo punitivo de ejercer las políticas de seguridad se opone un modelo centrado en la reducción de los niveles de violencia y delito, que privilegia valores como la salud y la seguridad pública por encima de la denominada «guerra contra las drogas». La emergencia que representa el narcocrimen y sus consecuencias violentas pueden distraer la razón de ser del negocio narco: la altísima demanda de sus mercancías. «Los problemas de consumo que tenemos son importantes, y debemos tratarlos con medidas sanitarias, pero no sólo con ellas, porque sería olvidarnos del problema de base» dice Ciafardini. Para el criminólogo, una de las causas es la falta de proyectos y la exclusión de los jóvenes que se vuelcan al consumo abusivo.
Acciones múltiples
Félix Crous descuenta que todos consumimos algo –ejemplifica comentando que nuestro país lidera el ranking mundial de consumo de clonazepam–, por lo que la preocupación del Estado debe enfocarse en «que no haya sectores sociales que tengan que acceder a drogas para soportar su vida y que la persona sepa qué consume, conozca los riesgos y tome sus decisiones», propone el funcionario. Asimismo, agrega: «Nunca vas a sacar la cocaína del mercado. Entonces lo que tenés que hacer es proteger a la gente que consume, darle información, con respeto y cuidado». Sin embargo, fue desde la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), modificada recientemente para que su labor se centre en la prevención de las adicciones, que su titular, el sacerdote Juan Carlos Molina, sacudió el avispero. Para Molina «se debería despenalizar todo tipo de consumo y abrir centros (de rehabilitación)». Mariano Ciafardini no cree que reducir el consumo sea una quimera, y a la vez, desestima que responder al problema desde el enfoque sanitario sea suficiente: «Cuando uno dice “medidas sanitarias” pareciera que es la asistencia del drogadicto. Eso hay que hacerlo. Pero el consumo masivo –que no lo hacen enfermos sino usuarios sociales– hay que combatirlo con grandes transformaciones socioculturales». Por otra parte resulta imposible soslayar que las adicciones no son patrimonio de jóvenes sin salida: una importante franja de los usuarios de narcóticos pertenecen a sectores sociales privilegiados, que consumen drogas llamadas «de diseño».
La jueza María Servini de Cubría imprimió sus huellas en esta historia. A mediados de este año procesó al funcionario nacional de más alto rango investigado por narcotráfico, José Granero, ex Secretario de Lucha contra las Drogas en la Sedronar. Granero está acusado de formar parte de la red que importó 55.900 kilos de efedrina en un lapso de 11 años. La efedrina es el ingrediente principal de la mayoría de las drogas de diseño.
Las drogas que utilizan la efedrina como precursor son de elaboración fácil y barata, y la procuración de sus ingredientes es mucho más sencilla que el de otras, como la cocaína. De ahí la proliferación en los últimos años, en los que la Argentina pasó a ser considerada por algunos especialistas como «país productor de drogas», no solo de esta clase, sino también, y a partir de hallazgos de cocinas en zonas de frontera, de drogas tradicionales. Pero ¿lo somos?
La polémica se instaló públicamente. Según el secretario de Seguridad, Sergio Berni, para ser productor, un país debe ocupar grandes superficies de su territorio para la plantación de la materia prima de la droga, por ejemplo, plantas de marihuana u hoja de coca. Otro requisito es la existencia de cocinas para el procesamiento químico de los principios activos de esas plantas. En Argentina, las cocinas cumplen con la función de fraccionamiento, los laboratorios allanados se consideran ligados con las rutas de tránsito y la primera situación no ocurre. Pero la disputa «país productor-país de tránsito» ya penetró profundamente en la consideración pública y la posibilidad de pertenecer al primer grupo en un futuro cercano es una de las mayores preocupaciones en torno al tema.
Según las investigaciones de la Procuraduría de Narcocriminalidad (PROCUNAR), en los laboratorios locales, el proceso más importante realizado es el de reducir las hojas de coca para facilitar su transporte o «alargar» su rendimiento, una actividad que Crous compara con «hacer un guiso».
Frente a este panorama resulta complicado definir certeramente qué lugar ocupa Argentina en el mapa mundial del narcotráfico, aunque podría decirse que nuestro país cumple un triple rol. Por un lado, es una plataforma para el tránsito y la exportación, por el otro, es facilitador de herramientas para el lavado de activos provenientes de ese mercado y, en tercer lugar, es un refugio seguro para cabecillas de cárteles que no pueden disfrutar de una vida sin preocupaciones en sus países de origen. Así lo evidencian los numerosos allanamientos de hogares de narcos colombianos en barrios cerrados del norte de Gran Buenos Aires, aunque también hay jefes locales: a El Primo, un traficante de 30 años, lo apresaron en el country El Portezuelo. Distribuía LSD y «cristal ice». Uno de los integrantes de su organización era una persona obesa, que manejaba el negocio desde la cama donde lo mantenían postrado sus 250 kilos. Semanas después del allanamiento de El Portezuelo se detuvo a un colombiano que vendía cocaína líquida. En el famoso Nordelta se llegaron a incautar 114 kilos de cocaína. Los intensos dispositivos de seguridad provistos por ese tipo de lugares los convierte en aguantaderos VIP para los empresarios narcos y mientras sus vecinos se refugian de «la inseguridad» urbana, ellos ponen una barrera a la mirada de las fuerzas de seguridad. Las propiedades en este tipo de barrios también fungen como inversiones y varias sociedades dedicadas a adquirir bienes raíces están siendo investigadas en el marco de operaciones de lavado.
En ese contexto, la gran asignatura pendiente parecería ser que las fuerzas democráticas de la sociedad aborden el tema en sus múltiples dimensiones. Una de las alternativas discutidas en todo el mundo es la regulación estatal del consumo. Crous adhiere a esa corriente de pensamiento, y es un firme defensor de la teoría de implementar con las drogas «las mismas políticas que demostraron ser eficientes con otros consumos problemáticos», como el alcohol y el cigarrillo. Las preocupaciones públicas parecen tener como núcleo al narcocrimen y la violencia anarquizada producto de la guerra de bandas narco. Pero violencia y narcotráfico no son una asociación natural, por lo que parece necesario que el debate, teñido de mitos y prejuicios, se aborde desde una perspectiva política menos esquemática y consignista. «El mejor negocio del narcotráfico es no ser violento, sólo se convierte en violento cuando en cierta etapa se comienza a disputar un territorio redituable y demasiado chiquito para compartir», opina Crous. «Si comerciara otro tipo de mercancía, bastaría con una guerra de precios».
—Pablo Provitilo