13 de mayo de 2015
Bachelet avanza con reformas en los sistemas educativo, político y tributario e impulsa una renovación constitucional mientras enfrenta acusaciones por corrupción contra familiares y allegados.
Estoy bien, la presidenta», podría haber escrito Michelle Bachelet, emulando a aquellos 33 mineros de Copiapó. Ella también parece haber quedado atrapada en las profundidades, pero no por el colapso de una mina, sino por el derrumbe de su popularidad, que cayó al 31% cuando venía de cosechar el 62% de los votos en las elecciones que en 2013 la regresaron a la jefatura de Estado tras haberse retirado de su primer mandato en 2010 con un 84% de aprobación. Un sismo de incalculable magnitud sacude su presente y en una de sus réplicas se llevó consigo al Gabinete Nacional. La mandataria pidió la renuncia de todo su equipo, removió a 5 ministros, reubicó a otros 3 y sacrificó a su hombre de confianza, Rodrigo Peñailillo. El exministro del Interior es uno de los implicados en resonantes casos de supuesta corrupción que amenzan con corroer los cimientos de su gestión y de su propia familia: su hijo y su nuera están acusados ante la Justicia de tráfico de influencias. Los negocios ilegales también eclipsan a la dirigencia política toda, mezcla ideologías y partidos y llega al colmo. Que los grandes grupos económicos sobornen a funcionarios no es, lamentablemente, novedad, pero sí es curioso que un exyerno del dictador Augusto Pinochet haya financiado con dinero sucio no solo la campaña de la derecha encolumnada en la Unión Demócrata Independiente (UDI), sino también la de algunos miembros de Nueva Mayoría, la coalición de izquierda que llevó a Bachelet a la primera magistratura.
Para ordenar tamaño desorden, Bachelet eligió no dejarse abatir y enviar señales de firme liderazgo. Si la acusaban de tolerar negociados a alto nivel, reconoció errores y respondió con una reforma al sistema electoral que contempla «mano dura» contra los funcionarios o candidatos que rocen siquiera un contacto poco claro con el sector privado. Si creían que ella conservaba el cargo pero no el poder, promovió recientemente una reforma constitucional para suplantar a la vigente, redactada durante la dictadura de Pinochet. La jefa de Estado ya había dado indicios concretos de que no pisaba el Palacio La Moneda por segunda vez solo para las fotos: encaró reformas educativas, tributarias y sociales que sacudieron la placidez del status quo trasandino. Claro que el sismo de los escándalos públicos no dejó piedra sobre piedra. ¿Sobrevivirá Bachelet al terremoto? Ella confía que sí, cree que el paquete de medidas anunciadas «marcará el legado de mi gobierno, lo voy a conducir personalmente, con toda mi energía y sin temor».
Según las leyes, dar de baja la actual Carta Magna requiere una mayoría absoluta del padrón habilitado a votar. Se trata de unos 7 millones de electores. Bachelet no llegó a los 3,5 millones de sufragios en los comicios en segunda vuelta que la devolvieron al Gobierno. Acaso por esa dificultad aritmética, la presidenta no aclaró cómo instrumentará el cambio de la Constitución. Pero sí confirmó que en setiembre comenzará «un proceso abierto a la ciudadanía, a través de diálogos, debates, consultas y cabildos». Con rapidez, la oposición rechazó el proyecto. El Secretario general de la UDI, Guillermo Ramírez, afirmó que «esperábamos una hoja de ruta respecto a una agenda de probidad y transparencia, pero el Gobierno decidió eclipsarlo todo y ahora estamos debatiendo sobre un proceso constituyente que no sabemos muy bien de qué se va a tratar».
Más controles
La respuesta al interrogante de la UDI quedó explícita en el mismo momento en que Bachelet dio a conocer su propósito reformista. Junto con su idea madre, la presidenta agregó un ambicioso plan que, de aprobarse, cambiará drásticamente la relación entre la política y los negocios públicos y privados. Entre otros aspectos, la iniciativa contempla prohibir los aportes anónimos y reservados para el financiamiento de los partidos, eliminando también las donaciones empresariales de cualquier tipo. El Estado financiará el funcionamiento de las agrupaciones, que deberán volver a empadronar a todos sus militantes. Se ampliarán las restricciones para que el Estado contrate a parientes de las autoridades. Se aplicarán medidas severas –cárcel incluida– a aquellos funcionarios públicos que busquen ganancias transgrediendo las normas éticas y legales.
Estos dos últimos ítems podrían castigar a la propia Bachelet, de confirmarse las sospechas de la Justicia. Es que su hijo, Sebastián Dávalos, asesor cultural del Gobierno, está siendo investigado por los presuntos delitos de uso de información privilegiada y tráfico de influencias. Pocos días antes de que su madre anunciara su plan de reformas por cadena nacional, Dávalos fue sometido a declaración indagatoria. Fiscales trasandinos se ocupan de lo sucedido a fines de 2013, en plena campaña electoral. Dávalos y su esposa, Natalia Compagnon, gestionaban en distintos bancos privados un crédito de 10 millones de dólares para la empresa Caval, de la que Compagnon posee el 50% y su marido es gerente de proyectos. No obtenían resultados positivos en las gestiones, porque la firma era pequeña y no contaba con trayectoria ni avales que respaldaran el pedido. El 16 de diciembre, el Banco de Chile les concedió el préstamo. La fecha es clave: 24 horas antes Bachelet ganaba las elecciones.
«Podrán decir que he actuado imprudentemente, pero señalo que mis actuaciones no han buscado establecer una relación impropia con la autoridad», argumentó Andrónico Liksic, vicepresidente de la entidad financiera. El trámite exprés no fue lo único sospechoso. Se supo que Dávalos y Compagnon usaron el dinero para comprar terrenos a 100 kilómetros al sur de Santiago. Esas tierras se revalorizarían por un plan que permitiría urbanizarlas, decisión que correspondía tomar al Gobierno. Se acusa al matrimonio de saber cuándo y cómo esa iniciativa se pondría en marcha y de haber especulado con ello. El plan aún no se desarrolló, pero Caval logró vender los terrenos casi 4 millones de dólares más caros. «Pido disculpas, especialmente a mi suegra», susurró Compagnon a los periodistas que la abordaron a su llegada a la Fiscalía. La acusada dice que la operación del crédito y el negocio inmobiliario fueron absolutamente legales. La presidenta negó haber gestionado el préstamo con Lucsik y agregó que «regresé a Chile en marzo de 2013 y no hablé con él hasta noviembre de 2014, no he tenido ninguna vinculación con nada de eso ni con el negocio, nada».
Causas y consecuencias
La explicación de Bachelet sonó a poco a los oídos de la oposición y de gran parte de la opinión pública. Pero no solo el caso Caval acorralaría a la primera mandataria. Se supo que el grupo Penta (un conglomerado empresarial con activos por 20.000 millones de dólares) diseñó una compleja y eficaz maquinaria para, en un mismo acto, evadir impuestos y financiar campañas de dirigentes a cambio de favores que se cobrarían cuando esos candidatos asumieran. Penta emitía facturas falsas que recibían como pago de (también falsos) honorarios de un cúmulo de dirigentes multipartidarios. La Fiscalía dice tener pruebas para respaldar su denuncia, con documentos apócrifos sin respaldo, repartidos entre políticos, familiares de dirigentes, militantes, asesores y funcionarios públicos. La mayoría de los involucrados pertenece a la UDI. Pero la generosidad del megagrupo le llegó también a un exsecretario de la primera gestión de Bachelet (2006-2010) y roza al exministro del Interior Peñailillo, quien admitió haber recibido fondos de Penta pero, dijo, fue por trabajos efectivamente realizados en 2012, cuando no se encontraba en campaña.
10 imputados están siendo sometidos a juicio. Con un modus operandi similar se descubrió la maniobra de la empresa minera Soquimich, a cargo de Julio Ponce Lerou, ex yerno de Augusto Pinochet, un hombre que durante la dictadura se benefició con el proceso privatizador de su suegro. En su caso, la Fiscalía encontró 846 facturas sin respaldo, por valor total de unos 8 millones de dólares.
Ambos escándalos desataron las reformas del sistema chileno de financiamiento político. Los cambios propuestos por la jefa de Estado fueron respaldados por una amplia mesa convocada al debate. Participaron, entre otros, los expresidentes Eduardo Frei (1994-2000) y Sebastián Piñera (2010-2014). Frei consideró –como lo hizo Bachelet– que Chile no es un país corrupto por naturaleza pero aceptó que «ha habido acciones de ciertas personas y lo que necesitamos es tener una legislación avanzada». Piñera, por su parte, abogó por una «nueva actitud» para «no esconder los problemas bajo la alfombra».
Chile, como tantos países de la región, presencia un fenómeno de desarrollo positivo en sus sectores medios-bajos, que, como supo explicar el presidente ecuatoriano Rafael Correa, convierte a los ciudadanos mandantes en demandantes. Los gobiernos de Bachelet exhiben un modesto crecimiento económico. Tuvo un 3,3% promedio en su primera etapa, exhibe una caída al 1,9% en 2014, guarismos poco auspiciosos ante el 5,3% de repunte en la gestión Piñera. Cierto freno en los números es caldo de cultivo propicio para que los casos de corrupción, con o sin fundamento judicial, se magnifiquen y salpiquen a lo más alto del poder.
La carga mediática –y su réplica en la sociedad– apunta contra una mandataria que había lanzado al comienzo de su segundo mandato medidas claramente anticonservadoras. Bachelet fue quien impulsó la reforma educativa (promoviendo su gratuidad incluso en el nivel universitario), la reforma tributaria (que financiará al sistema educativo con el aumento de impuestos a empresas y rebajas para las personas físicas) y quien realizó transformadores cambios sociales, como la unión civil para parejas del mismo sexo y el envío al Congreso de un proyecto de despenalización del aborto. ¿Cómo terminará la historia? La presidenta confía en su iniciativa para atravesar una coyuntura muy complicada y, para espantar a los chacales que sobrevuelan la tierra de los cóndores, aclara: «No he pensado en renunciar ni pienso hacerlo».
—Diego Pietrafesa