25 de agosto de 2015
Fragmentación, segregación, privatización y dificultades para el acceso al suelo son algunos de los rasgos de la forma de urbanización que se consolidó en los 90. Contrastes e inequidades.
Una chica de 16 años está a punto de parir en la vereda. Vive ahí, junto a la boletería de un teatro en refacción, con su novio y un hijo pequeño. El trabajo de parto empezó hace unas horas y la sirena de la ambulancia que finalmente llega para llevarla al hospital se mezcla con el bullicio del comienzo de la noche en el Centro porteño. Es viernes y la avenida Corrientes está tan viva como en sus mejores tiempos; parejas y grupos llenan veredas, bares y restaurantes y hacen cola frente a las puertas de los teatros. La ciudad y su espacio público parecen de fiesta, y con los restos de esa fiesta intenta sobrevivir un creciente conjunto de personas sin techo que viven y duermen en las calles, en las bocas de subte y en las plazas.
Unos 40 kilómetros al norte, en la cuenca del río Luján, se levanta una ciudad privada de más de 1.600 hectáreas. Una vista aérea la muestra como una maqueta prolija, una reluciente colección de casas de muñecas. La entrada está custodiada por guardias privados, así como el muro perimetral, coronado por alambres de púa. Barrios humildes y asentamientos precarios la rodean, generando un paisaje de contrastes que ya se ha vuelto habitual para los habitantes del Conurbano bonaerense. Nordelta, el primer pueblo privado de la Argentina, fue convertido en localidad en 2003 por decisión del Concejo Deliberante de Tigre, el partido donde 6.000 hectáreas de tierras inundables fueron rellenadas para construir emprendimientos inmobiliarios, incrementando así el riesgo hídrico de los asentamientos aledaños. Durante las inundaciones de 2013, hombres y mujeres del barrio Las Tunas fueron corridos a tiros cuando intentaban abrir un boquete en el paredón que los separa del country vecino para lograr escurrir el agua que ponía en riesgo sus casas y sus familias.
Otra vez en la Ciudad Autónoma, en el barrio de Almagro, los vecinos cortan la calle Humahuaca en su intersección con Sánchez de Bustamante y organizan una feria. Hay teatro, kermese, una radio abierta y chocolate caliente para los chicos. Se juntan firmas para impulsar un proyecto legislativo que declare zona de protección histórica a los alrededores del ex Mercado de Abasto, para que «los desarrollos inmobiliarios no arrasen con las viejas casonas del barrio». A apenas dos cuadras de allí, uno de estos desarrollos –cuatro torres de 600 departamentos que ocupan casi una manzana–, les da la espalda al espacio público y a la ciudad con su reja perimetral y su acceso vigilado las 24 horas. Son las Torres del Abasto, parte del proyecto de la empresa IRSA que a fines de la década del 90 transformó el viejo mercado en un espacio privado y dedicado al consumo. Sobre la avenida Corrientes, cargado de logos, el shopping interrumpe la trama urbana y pretende regular, a través del ejercicio del derecho de admisión, la escasez de accesos y la ubicación estratégica de las escaleras mecánicas, los usos que los ciudadanos hacen del espacio. Sin embargo, la gran escalera de acceso de la calle Anchorena fue durante años lugar de encuentro de variadas tribus urbanas y hoy sigue siendo frecuentada por grupos de jóvenes que, sin proponérselo, le devuelven a ese lugar privado de la ciudad algo de su condición de espacio público.
Buenos negocios
En tanto, en la zona más nueva, más cara, más limpia y más vigilada de Buenos Aires, Puerto Madero brinda al capital especulativo una oportunidad inigualable de aumentar su rentabilidad. También ofrece un hábitat suntuoso pero relativamente discreto a una clase alta que, a diferencia de los «ganadores» de los 90, que se refugiaron en countries y barrios privados de la periferia, prefiere estar integrada al corredor corporativo y globalizado de la ciudad.
La rehabilitación de Puerto Madero puso a disposición del mercado 170 hectáreas de tierra urbanizada. En poco más de una década –entre 2002 y 2015– el valor en dólares del metro cuadrado se multiplicó por cuatro. Si se toman como referencia los valores de comienzos de la década del 90, el aumento es de un 3.300% en poco más de 20 años. El rol del Estado, en este caso como en muchos otros, se limitó a facilitar la acción del capital privado, y los beneficios económicos generados por la urbanización del área y el consecuente incremento del valor del suelo no fueron reinvertidos en beneficio del conjunto de la comunidad. Por el contrario, las inversiones públicas terminaron favoreciendo principalmente a sus habitantes y «reforzando la diferenciación socioespacial respecto de los otros barrios de la ciudad que no reciben inversiones ni privilegios equivalentes», explica la arquitecta y doctora en Urbanismo Beatriz Cuenya en su libro Grandes proyectos urbanos.
Las dificultades o la falta de voluntad del Estado para intervenir en el mercado del suelo a través de políticas que amortigüen o reviertan las tendencias excluyentes en materia de acceso a la ciudad tienen innumerables consecuencias. Algunas de ellas pueden verse muy cerca de las nuevas torres de Puerto Madero, entre la Reserva Ecológica y la ex Ciudad Deportiva de Boca Juniors, donde la Villa Rodrigo Bueno y sus más de 4.000 habitantes protagonizan desde hace años una batalla legal por su urbanización que llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Según el censo nacional, la población de las villas y asentamientos porteños creció un 52% entre 2001 y 2010. La organización TECHO informa que existen 1.834 asentamientos informales en 7 territorios del país relevados en una investigación realizada en 2013: provincia y Ciudad Autónoma de Buenos Aires, provincia de Córdoba, Gran Rosario, Alto Valle de Río Negro y Neuquén, departamento Capital de Misiones y parte de la provincia de Salta.
En los terrenos que corren paralelos a las vías del ferrocarril, en plazas, baldíos, bajo las autopistas, en los intersticios que deja vacantes el avance de un mercado ávido de suelo urbano, surgen viviendas informales construidas con cartones, nailon, maderas y otros materiales precarios «cuyos moradores –señala un informe de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires– transitan por la urbe recolectando los desechos que produce la ciudad formal». No se trata, agrega el documento, de fenómenos novedosos o de hechos aislados, sino de un «paisaje» que se ha instalado en el entramado urbano, con características propias y tendencia a la perdurabilidad y el crecimiento. Estos archipiélagos de asentamientos precarios dispersos en retazos de ciudad, así como las familias y personas sin techo, conviven con las altas torres vidriadas y los logotipos relucientes de la nueva arquitectura corporativa en los sectores globalizados de las principales metrópolis del país.
Son algunas de las contradicciones agudizadas por el proceso que, a partir de la década del 90, comenzó a transformar los espacios metropolitanos, fragmentándolos, creando barreras materiales y simbólicas en una trama urbana hasta entonces abierta y relativamente integrada, provocando situaciones de segregación espacial, fundando guetos de ricos y guetos de pobres, pero también guetos de clase media, torres rodeadas de murallas con parques y seguridad privados en los barrios donde, hace tan solo unas décadas, la clase media vivía integrada a la ciudad, enviaba a sus hijos a la escuela pública y hacía sus compras en pequeños comercios de los numerosos centros locales a cielo abierto.
El nuevo modelo que apareció en los 80 y se consolidó ideológica y materialmente en los 90 consiste en una urbanización «fragmentada, de enclaves unidos por autopistas, en el que el patchwork de guetos ricos y pobres remplaza al tejido urbano tradicional», dice el arquitecto Marcelo Corti, responsable del sitio Café de las ciudades, un espacio de intercambio de reflexiones y miradas sobre la ciudad. Suele hablarse de la transición de un estilo de ciudad compacta, de tipo europeo, con límites claros y una separación neta entre el paisaje urbano y el rural, de alta densidad cohesionada socialmente, con espacios comerciales y residenciales mezclados, hacia el modelo de la ciudad difusa o dispersa característico de los Estados Unidos: cuidades de baja densidad, hechas para ser recorridas en automóvil, que se extienden por grandes territorios sin barreras aparentes, que carecen de centro y se parecen, en cambio, a un archipiélago o una red cuyos nodos –barrios cerrados, shopping centers, hipermercados, centros de entretenimiento, parques de oficinas, complejos de todo tipo– son cada vez más autónomos.
Los shoppings son para Corti «una de las marcas más claras de esta nueva forma de urbanización». Con una lógica «profundamente antiurbana», han introducido «algunas cuestiones de difícil aceptación para un pensamiento crítico y democrático. Son espacios de fragmentación urbana y también social. Representan la privatización del espacio público, y generan y estimulan la banalización estética».
Objetos de la globalización
Por otra parte, en el campo residencial, la tipología arquitectónica característica está representada por las llamadas torres country o torres jardín. Se trata de edificios de departamentos de gran altura y perímetro libre, que ocupan en muchos casos la totalidad de la manzana, poseen servicios comunes o «amenities» y un cerco permietral con seguridad privada.
Autopistas, centros de negocios, parques de oficinas, shoppings, hipermercados, centros de espectáculo, parques temáticos, barrios privados, complejos de torres cerradas, nuevas plantas industriales y hotelería internacional empiezan a poblar a fines del siglo XX los nuevos espacios metropolitanos. Según Pablo Ciccolella, doctor en Geografía, Ordenamiento Territorial y Urbanismo, investigador y docente de la UBA, se trata de «artefactos de la globalización y la banalidad». Contribuyen a la fragmentación de la ciudad, restringen la calidad y cantidad de espacio público y la capacidad de los ciudadanos de usarlo y atravesarlo. Además, representan «una creciente extranjerización del proceso de producción, gestión y organización de la ciudad. Más allá del origen del capital y del control global de la nueva economía metropolitana –dice Ciccolella en su libro Metrópolis latinoamericanas–, el diseño y acondicionamiento del espacio metropolitano se vuelve cada vez más externo a la ciudad misma y al país en el que ésta se asienta». En otros términos, el modo en que crecen y se transforman las ciudades depende cada vez más de «la esfera de las decisiones y estrategias globales del capital».
La inundación que padeció la ciudad de La Plata en abril de 2013 es, para Eduardo Reese, arquitecto y especialista en planificación urbana, una consecuencia de esta situación. La capital bonaerense, explica, «sufrió en los últimos años un impacto enormemente fuerte de políticas de mercado que están devastando la ciudad y agravan las condiciones de inundabilidad provocando tragedias como las del 2 de abril de 2013, con 60 muertos. Es una ciudad que se va de madre, que se va de plan, que ocupa el territorio con una lógica de mercado devastadora, que ocupa cuencas, ocupa lugares inundables, ocupa absolutamente todo».
El crecimiento de la población de las villas, con su «densificación vertical», el surgimiento de nuevas «periferias metropolitanas» en espacios subocupados, las tomas de tierras ocurridas en la Ciudad y la provincia de Buenos Aires de 2010, como la del Parque Indoamericano, cuya violenta represión terminó con 3 muertos, son otros ejemplos de lo que pasa cuando el espacio urbano y el derecho a acceder a él quedan en manos del mercado.
Especuladores
«Yo creo que el mayor problema que hemos tenido en los últimos 12 años es una contradicción política básica –señala Reese–, que es tener una política neodesarrollista en materia de inversión pública y una política neoliberal de suelo. Es una contradicción que emerge en las tomas –asegura Reese–. Nosotros solemos decir que, en estos 12 años, fuimos capaces de sacar la Ley de Matrimonio Igualitario, de Identidad de Género, meter preso a Videla, pero no pudimos hacer demasiado con respecto a los especuladores inmobiliarios. Eso muestra el poder que tienen». Sin embargo, destaca la sanción de la Ley de Acceso Justo al Hábitat en la provincia de Buenos Aires, que «vuelve a imponer la función social de la propiedad, un principio jurídico clave».
También Ciccolella ve con optimismo ciertos cambios incipientes. «El modelo de desarrollo elitista y banal ha fracasado rotundamente», asegura, y agrega que vale la pena intentar «la construcción de una ciudad y una sociedad más equitativa y solidaria». En este sentido, destaca «la formación creciente de economías alternativas y creativas y la formación y resistencia de nuevos movimientos sociales urbanos». Por su parte, la arquitecta Daniela Szajnberg (ver Un modelo…) considera que «hay numerosas experiencias urbanas y urbanísticas que dan cuenta de un modelo de ciudad más progresista, algunas de índole más sistémica, otras como experiencias más fragmentarias, con idas y vueltas».
Las políticas neoliberales no operaron sobre un territorio vacío, y el modelo que intentaron establecer se superpuso a viejas tradiciones urbanas, a culturas y arquitecturas propias de la ciudad de mediados del siglo XX. En esa superposición, a la que se suman en la última década nuevas luchas por la democratización de los espacios urbanos, se va dibujando y corrigiendo el mapa de las ciudades futuras.
—Marina Garber
Informe: Diego Braude
Daniela Szajnberg*
Un modelo más justo
–¿Las tendencias que dieron lugar a la llamada «ciudad neoliberal» siguen vigentes?
–A mí me surge explicarlo como una transición del modelo de «ciudad neoliberal» al de «ciudad neodesarrollista» o «ciudad neoinstitucionalista», como está aconteciendo en los países de América del Sur donde los sesgos de los gobiernos de los últimos 10 o 15 años han generado condiciones para que nuevos enfoques como los del Derecho a la Ciudad encontraran su caldo de cultivo. En esos países podemos encontrar un proceso emergente de incorporación de los valores y principios de integración socioespacial, sustentabilidad ambiental y tantos otros que se ha planteado el Foro Social Mundial entre 2004 y 2005 y que desde entonces han imbuido una importante porción de las políticas urbanas de ciudades de esos países, con diversos grados de desarrollo.
–¿El mercado sigue siendo el actor principal en los procesos de transformación de la ciudad?
–Hay numerosas experiencias urbanas y urbanísticas que dan cuenta de un modelo de ciudad más progresista. Por ejemplo, normativas como la Ley de Acceso Justo al Hábitat de la Provincia de Buenos Aires que introducen varios lineamientos del enfoque del Derecho a la Ciudad. Pero también es cierto que la aceleración e impacto de las inversiones del sector privado son más visibles y tangibles. Al Estado todo le resulta más complejo, más lento, con mayor nivel de participación pero también con más trabas en distinto sentido.
–¿Qué nuevas formas de acceso al suelo y a la vivienda han remplazado a políticas de otros períodos históricos?
–El modelo de ciudad neoliberal ha sido catastrófico para las políticas de acceso al suelo y la vivienda. Son tan graves las políticas de erradicación de los asentamientos precarios y villas que propulsaron los gobiernos dictatoriales como la desidia y el acostumbramiento de los gobiernos democráticos a que la falta de suelo y vivienda no eran un problema estatal. En este sentido, el Gobierno nacional y los de algunas provincias han tenido posturas más favorables al modelo de «ciudad neodesarrollista». Sin profundizar en el tema, cabe mencionar desde la creación de una Secretaría de Tierra y Vivienda a cargo de delegados de movimientos sociales hasta políticas como las del Plan Federal de Vivienda para atender la demanda de los sectores de menor poder adquisitvo, y las del plan PRO.CRE.AR para atender la demanda de los sectores de poder adquisitivo medio.
—*Arquitecta y magíster en Planificación Urbana y Regional. Docente e investigadora de la UBA. Autora de Torres amuralladas.