Las víctimas más inocentes de la guerra

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Cuatro niños por día mueren en Afganistán. Ya se hizo habitual que las autoridades occidentales tengan que disculparse por los «daños colaterales» de sus incursiones.

Despiadados. Washington acusa a los talibanes de crueldad pero sus tropas no son mejores que los que dicen combatir. (AFP/Dachary)

La incursión norteamericana en Afganistán jamás resultó un juego de niños. Once menores cayeron ametrallados a principios de abril por fuerzas estadounidenses al mando de las tropas de intervención de la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN) en ese país. Fotógrafos y corresponsales que visitaron el lugar del ataque en la provincia de Kunar, dijeron que los niños asesinados tenían entre 2 meses y 7 años de edad. Según UNICEF, sólo en 2011 murieron unos 1.200, casi 4 por día, tanto a manos de los talibanes, el grupo insurgente islamista que resiste la ocupación, como de las fuerzas de la OTAN. La muerte de dos pequeños, de 9 y 11 años, había despertado la indignación en febrero pasado. Las balas que recibieron no venían de la guerra entre guerrillas sino de la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad), que arribó al escenario asiático al ser enviada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en diciembre de 2001.
La OTAN, al mando de la tropa multibandera desde 2003, dejó caer sobre sus féretros, como corona de flores, apenas una disculpa formal. Para reforzar –dicen– la inestabilidad de la vida civil, las fuerzas de la coalición internacional evalúan extender su presencia en el país hasta 2018, cuatro años más de los previstos originalmente. Pero las autoridades afganas no ven con buenos ojos a los huéspedes: acusan a Estados Unidos de pactar con los talibanes para sembrar el caos y, de esa manera, justificar su estadía sin límites ni plazos.
«Pensaron que eran insurgentes», expresó para justificar el accionar de los suyos Joseph Dunford, el comandante que Estados Unidos designó al mando de la ISAF. «Pido personalmente disculpas y ofrezco mis condolencias a las familias de los niños muertos», concluyó en un comunicado. Dunford no se reunió con los deudos, aunque aseguró haber enviado a su personal a Uruzgan, escenario de los hechos, para investigar lo ocurrido. Hacia dentro de la tropa, el doble crimen se explicó de una manera más burocrática: el informe oficial calificó lo sucedido de «incidente operacional», terminología que se complementa con otro elemento clásico del argot militar, los llamados «daños colaterales». Con amigos así, quién necesita enemigos.
El dicho no tiene traducción eficaz ni en pastún ni en dari, los idiomas que se hablan en la república. Pero Hamid Karzai, presidente afgano, no necesitó de acrobacias gramaticales para entender lo que estaba y está sucediendo en sus tierras. Quince días antes de la muerte de los dos niños, el mandatario prohibió a su ejército que pidiera ayuda aérea a los aviones de la OTAN: un bombardeo de naves de la ISAF sobre la provincia de Kunar había terminado con la vida de 10 civiles, cinco de ellos chicos, cuatro, mujeres.
La OTAN no reaccionó públicamente entonces. El organismo ha sabido, sí, reconocer errores similares en el pasado reciente. En mayo de 2011, un comunicado le agregaba el adjetivo «sinceras» a las disculpas ofrecidas por otro bombardeo, desatado en la provincia de Helmand. El operativo causó la muerte de 5 chicos y 7 chicas. «Miren, miren, no son talibanes», gritaban los familiares de las víctimas, cargando los cuerpos frente a periodistas locales y extranjeros. En esa oportunidad, John Toolan, a cargo del mando Sur Oeste de la ISAF, fue el que salió a dar las excusas, al decir que «la pérdida de toda vida humana es una verdadera tragedia».

Justificaciones ministeriales
En marzo de ese año, el que había salido a pedir perdón fue el ex secretario de Defensa norteamericano, Robert Gates. Sus uniformados piloteaban los helicópteros que dejaron caer cuatro misiles en dos casas particulares de la provincia de Kunar. La cifra de niños fallecidos trepó a 9. Más cerca en el tiempo, en junio de 2012, 18 civiles, entre ellos 7 menores y 3 ancianos, cayeron bajo fuego aliado en la provincia de Logar. En su relato oficial, los protagonistas del operativo dijeron que estaban buscando a un líder talibán y que fueron atacados por insurgentes, por lo que se vieron obligados a responder con su equipamiento pesado. Mataron a 6 de los agresores, aclararon. La explicación no pareció novedosa y las repercusiones, menos.
Otra vez el máximo responsable de las fuerzas de la OTAN, por aquellos días el norteamericano John Allen, presentó sus condolencias a los parientes de los muertos para dar por concluido el asunto. Las miras de las armas de la ISAF parecieran torcerse a menudo. No sólo fronteras adentro de Afganistán, también en tierras vecinas. En noviembre de 2011, la OTAN calificó de «accidente trágico» la pérdida de 24 efectivos paquistaníes en su tierra, después de que los hombres de la coalición se confundieran –o no– de enemigo.

Maniobras
El presidente afgano pateó un tablero que, en rigor, flota sobre arenas movedizas. La última semana de febrero, Hamid Karzai solicitó que las tropas norteamericanas abandonaran la provincia de Wardak. Las acusa nada menos que de crear allí grupos armados ilegales que azotan a la población. El vocero de la primera magistratura, Aimal Faizi, multiplicó las denuncias de los habitantes del lugar. «La gente –reveló– se quejó de que las fuerzas especiales de Estados Unidos han estado actuando a su antojo con los suyos. Los torturan, los matan. Contaron que, por ejemplo, sacaron de sus casas a unas 10 personas, a quienes no volvieron a ver jamás». La presencia norteamericana también contaminó a la policía nacional, la APL, indican. Según un reporte de la ONG Human Right Watch, parte de la fuerza afgana, que recibe entrenamiento y armas de Estados Unidos, comete asesinatos, violaciones, detenciones arbitrarias, secuestros y apropiación de bienes. Están señalados de ser más brutales que los combatientes que enfrentan.
De 2001 a esta parte, la guerra, al menos en términos bélicos, no ha reportado grandes resultados para los que llegaron del extranjero. Barack Obama, el presidente estadounidense, confió en mayo pasado que ya habían quebrado el «auge talibán». Cuatro meses después declaró: «Hemos logrado la declinación talibán». En términos geográficos, el dominio del grupo insurgente está en retroceso. Pero no desapareció de escena ni perdió poder de fuego. Si será una pieza importante todavía, que hasta se los acusa de estar pactando con Estados Unidos a espaldas del gobierno local.
El presidente Karzai, otra vez, encendió la mecha, y en términos similares. «Los líderes talibanes y los estadounidenses –señaló– mantienen conversaciones diarias en un Estado del Golfo Pérsico». Según esta afirmación, los encuentros se habrían producido en Catar. «Los atentados guerrilleros –agregó Karzai– sirven para que los Estados Unidos permanezcan más tiempo en Afganistán».
El jefe de Estado afgano busca ganarle de mano a la maniobra norteamericana que denuncia. También en Catar, el mandatario se reunió con el máximo líder político local, el emir Jaliza al Zani, a quien le solicitó gestionar la apertura de una oficina de los talibanes, para agilizar los contactos que propicien, sino la paz, al menos una tregua en el largo combate. No son pocos los hombres de Karzai que sostienen que son ellos los que deben asumir la negociación con el enemigo, en tanto Estados Unidos –como Afganistán señala– siga apostando a que «cuando peor, mejor». La hipótesis choca con lo que Obama prometió al asumir su segundo mandato, cuando anunció que haría regresar a 34.000 de los 66.000 soldados que permanecen en la zona de conflicto.
En 2011, el mandatario había ido más lejos al prometer que en 2014 culminaría su campaña militar en esa parte de Oriente Medio. Las palabras cobran, ahora, otro significado, especialmente cuando la OTAN se comprometió a operar con una dotación mínima luego de que el año próximo se cumpla el plazo que les dio las Naciones Unidas. La fuerza internacional contempla conservar el número máximo de efectivos cinco años más. El saliente secretario de Defensa norteamericano, León Panetta, admitió a su turno que esta opción está siendo considerada seriamente por Obama.

Personal de reemplazo
Chuk Hagel es el hombre que la Casa Blanca designó en reemplazo de Panetta. Fue un crítico de la invasión a Irak a pesar de haber sido miembro del partido republicano y apenas ocupó su nuevo cargo manifestó que Estados Unidos no tenía intenciones de permanecer indefinidamente en Afganistán. Llegó a principios de mes a Kabul, capital afgana, y fue recibido por un ataque terrorista talibán que mató a 9 personas. Hagel desmintió rotundamente las acusaciones del presidente Harzai sobre una complicidad de las fuerzas de ocupación con los insurgentes. Iban a presentarse juntos en una conferencia de prensa, pero el atentado modificó los planes.
El comandante norteamericano Joseph Dunford, mandamás de la tropa aliada, amplió conceptos de su jefe inmediato. «Hemos peleado muy duro en los últimos 12 años –dijo–. Hemos derramado muchísima sangre, hemos hecho mucho para contribuir al aumento de las fuerzas de seguridad afganas como para que se piense que la violencia y la inestabilidad serían una ventaja para nosotros”.
La ecuación política y social en Afganistán no resulta sencilla para los dueños de casa, tampoco para los invitados. La indiscriminada ofensiva militar aliada trae más problemas que soluciones y rompe más puentes de los que intentó tender con la población. El fantasma de Vietnam asusta de solo nombrarlo. El gobierno local, en tanto, necesita ayuda, pero no está dispuesto a pagar cualquier costo a cambio. Cuando las Torres Gemelas todavía humeaban, el viaje a Afganistán parecía un paseo. El periplo ya superó la década y, por lo que se ve, Estados Unidos aún exhibe solo pasaje de ida.

Diego Pietrafiesa

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