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Casinos y bingos se multiplican en todo el país, con una oferta que seduce sobre todo a sectores de ingresos medios y bajos. Un negocio en el que siempre gana la banca.

 

(Télam)

El Hipódromo Argentino de Palermo tiene más tragamonedas que el casino más grande del mundo, que se encuentra en Macao, China: 4.500 slots en la sala de juegos porteña frente a las 1.953 del Venetian, un complejo de 46.000 metros cuadrados ubicado en la región administrativa especial de la costa sur de la República Popular China. En Tierra del Fuego hay una máquina cada 101 habitantes, una tasa superior a la de territorios con altos niveles de consumo de juegos de azar, como Australia, Gibraltar e Italia, que se ubican, respectivamente, en séptimo, octavo y noveno lugar en la lista de los 10 países con más tragamonedas per cápita del mundo. Otra lista, la de las pérdidas netas en juegos de azar como porcentaje del PIB, elaborada por la agencia Bloomberg, tiene a la Argentina en un triste tercer lugar con el 1,37%, detrás de Armenia (1,65%) y Australia (1,44%). Federico Poore y Ramón Indart aseguran en el libro El poder del juego que en 2013 los argentinos apostaron 105.600.000.000 pesos en bingos, casinos y billetes de lotería, unos 2.500 pesos por persona. Los periodistas accedieron a este dato tras una ardua investigación, ya que ningún organismo provincial ni nacional está dispuesto a hacer pública la información sobre el volumen de una de las actividades económicas más rentables de las últimas décadas. «Argentina es una de las 10 plazas de juego más grandes del mundo –señala al respecto, en diálogo con Acción, Federico Poore–. Es cierto que el juego creció a nivel mundial en las últimas dos o tres décadas pero, para el tamaño que tiene el país, para el perfil demográfico que tiene la Argentina, hay muchísimas salas de juego. La explosión que sucedió aquí no tiene parangón en otros estados de Latinoamérica».
En salas de juego de las grandes ciudades pero también de pequeños pueblos, en barrios de altos ingresos o en las desoladas avenidas de los suburbios, el dinero circula, incesante, desde los bolsillos de los clientes a las cajas siempre ávidas de los empresarios del azar. La industria del juego viene creciendo sin pausa desde comienzos de este siglo y su avance no parece encontrar demasiados obstáculos. La debilidad de las regulaciones y las ganancias extraordinarias que obtienen los operadores son dos de los rasgos principales de un negocio del que el Estado, además, participa como socio del capital privado y recurre a él en busca de fondos en situaciones de emergencia. Al respecto, un informe del Instituto de Juegos de Apuestas de la Ciudad de Buenos Aires (IJACBA) señala que «desde mediados de los 90, cuando se produjo la transferencia de la regulación de los juegos de azar del Estado Nacional a las provincias, este sector fue fuente de financiamiento permanente para gobernadores de todos los signos políticos».
También Indart y Poore destacan que los estados provinciales, impulsados por las crisis cíclicas de los presupuestos locales, suelen recurrir al juego para obtener fondos. «En algunos casos –señalan–, cediéndoles el negocio a los privados. En otros, aliándose con ellos para la explotación de bignos, casinos y loterías, pero en esquemas que en muchos casos los siguen teniendo como el socio bobo. En la provincia de Buenos Aires, de cada 100 pesos que se juegan en los slots de los bingos, solo 5 van a parar al Estado. Mientras tanto, algunas provincias presentan un irrisorio “canon fijo por máquina” que los empresarios pagan sin mayores problemas mientras disfrutan de escandalosas exenciones impositivas».
Un dato que llama la atención, según apunta el trabajo del IJACBA, es que el sector fue uno de los menos perjudicados por el impacto de la crisis financiera mundial de 2007-2008. «La actividad del juego de azar posiblemente resultó de las menos perjudicadas en un escenario de fuerte desaceleración de la economía, porque aun en el peor momento, la gente siguió apostando». La explicación remite no solo al deseo de los apostadores de «querer salvarse cuando su situación personal empeoraba», sino también a que el propio Estado incrementó en la crisis su necesidad de financiamiento. En este sentido, agrega el informe, «no fue casual que ante un 2009 que se presentaba como un año difícil en materia fiscal, el Poder Ejecutivo de la provincia de Buenos Aires haya avanzado con proyectos para habilitar hasta 8 salas de juego en su territorio».

 

Más y distintos
En la Argentina hay más de 500 casinos y la mayoría de ellos surgieron en la última década. Las salas de juego no solo son más que en el siglo pasado –en 1944, cuando el Estado tomó a su cargo la administración de los casinos, eran apenas 18–. También son muy distintas. En efecto, desde la inauguración de los primeros casinos del país –como el del Hotel Victoria, en Quequén, en 1895, y el del Hotel Bristol de Mar del Plata, en 1889–, las salas de juego estuvieron vinculadas con el turismo y orientadas a un público restringido: el de las elites veraneantes, único sector de la sociedad que gozaba de un bien escaso como el ocio. A partir de la década del 40 del siglo XX, la situación comenzó a cambiar, junto con la paulatina transformación de la estructura social del país. Mar del Plata, ejemplo paradigmático de la comunión entre el juego y el turismo, dejó de ser una villa balnearia exclusiva para abrirse primero a las franjas más acomodadas de los sectores medios y luego a los trabajadores sindicalizados. Paralelamente, la composición social del público del casino comenzó a volverse más amplia y heterogénea, pero el juego no perdió su carácter de actividad extraordinaria, vinculada con el tiempo de ocio y restringida a los lugares de veraneo. En ese mismo sentido estaba orientada la primera norma que reguló el funcionamiento de las salas de juego, la Ley 4.588, sancionada por el Congreso de la provincia de Buenos Aires en 1937, que establecía una distancia mínima de 350 kilómetros entre la Capital Federal, lugar de residencia de la mayoría de los jugadores, y los casinos.

(En La Vuelta)

En 1944, el gobierno de Edelmiro Farrell tomó a su cargo los casinos, salas y centros de esparcimiento, otorgando a la Lotería Nacional de Beneficencia su administración y explotación. El decreto 31.090, de noviembre de 1944, aseguraba que el objetivo era reducir la difusión del juego, procurar que sus efectos alcanzaran lo menos posible a las clases modestas y destinar sus beneficios a obras de asistencia, para «devolver a la colectividad, en forma de una acción social bien orientada, las sumas de dinero comprometidas en tan superfluas como azarosas inversiones». Entonces había casinos en las ciudades de Mar del Plata, Necochea y Miramar, y luego se agregarían Iguazú, Resistencia, Alta Gracia, La Cumbre, Bariloche, las Grutas, Sierra de la Ventana y Pinamar, entre otros destinos turísticos.
Hoy, en cambio, las salas de juego están en todas partes. Las hay en lugares tan disímiles como el barrio porteño de Puerto Madero o las localidades bonaerenses de Los Polvorines, Lanús, Temperley, Villa Insuperable o San Martín; y en ciudades pequeñas como Las Heras y Pico Truncado (Santa Cruz), Ingeniero Jacobacci y General Roca (Río Negro), El Soberbio (Misiones). La tendencia parece apuntar a que todo ciudadano tenga un lugar para apostar a pocas cuadras de su casa: que el juego se convierta en una actividad cotidiana, al alcance de la mano los 365 días del año y, en muchos casos, las 24 horas del día. Ya a fines de los 90 el escritor Mempo Giardinelli observaba en su libro Los argentinos y el fin de milenio que en su zona de residencia, «que abarca dos capitales de provincia (Resistencia y Corrientes) habitadas por poco más de medio millón de personas, la gran mayoría de las cuales viven en horrorosas condiciones de pobreza y marginalidad, víctimas del desempleo masivo, porque en los últimos veinte años se han cerrado más de 200 industrias, hay tres casinos, dos bingos y más de una docena de salas de máquinas tragamonedas de apostar llamadas “video-póker” o, en la jerga popular, “timbas electrónicas”, las cuales están abiertas las 24 horas».
Era el inicio de una tendencia que llegaría a consolidarse en la primera década de este siglo: proliferación de salas dedicadas a los sectores medios y bajos y remplazo de los clásicos juegos de mesa (cartas y ruleta) por las máquinas tragamonedas, un negocio al que le convienen los apostadores frecuentes, de sumas no tan grandes pero repetidas en el tiempo, que concurren a los casinos varias veces por semana. El hecho de que, como remarcan Indart y Poore, la tasa de ganacia –net win– de quienes operan los 70.419 slots que hay en el país sea la más alta de toda América Latina, sumado a algunas de las características de las máquinas –la inmediatez, la posibilidad de jugar en soledad, sin contacto con otras personas, el anonimato– las convierte en verdaderas estrellas del auge de los juegos de azar en nuestro país.

(Kala Moreno Parra)

Las máquinas tragamonedas, sobre todo en el territorio bonaerense, recaudan más que las ruletas y las mesas de black jack de los casinos cinco estrellas. La mayoría del dinero que se llevan los operadores no proviene de los sectores privilegiados, como ocurría con los casinos de la primera mitad del siglo XX, sino de personas de ingresos medios y bajos. «La mayoría de las salas de bingo, al menos en provincia de Buenos Aires, están localizadas en lugares pobres –explica Poore–. El esquema es así: van un montón de pobres, dejan un montón de plata, una parte se devuelve en premios y, del resto, el 66% se la lleva el empresario y el 34% ni siquiera vuelve directamente a desarrollo social porque hay que bancar el funcionamiento del Instituto Provincial de Lotería y Casinos, la publicidad, etcétera. No estamos hablando de un criterio de distribución progresivo, donde sectores de altos ingresos van a jugar y parte de eso va a beneficencia, que era el esquema del primer peronismo. Acá tenemos un esquema que es el peor de los mundos: le estás sacando plata a los pobres, buena parte de eso va al empresario y las monedas les quedan de vuelta a los pobres».

 

El gran salto
En la provincia de Buenos Aires, la presencia de las máquinas tragamonedas en los bingos –surgidos, es bueno recordarlo, como «salas de entretenimiento familiar»– se habilitó en diciembre de 1998. En la actualidad, la provincia cuenta con 21.870 slots-, «casi el doble –señalan Indart y Poore– que en toda Polonia, país de más de 38 millones de habitantes. Los bonaerenses tienen apenas 5.000 slots menos que todo el estado de Nueva Jersey, cuna de Atlantic City». El segundo distrito con más máquinas del país es la Ciudad de Buenos Aires: Lotería Nacional declara 6.031 tragamonedas entre el Casino Flotante y el Hipódromo de Palermo. También aquí las máquinas son la principal fuente de ingreso de los operadores. En efecto, el gran salto en materia de volumen apostado se produjo, según el IJACBA, a comienzos de la década pasada, en coincidencia con la autorización a incorporar juegos de resolución inmediata por medio de máquinas electrónicas en el distrito, que se produjo en setiembre de 2002. «Entre 2002 y 2004 –señala el organismo– lo apostado en la Ciudad de Buenos Aires aumentó un 150% (de 2.000 a 5.000 millones de pesos), un crecimiento logrado gracias a lo producido con las tragamonedas, que representan en ese período un 48% del total de lo jugado, 5 veces más que los bingos.

Viejos tiempos. El casino de Mar del Plata en la década del 80: el juego era aún una actividad restringida a los lugares de veraneo. (Archivo Acción)

15.000 de los slots bonaerenses funcionan día y noche, agregan Indart y Poore, y entre 5.200 y 8.000 trabajan para una sola empresa: Codere, Compañía de Recreativos, una de las 200 empresas que más facturan en la Argentina, por encima de gigantes como Philips, Sony o McDonald’s. «En el ranking de las 140 empresas más importantes que operan en el país –agrega el informe del IJACBA–, figuran, en puestos relevantes, dos gigantes de la industria del juego. Entre las más poderosas del sector, se destacan el grupo español Codere y Casino Club –de Cristóbal López–, que están entre las 500 compañías principales de la Argentina por su elevado nivel de facturación. Otros dos gigantes del juego en el país son la española Cirsa y la poderosa Boldt». Indart y Poore agregan a otros «ganadores en el campo empresario: Antonio Tabanelli, José Martínez Sampedro, Daniel Angelici y Daniel Mautone».

 

Arquitectura del azar
En el Hipódromo de Palermo, cuya concesión está en manos del empresario Federico de Achával y Casino Club, la empresa de Cristóbal López, las 4.500 máquinas que reciben al visitante abruman por su cantidad y trazan en el espacio de casi 30.000 metros cuadrados intrincados laberintos de pasillos angostos. Los viejos bingos bonaerenses, hoy abarrotados de slots, reproducen la misma disposición. En todos ellos, el sonido de las máquinas acoge a los jugadores como un matra o un arrullo que calma y al mismo tiempo estimula. Monótono, cíclico, contribuye, tanto como la ausencia de espejos, relojes y ventanas, a poner en suspenso tanto la conciencia del paso del tiempo como el contacto con el mundo exterior. Todo invita a perderse allí, en esos laberintos electrónicos de pantallas multicolores. Y para eso están diseñados: no solo para perder dinero, sino también la orientación y el control. Más allá de las diferencias de recursos, todas las salas de juego tienen un aire de familia, que remite, a su vez, al estilo de los casinos de Las Vegas, cuya ostentación pródiga en falsas columnas, pintura dorada y alfombras mullidas en la gama del rojo ha sido cuidadosamente diseñada por expertos. Según Bill Eadington, director del Instituto del Juego de la Universidad de Nevada, el diseño y la arquitectura son dos de los elementos más importantes para logar el objetivo de cualquier casino exitoso: «que los clientes vuelvan una y otra vez».
El IJCABA destaca que «entre las estrategias de mercado se destaca el uso permanente de la luz artificial orientada a reforzar la condición escénica del espacio e impedir la percepción del paso del tiempo, la instalación de cajeros automáticos con el fin de facilitar el acceso inmediato al dinero y la política comercial que otorga premios a los jugadores habituales con alto nivel de apuestas. En pocas palabras, las empresas del sector llevan adelante profusas y complejas estrategias comerciales orientadas a promover, sostener e incrementar la permanencia y el nivel de apuestas de los jugadores».
Las estrategias, sumadas al incesante aumento de la oferta, parecen ser exitosas, y logran que el círculo –en ocasiones vicioso– de los juegos de azar no deje de girar ni siquiera en tiempos de crisis. El IJACBA destaca que «en los últimos 40 años la expansión mundial de los juegos de azar se acompañó de un cambio en el modo de jugar de gran cantidad de individuos, llevándolos en algunos casos a convertirse en jugadores compulsivos, patológicos o ludópatas».
Entre las principales motivaciones de las personas que llaman a la línea de ayuda al jugador compulsivo de la Ciudad de Buenos Aires se encuentran la soledad, las razones familiares, la desesperanza, los motivos económicos, las separaciones, el fallecimiento de algún ser querido o el nido vacío tras la partida de los hijos. En tanto, solo un 14,4% dice jugar «por diversión». Los propios jugadores buscan explicaciones a su adicción, según relata el IJacBA, en «el deterioro generalizado de los vínculos interpersonales que deviene específicamente en un número mayor de personas que se sienten solas, y que tienen problemas familiares como causa fundamental, cuestiones que hablan de una subjetividad propia de la época, signada por sentimientos de angustia, incertidumbre y soledad».
Considerada por algunos especialistas como una expresión más del hiperconsumismo de las sociedades contemporáneas, catalogada por la Organización Mundial de la Salud como un trastorno mental, responsable de numerosas tragedias individuales y familiares, la ludopatía encuentra sin dudas condiciones  favorables para su desarrollo cuando se debilitan las regulaciones y el Estado aborda la cuestión del juego con criterios exclusivamente recaudatorios.

Marina Garber
Informe: Diego Braude

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