13 de noviembre de 2014
La masacre de estudiantes en Iguala reavivó las denuncias de connivencia entre bandas criminales, fuerzas de seguridad y dirigentes políticos. Peña Nieto y sus golpes de efecto.
Un grupo de policías reprime a 80 estudiantes y secuestra a 43 de ellos. Luego los entrega a una temible banda narco. Los criminales llevan a los jóvenes hacia un basurero cercano y los asesinan a sangre fría. Una vez muertos, los arrojan al fondo de un pozo y, como si fueran leña, los prenden fuego. A las pocas horas, cuando las llamas dejan de arder, ponen sus restos en seis bolsas de plástico y los tiran al río.
Parece ficción. O un caso de horror típico de las dictaduras latinoamericanas, al que se le suma el componente narco. Pero no. Es la realidad que vive México, un país en el que la llamada «guerra contra el narcotráfico» ya dejó un saldo de más de 100.000 muertos y 20.000 desaparecidos en los últimos 8 años.
El caso de los estudiantes de la ciudad de Iguala, desaparecidos el pasado 26 de setiembre, es apenas una pequeña muestra de la delicada situación que atraviesa hoy el territorio mexicano. Allí, la connivencia entre fuerzas de seguridad, dirigentes políticos y crimen organizado puso en jaque al presidente Enrique Peña Nieto, quien vive sus días más difíciles desde que llegó al poder en diciembre de 2012.
Miles de personas salieron a las calles para pedir la aparición con vida de los jóvenes, mientras organismos defensores de los Derechos Humanos cuestionaban duramente la actuación del gobierno federal. Y, a pesar de que el fiscal que investiga el caso confirmó que los estudiantes fueron asesinados, sus padres no lo creen. «Para nosotros, mientras no haya pruebas, nuestros hijos estarán vivos», dijeron a la prensa.
El caso volvió a poner bajo la lupa la política de seguridad implementada por Peña Nieto, quien asumió la presidencia el 1º de diciembre de 2012. El líder del Partido Revolucionario Institucional (PRI) llegó al poder con un discurso de cambio, de ruptura respecto de lo hecho por su antecesor, Felipe Calderón. Y prometió abandonar la calamitosa guerra abierta en 2007 –que propició la militarización de las calles y más de 12.000 desapariciones en solo 6 años– para adoptar una nueva estrategia de lucha frente al drama provocado por los poderosos cárteles.
«La lucha contra el narcotráfico o crimen organizado fue uno de los grandes fracasos del sexenio anterior. No solo no logró siquiera disminuir la presencia criminal en el país sino que la hizo mucho más evidente, multiplicando cárteles por todo el país y llenándolo de dolor y sangre», analizó Peña Nieto apenas comenzó su mandato. Y lanzó el «Pacto por México» que, entre otras cosas, prometía convertir la defensa de los derechos humanos en una «política de Estado».
También emitió una directiva dirigida a las Fuerzas Armadas que prohibía «el uso de la tortura, tratos crueles, inhumanos y/o degradantes en toda diligencia o actuación». El plan era claro: había que revertir las condiciones sociales, económicas y culturales que propician la violencia, el delito y la existencia de mercados ilegales; había que garantizar que la policía y los militares respetaran los derechos humanos.
El discurso fue repetido hasta el hartazgo en los principales canales de la televisión mexicana. Sobre todo en los programas de su gran aliado mediático, el gigantesco emporio Televisa. Pero poco fue lo que cambió. Cuando aún no se cumplió un tercio del mandato de 6 años, Peña Nieto tiene en sus espaldas una cifra escalofriante: 8.334 desaparecidos en solo 23 meses, según información del Registro Nacional de Personas Extraviadas o Desaparecidas.
Distintos organismos internacionales denunciaron que aún no hay respuestas por parte del gobierno a las desapariciones. Tampoco se investigan los casos de abusos del pasado, mientras aumentan los riesgos para periodistas y activistas que denuncian el accionar de los narcos y la policía.
El país continúa sumergido en una crisis que permite la impunidad absoluta en casos de torturas y ejecuciones extrajudiciales. Los operativos militares y los denominados mixtos (de tipo policial-militar) aumentaron en forma paralela a las violaciones a los derechos humanos, lo que motivó fuertes críticas del Relator Especial de la ONU sobre ejecuciones arbitrarias, Christof Heyns.
También el director para América de la Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, lamentó que en México haya 5.500 investigaciones abiertas por presuntos abusos de militares contra civiles, de las cuales solamente cuatro están «cerradas con una condena». «Ese es el récord que deja una política que impuso el abuso y la arbitrariedad», sentenció Vivanco. Por su parte, el ex juez español Baltasar Garzón consideró que los crímenes de las fuerzas de seguridad son «de lesa humanidad» y advirtió: «El genocidio no está lejos de México».
«Macdonalización»
México se convirtió en un «narcoestado». Es decir, un territorio en el que las principales instituciones están infectadas por la influencia de los cárteles. «Es tal la magnitud de los delitos que no podrían realizarse sino a partir de la complicidad con el Estado. Las investigaciones periodísticas han dado cuenta de esta relación al denunciar que gobernantes y funcionarios estatales a nivel federal reciben “salarios” de los grupos del narco», aseguró Mónica Mexicano, miembro de la Asamblea de Mexicanos en Argentina.
Según distintos especialistas en seguridad, la política de Peña Nieto apuntó fundamentalmente a dar golpes de efecto para «tranquilizar» a la población y satisfacer las exigencias estadounidenses. Así se sucedieron las detenciones de importantes y famosos líderes narcos, como la del jefe del cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán, uno de los más buscados del mundo. También quedó tras las rejas el capo del cártel Guerreros Unidos, Sidronio Casarrubias Salgado, quien una vez arrestado reconoció que pagaba la totalidad de los salarios de las policías municipales de Iguala –donde ocurrió la desaparición de los 43 estudiantes–, dejando una vez más en evidencia los estrechos nexos entre el narcotráfico y las fuerzas de seguridad.
«Si bien es importante y son buenas noticias que detengan a criminales de este calibre, apenas se trata de cambios de figuritas. El problema de fondo no se resuelve, porque hay toda una estructura financiera montada legalmente, con lavado de dinero incluido, que es a donde deberían llegar las autoridades», explicó la periodista mexicana Cecilia González. La autora del libro Narcosur agregó que «nunca se llega a las corporaciones que apoyan o se benefician con estas organizaciones. Son financieras, bancos que lavan dinero, los que triangulan el dinero del narcotráfico».
Efectivamente, las bandas narco ya funcionan en México como verdaderas multinacionales. Es lo que muchos llaman la «macdonalización» del negocio: trasciende fronteras y cuenta con profesionales de todo tipo, como ingenieros, biólogos, contadores y abogados. Algo lógico para un rubro que, solo en territorio mexicano, genera 10.000 millones de dólares anuales. Un 90% de las ganancias se lava en Estados Unidos, el principal mercado mundial de drogas.
No se puede soslayar cuando se analiza la forma de combatir al narcotráfico que este fenómeno crece en un contexto económico de inequitativa redistribución de la riqueza. Es que mientras toneladas de dinero quedan en los bolsillos de los traficantes y sus cómplices, gran parte de la población mexicana continúa viviendo en precarias condiciones. Según los últimos datos de la CEPAL, México es el único país de América Latina en el que aumentó la pobreza y la indigencia, que afectan al 51% de la población.
Son las consecuencias de años ininterrumpidos de políticas neoliberales, desde la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), pasando por las de Vicente Fox (2000-2006) y Felipe Calderón (2006-2012). Peña Nieto prometió un cambio de libreto, con medidas como la creación del Sistema Nacional contra el Hambre, a la que consideró «una estrategia integral de inclusión y bienestar social». Pero la continuidad neoliberal prevaleció, tal como evidencia la apertura al sector privado de la estatal Pemex (Petróleos Mexicanos), máximo símbolo de la soberanía nacional.
La iniciativa de Peña Nieto es algo a lo que no se había atrevido ni el más privatista de los mandatarios de las últimas dos décadas. «Estoy seguro de que Cárdenas hubiese hecho lo mismo», dijo el presidente para justificar sus verdaderas intenciones: hacer del país un terreno fértil para la llegada de inversiones. Pero sus palabras fueron refutadas por uno de los hijos del creador de Pemex, Cuauhtémoc Cárdenas. «Con este proyecto se abre la posibilidad de desplazar de manera absoluta al Estado de los sectores energético y eléctrico», opinó el fundador del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Y remató: «Desde luego que no hay ninguna unión entre lo que hizo mi padre y lo que pretende hacer hoy Peña Nieto. Ofende a la inteligencia y al sentido común. Nadie más lejos de una política entreguista que Lázaro Cárdenas».
—Manuel Alfieri