27 de noviembre de 2014
Llegó al poder en medio de la crisis, sin haber sido votado y, con un estilo dinámico y juvenil, quiere cambiar el país. Los sindicatos en pie de guerra contra la flexibilización. Su acuerdo con Berlusconi.
Si algo caracteriza a Matteo Renzi es su irrefrenable ansia de poder. Lo cual lo hace decidido, audaz y con ese toque entre irreverente e inescrupuloso que los italianos tanto valoran, aunque rechacen esta imagen que les devuelve el espejo. De otro modo no se explica que Silvio Berlusconi haya sido el gran arquitecto de la política de ese país durante más de dos décadas. Peor aún, que gracias a Renzi todavía lo siga siendo, a pesar de que la Justicia hace tiempo lo puso en la mira y le hace pagar viejas cuentas pendientes que lo dejan fuera de la carrera para ocupar cargos públicos.
La extraña alianza entre el actual presidente del Consejo de Ministros de Italia –cargo que se conoce como Primer Ministro– y el líder de la derecha había despuntado a principios de este año, cuando se reunieron para delinear aspectos de una reforma a la ley electoral que permitiera la gobernabilidad en un país tan acostumbrado a los vaivenes políticos desde el fin de la Guerra Mundial. Renzi, que era el alcalde de Florencia y acababa de ganar la secretaría del Partido Democrático, la alianza entre sectores de los tres más grandes partidos de la posguerra, el Partido Comunista Italiano (PCI), el Partido Socialista (PSI) y la democracia cristiana (PDC). Berlusconi era poco menos que un cadáver político tras las últimas condenas por fraude y el escándalo de prostitución que lo vinculó con la menor Karima el Marough, más conocida como Ruby. Fue un golpe mediático importante ya que daba en el corazón del endeble consenso que mantenía en el gobierno a Enrico Letta, también del PD. Italia sufre desde hace años una caída en la actividad económica pero sobre todo en la institucionalidad; mucho antes de que la crisis financiera se extendiera por gran parte de la Europa del sur.
Renzi, un florentino nacido en enero de 1975, creció en ese ambiente de inestabilidad política que solo un líder controvertido como Giulio Andreotti podía mantener en pie. Il divo comandó la Democracia Cristiana en el marco de una fuerte alianza para mantener fuera del poder al PCI, por entonces el partido comunista más poderoso de Occidente. Y lo logró de un modo tan efectivo como oscuro, al punto que terminó sus días acusado de relacionarse con la mafia y la CIA y sospechado por su pasividad ante el crimen de Aldo Moro en 1978.
El actual primer ministro proviene de un hogar democristiano y su tesis doctoral, cuando se recibió de abogado en la Universidad de Florencia, versó sobre Giorgio La Pira, un católico militante que fue alcalde florentino en los 60 pero que al mismo tiempo mantuvo contactos con el mundo soviético y fue un luchador por el fin de la guerra de Vietnam.
Su primera incursión en la política fue precisamente en el Partido Popular Italiano, heredero de la DC, enfrascada en 1994 en una crisis terminal por sucesivos escándalos de corrupción de los que no fue ajeno Andreotti ni toda la dirigencia que lo acompañó. Caída la Unión Soviética y con su propia crisis de identidad en el PCI, la DC había dejado de ser funcional para detener el avance comunista. Sin un líder de la talla de Il divo, Il cavaliere, como se conoce a Berlusconi, fue la salida que encontró el establishment italiano para mantenerse en el poder real. Empresario de medios, bon vivant y desprejuiciado, encarnaba en los años de apogeo del neoliberalismo el ideal de triunfador que la sociedad italiana anhelaba como modelo. Pero tras casi 20 años de «éxitos», Berlusconi cayó en desgracia y con él creció la inestabilidad, justo cuando el resto del continente le exigía mayores ajustes y cambios económicos al país. Reformas imposibles de sostener sin un gobierno fuerte o de consenso.
Para cuando moría Andreotti, en 2013, y Berlusconi ya estaba raleado del poder por sus problemas tribunalicios, el PD ganó las elecciones llevando al frente a Pier Luigi Bersani, un boloñés con poco carisma que no logró formar gobierno a pesar de haber ganado los comicios parlamentarios y tampoco pudo promover un candidato para la presidencia del país, un cargo más bien simbólico pero que resulta a la postre fundamental para mantener la institucionalidad.
Ya por entonces Renzi se alistaba para la toma del poder. Lo consideraban los medios amigos como el Tony Blair italiano, el Berlusconi 2.0; los otros lo llamaban Il piacione, una palabra que designa a esos personajes que desesperadamente buscan agradar a todo el mundo. En una maniobra desesperada para no dejar todos los cargos vacantes, la Legislatura aprobó una medida inédita en la historia de la democracia parlamentaria de Italia: prorrogó la presidencia de Giorgio Napolitano, un ex integrante del PCI que a los 89 años puede decirse que las vio todas.
El eterno
Napolitano, que ya anunció su deseo de dejar el puesto a la brevedad, nombró sucesivamente para hacerse cargo de la papa ardiente de la jefatura de Gabinete a un tecnócrata de la Unión Europea que había hecho sus primeros pasos en la banca Goldman Sachs, Mario Monti, y luego del frustrado triunfo de Bersani, a Letta. La embestida final de Renzi se produjo en febrero de este año, cuando tras conseguir la secretaría general del PD hizo retirar el apoyo parlamentario a su correligionario. Tras su fustigado encuentro con Berlusconi y la promesa de cambios en la ley electoral, era el único que podía prometer una salida al estancamiento en que estaba la economía y ante la falta de perspectivas de solución a corto plazo. Entendió que no hay nada peor que no hacer nada pero además, a los 39 años, era el único que podía expresar el descontento de una generación que se había criado en el desánimo y la vaciedad.
Porque el otro personaje que podría representar el cambio que la sociedad reclamaba, el cómico Beppe Grillo, se había ido ahogando en su propia salsa desde ese mismo comicio, en que despuntó como sorpresa de la antipolíitica pero no pasó de ser un representante testimonial sin respuesta a reclamos más concretos para la ciudadanía que no fuera el descontento moral por el desmanejo de la cosa pública. Renzi pertenece a la misma dirigencia y se ofrece como el medio para avanzar hacia el futuro desde otro rincón de la política. De hecho su eslogan es que llegó para cambiar Italia y no simplemente para administrarla.
Tiene razón Berlusconi cuando dice que fue el último premier elegido por el voto del pueblo. Pero al menos Renzi se dio un baño de triunfo electoral en mayo pasado, cuando en la votación para el europarlamento logró más del 40% de los sufragios, siendo el mandatario de centroizquierda más votado en el continente. Una elección que normalmente no aporta mucho fue el espaldarazo para reforzar el liderazgo del joven impetuoso al que muchos comparan a otro gran florentino, Maquiavelo.
Envalentonado con al resultado, Renzi planteó en la cumbre europea poner fin a la era de los recortes en la región para avanzar hacia la reducción del desempleo. La exigencia de un nuevo Pacto de Estabilidad alarmó a conservadores y socialdemócratas. Hasta el francés François Hollande, que había llegado al poder con la agenda del socialismo y luego dio un giro de 180 grados, quedó descolocado al verse acorralado por izquierda. Pero claro, el PSF está entre los que más perdieron en ese fatídico 25 de mayo en que la derecha xenófoba y antieuropea cantó presente desde las urnas.
Durante lo que va del año, Renzi mantuvo una reunión mensual con Berlusconi. La obsesión de ambos es reformar las leyes políticas para garantizar un bipartidismo que permita la gobernanza. El derechista lo hace para mantener su cuota de influencia con su partido, Forza Italia. El premier, para consolidarse como el líder de los años que vienen. «Se necesita un sistema para gobernar Italia, con un ganador claro la misma noche de las elecciones», señalaron Renzi y Berlusconi.
La idea que plasmaron es que en el futuro el partido que alcance el 40% de los votos obtendrá la mayoría de escaños gracias a una «prima del vencedor» que le daría un plus de legisladores. En caso de que nadie logre esa cifra, se deberá realizar un balotaje con los dos partidos que hayan tenido más votos. Difieren acerca de si ese plus de legisladores corresponderá para la coalición más votada o para el partido en forma individual, pero la frutilla del postre es que se comprometieron a que los integrantes del actual Congreso permanezcan en sus puestos hasta 2018, lo cual tranquilizaría a los que ocupan cargos y a la vez permite a Renzi implementar las medidas que se propone para su modelo.
Plan conflictivo
El otro gran cambio de Renzi se basa en la reforma de las leyes laborales. Es un plan de flexibilización muy resistido por los sindicatos, que ya le hicieron dos paros, sumando otro el 12 de diciembre, y también dentro de la propia agrupación política que sostiene al primer ministro. Conocida como Jobs Act, en uno de sus artículos, el séptimo, propone «simplificar» los 46 tipos de contratos existentes hasta ahora mediante un «contrato indeterminado de protecciones crecientes» que según los críticos de la normativa refuerza el poder de la patronal porque la relación cambiaría según las exigencias productivas de la empresa. El otro tema en debate es la derogación del artículo 18 del Código del Trabajo (ver aparte).
A principios de noviembre gremios de base hicieron una huelga que se hizo sentir en los principales distritos italianos, ya que pararon los transportes públicos y privados y trabajadores de la educación y sanidad. Dos de las principales centrales, la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL) y la Unión Italiana del Trabajo (UIL). Entre ellos está la otrora poderosa FIOM, el gremio metalúrgico, golpeado con la ida de la Fiat. A mediados de año, la emblemática automotriz turinesa confirmó que tras la fusión con la estadounidense Chrysler deja el país para ser una compañía global con sede en Londres, registrada bajo leyes holandesas y que cotiza en la Bolsa de Nueva York. Nada que ver con Italia.
—Alberto López Girondo