12 de abril de 2016
Su padre ocupaba un puesto jerárquico en una empresa automotriz. Su madre se enorgullecía de tener antepasados alemanes. Vivían en un barrio de clase media, en Villa Adelina. «Procede de un hogar legítimo y completo, ausente de circunstancias higiénicas y morales desfavorables», dijo el médico legista Osvaldo Raffo, uno de los peritos que intervino en el caso. En ese ambiente, el de una familia normal, se formó Carlos Eduardo Robledo Puch, el criminal por excelencia de la historia argentina.
Desde el 4 de febrero de 1972, cuando fue detenido por once crímenes, dos violaciones y diecisiete robos, Robledo Puch es un icono de las crónicas policiales. La curiosidad periodística y los interrogantes que plantean su personalidad y su historia lo mantienen presente. En febrero pasado le pidió a la gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, que le concediera un «indulto extraordinario», poco después de que Luis Ortega anunciara que filmará una película sobre su historia.
Condenado a reclusión perpetua, Robledo Puch lleva 44 años en prisión, 14 más de los requeridos para la libertad condicional. Sin embargo, desde 1999, cuando la solicitó por primera vez, otros argumentos inclinan la balanza de la Justicia en su contra: los informes penitenciarios y psiquiátricos, la opinión de criminólogos y sus propias declaraciones en distintas entrevistas, en las que se manifestó partidario de fenómenos que exaltan la violencia y la eliminación del opositor, desde «el nacionalismo con z» hasta una dictadura, «porque hace falta una mano de hierro para encauzar el país». En 2012 una encuesta entre más de cincuenta escritores, periodistas, jueces, policías y criminólogos lo eligió como el delincuente más peligroso en la historia argentina.
En tantos años de prisión, Robledo Puch no desarrolló ningún oficio y apenas realizó tareas de mantenimiento. «Los informes revelan una nula capacitación educacional», puntualizó una de las resoluciones con que la Justicia de San Isidro rechazó sus pedidos. Pero esas carencias hablan menos de Robledo Puch que del sistema carcelario argentino.
Al ser detenido, Robledo Puch sorprendió por la magnitud de sus crímenes y sus explicaciones insólitas, que lo mostraron sin aparente conciencia de las consecuencias de sus actos. En el comienzo de sus cacerías nocturnas, se comprometió con Jorge Antonio Ibáñez –muerto poco después en un sospechoso accidente de tránsito– a matar al que se interpusiera en sus crímenes, y ese pacto lo llevó incluso a dispararle a un bebé. En ningún momento estuvo en peligro, ninguna de sus víctimas tuvo la posibilidad de defenderse.
«Los jóvenes de ahora no nos conformamos con poco. Necesitamos coche y mucha plata para divertirnos», se justificaba, como si fuera el vocero de su generación. Sin embargo, en un punto de sus reflexiones, la sociedad argentina le dio la razón: «Sienten miedo –declaró, cuando los jueces lo condenaron en juicio oral el 27 de noviembre de 1980–. Por eso no me dan la libertad».
—O.A.