9 de octubre de 2014
Con semillas y otros vegetales crea las tinturas que darán tonalidad a la lana que utiliza como materia prima para elaborar sus telares. El rescate de un saber ancestral.
Existe un consenso general acerca de la variedad y belleza con que la naturaleza se expresa en toda la Argentina. Sólo por citar un ejemplo, basta considerar la amplia región del Noroeste, que con fuertes rasgos distintivos invita al viajero a un recorrido generoso en hermosos paisajes, buena comida y, sobre todo, gente cordial. De este recorte se destacan los Valles Calchaquíes, que se extienden por unos 500 kilómetros y abarcan la región central de Salta, el oeste de Tucumán y el noreste de Catamarca. Territorio pródigo en valles y montañas, conjuga la limpidez del aire y la potencia del sol para crear una escenografía que ejerce un atractivo casi mágico o, al menos, no del todo explicable con palabras. Allí, formando parte del circuito turístico de la Ruta 40, se luce Cafayate. No sólo aglutina y potencia esas características, sino que suma la antigua pasión del hombre por cultivar el noble fruto de la vid. Pero en esta tarea casi artesanal de producir vinos ya reconocidos en todo el mundo, los habitantes del valle se destacan también por sus otras artesanías. «Esta es una zona productora de lana y en mi casa todos teníamos incorporado el tejido como una actividad más. De niña la tarea era ir a la escuela, cuidar a los hermanos, limpiar la casa y aprender a tejer y a bordar. Nuestra madre nos enseñó a tejer con dos agujas, lo más básico. Y además mi abuela paterna, catamarqueña, también era una tejedora y tintorera. Usaba la seda del coyuyo para tejer». Así rememora Carmen Millán, tejedora y tintorera de Cafayate.
Tiene su casa-taller a tres kilómetros de la plaza principal, en un pequeño poblado llamado La Banda de Arriba. La casa está rodeada por un jardín aterrazado para aprovechar al máximo el agua. Atrae la atención por su construcción de piedra y materiales de la zona. También sorprende el gran ambiente que hace las veces de taller, cocina y sala de estar. Sobre el fuego de una cocina de hierro hay ollas cargadas con agua en la que hierven por horas las semillas y vegetales que utiliza Carmen Millán para elaborar sus tinturas. La escena semeja a una imagen mítica donde una mujer sabia elabora sus pócimas curativas. «Yo nací aquí –dice– y cuando era niña iba con mis hermanos y mi padre a buscar leña al monte. Y en el recorrido él nos contaba acerca de cómo su madre trabajaba con la lana y qué tipo de plantas usaba para elaborar las tinturas». Cuando hace 11 años murió su marido, debió resolver la subsistencia de sus cuatro hijos. «Entonces –señala– decidí comenzar a armar un taller de tejido. Después, pensando en la forma de agregarle más valor, recordé todo lo aprendido con mi padre. Empecé a experimentar con las tintas y a investigar cómo era el proceso, a observar los ciclos de la naturaleza, a estar atenta a las estaciones apropiadas para recoger la fruta, la cáscara o la hoja según el tipo y la intensidad del color buscado». Para que todo este conocimiento no se perdiera, Carmen hizo un registro por escrito de lo que iba aprendiendo. Actualmente lleva anotadas unas 50 plantas tintoreras autóctonas del valle.
El taller de Carmen fue declarado de Interés Cultural por el Concejo Deliberante local y su trabajo fue seleccionado para participar en la iniciativa de apoyo a los artesanos y pequeños productores Emprendedores de nuestra tierra, del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Esos reconocimientos le permitieron dar a conocer su trabajo fuera del mundo cafayateño. Y no fue poco el apoyo que siempre recibió de sus hijos. Los dos mayores estudian en la Universidad de Salta una Tecnicatura en Química con vistas a contribuir con su saber científico al que Carmen adquirió con sus vivencias.
Un quehacer tan conectado con los ritmos de la tierra lleva a fijar una firme postura a favor de la preservación del equilibrio del medioambiente y al respeto de sus recursos. En este sentido, por ejemplo, Carmen Millán ha hecho un acopio de semillas para prevenir su posible extinción debido a los ostensibles cambios provocados, en gran parte, por el auge de las actividades vitivinícolas, turísticas e inmobiliarias. Y como expresión de este deseo de preservación, la tejedora viene realizando una tarea docente y de difusión en escuelas así como en su propio taller.
Llega la hora más misteriosa en los Valles Calchaquíes. En el atardecer, el benévolo sol se va recostando sobre las montañas. Atenta a las tonalidades que va obteniendo en las ollas, Carmen, con su hablar pausado y dulce, esboza una síntesis: «Lo que hago es mi vida, mi viaje en este planeta, porque ahí es donde me encuentro a mí misma. Me gusta lo que la tarea en sí demanda: silencio, meticulosidad y disciplina. Es mi forma de expresarme. Y siento que es la huella que voy a dejar a las futuras generaciones. Es con esta labor que me identifico como madre, como parte de una sociedad y como la herencia que dejaré si Dios quiere».
—Marcela Fernández Vidal
Foto: Matías Fernando