1 de junio de 2021
Para la socióloga, profesora e investigadora, la pandemia desnudó y agravó la profundidad de las desigualdades y vulnerabilidades en las vidas de las mujeres.
Karina Bidaseca es socióloga, egresada de la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde obtuvo el título de doctora en Ciencias Sociales. Se desempeña como investigadora principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y como profesora titular del IDAES en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). En la UBA dicta la asignatura «La sociología y los estudios poscoloniales». Coordina, además, el Núcleo NUSur de Estudios «Poscoloniales performáticos, identidades afrodiaspóricas y feminismos», en el IDAES, y el Programa Sur-Sur, en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
Coordinadora científica de las Redes Institucionales Orientadas a la Solución de Problemas (RIOSP) en Derechos Humanos del CONICET, dirigió el estudio «El impacto del COVID-19 en la vida de las mujeres urbanas y rurales en Argentina». Entre los resultados de la investigación, Bidaseca subraya que «las violencias estructurales interseccionales e históricas como el patriarcado y el racismo hacia las mujeres rurales, urbanas y disidencias en el contexto de pandemia reforzaron la precarización y vulnerabilidad de sus vidas, así como expusieron la crisis del cuidado en sus familias y comunidades». Escribió más de 20 libros sobre teoría feminista poscolonial y estéticas descoloniales feministas, entre ellos, Perturbando el texto colonial. Los Estudios (Pos) coloniales en América Latina (2010), Feminismos y Poscolonialidad. Descolonizando el feminismo desde y en América Latina (2014) y Por una poética erótica de la relación (2020).
–¿En qué consistió y cómo se implementó el estudio «El impacto del COVID-19 en la vida de las mujeres urbanas y rurales en Argentina»?
–La investigación surgió a partir de la preocupación por conocer cómo la estarían pasando las mujeres, en un contexto en el que también nosotras estábamos confinadas sin poder estar en territorio. El informe constituye una acción conjunta entre el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (MINCYT) y el CONICET junto con el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad. Lo que hicimos fue armar un cuestionario para relevar el impacto del coronavirus en la vida de las mujeres cis y trans, urbanas y rurales. Llegamos a un máximo de 88 organizaciones nacionales en todo el país que incluyeron organizaciones campesinas, indígenas, afrodescendientes, migrantes. A partir de una red de 14 universidades nacionales pudimos tener llegada al territorio de cada una de esas universidades, de la mano también de las organizaciones con las que trabajan. En principio fue una organización que comenzamos a gestar desde el Instituto de Altos Estudios Sociales – Universidad Nacional de San Martín (IDAES/UNSAM), en colaboración con la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y CLACSO.
–¿Qué conclusiones arrojó la encuesta?
–Fue muy gratificante entender que fuimos un canal que se abrió para escuchar a las mujeres y escuchar lo que estaba sucediendo. En ese momento ya teníamos datos de que en Chaco había sido violada una niña indígena. A través del instrumento, empezamos a recibir denuncias de violencia institucional y violencias de los caciques en las comunidades indígenas, con lo cual también estábamos abriendo un canal importante para las compañeras que en contexto de encierro no podían salir a denunciar. El estudio implicó asumir una postura política de investigación, que no fue sencilla porque incluía una política pública desde una perspectiva interseccional, antirracista, descolonial, con lo que eso implica para un Estado. Para nosotros, concebir la posición epistemológica del estudio significaba comprender que la pandemia, además de lo que representaba en sí misma, vino a profundizar desigualdades preexistentes, condiciones de vulnerabilidad y cuerpos que no importan, como diría Judith Butler. Era también asistir a una nueva forma de entender la política pública que hasta el momento nunca se había comprendido de este modo. Por otro lado, implicaba conocer los tejidos comunitarios que las mujeres rurales utilizaron para poder enfrentar un escenario sumamente adverso, que se torna mucho más complejo en el contexto del mundo rural. En los barrios más vulnerables la falta de agua potable o la brecha digital en términos de acceso a la educación son indicadores más que fehacientes de la desigualdad existente. Por supuesto que las dificultades más serias también incluyeron la alimentación.
–¿Qué datos llamaron más su atención?
–El estudio abarcó un universo de 2.274 mujeres cis y trans/travestis de la Argentina, de las cuales 2.135 (93,8%) son urbanas y 139 rurales y rururbanas (6,1%), residentes en su mayoría en AMBA, Chaco (7,4%) y Córdoba. En ese contexto se expuso la crisis de cuidados entre las mujeres urbanas durante el confinamiento, donde el 55,1% son jefas de hogar, responsables en su mayor parte de los trabajos domésticos y de cuidados. La sobrecarga de trabajo –doméstico, de cuidados y educativos– se expresa de forma significativa en la vida de las mujeres, por ejemplo, un 92,6% se encargaba de acompañar las actividades escolares de sus hijos e hijas en el período de cuarentena. Asimismo, en relación con la coparticipación en el reparto de las tareas, el 54,8% respondió que, entre todas las personas de la familia que son corresponsables, las mujeres son las que trabajan más. Respecto a cómo la cuarentena afectó el trabajo y los ingresos en las mujeres urbanas, un 20% indicó una situación de precarización laboral; el 53,6% tuvo que adaptarse a trabajar de forma virtual; el resto siguió de forma normal o no está trabajando, pero le pagan el sueldo igual. La dificultad que más se expresó fue la de conseguir trabajo, viviendo de trabajo precario o de changas entre mujeres trans/travesti, originarias, mujeres rurales, afrodescendientes y mestizas. Respecto a la percepción de algún subsidio en el marco de la pandemia, las mujeres migrantes junto con las afrodescendientes presentaron mayores dificultades en el acceso a políticas públicas y beneficios sociales.
–¿Qué observó en el relevamiento en términos de violencias de género?
–El estudio mostró que un 7,5% de las mujeres urbanas durante la cuarentena sufrió alguna forma de violencia. Según las encuestadas, la percepción de las violencias de género aumentó en un 84,6%, sin que esto implique necesariamente un aumento en el número de casos de violencia. Para las mujeres rurales y originarias encuestadas, se observó que un 18% sufrió alguna forma de violencia de género. En el caso de las mujeres originarias advertimos que eran las que más estaban sufriendo estas consideraciones, por cuestiones vinculadas con las denuncias a delitos por violencia sexual, en Chaco, sobre todo, donde también apareció un alto grado de problemas de desnutrición. Las mujeres migrantes y trans o travestis también dijeron, casi en un 30%, que su alimentación había empeorado.
–¿Surgieron recomendaciones luego del análisis de la información obtenida?
–En cuanto a las recomendaciones de políticas públicas, nos propusimos apelar a que el Estado se haga responsable de incorporar una mirada feminista con perspectiva interseccional sobre las políticas públicas de género dirigidas tanto a mujeres, trans, travestis, afrodescendientes, originarias y migrantes, que eran las poblaciones vulnerabilizadas. Allí pensábamos que era importante sobre todo acudir a problemas relacionados con tareas de cuidado, brecha digital, alimentación, que pudieran generar alguna exclusión o inclusión selectiva. También para el tema de mujeres migrantes y refugiadas o solicitantes de asilo surgió como imprescindible la inclusión en las políticas de protección social que tengan que ver también con asegurarles el acceso al DNI. En las poblaciones trans y travestis se evidenciaron cuestiones vinculadas con el riesgo habitacional porque se habían incrementado los desalojos. En el caso de las mujeres rurales también había fuertes conflictos territoriales o tenencias precarias de las tierras, como también violencias institucionales, acceso a agua potable, acceso a internet y a resolver los problemas ligados con la producción de alimentos, sobre todo del orden agroecológico. Es decir, aquí también auspiciar una infraestructura de producción que tiene que ver con una perspectiva que se enfrente a la idea de un agronegocio que está provocando un ecocidio y enfermedades a las comunidades por el uso del glifosato.
–Hace décadas se dedica a estudiar el vínculo entre feminismo y poscolonialidad. ¿A qué refiere su idea de «descolonizar el feminismo»?
–Hablar de feminismos poscoloniales amerita una genealogía bastante larga ya en su trayecto de conformación en términos de los diálogos Sur-Sur. Es decir, que implique no necesariamente pasar por el Norte sino realmente recrear vínculos de diálogo entre mujeres y de posibilidades de tejidos que no pasen por la Europa o por una perspectiva eurocentrista como se han conformado siempre esos tránsitos y vínculos más académicos. Tiene que ver con romper esas identidades y poder estar al mismo tiempo siendo todas esas mujeres que están en una situación de opresión, violencia o dominación, sea por violencia de género, violencia racial o por algún tema vinculado con su propia situacionalidad como mujer migrante padeciendo las opresiones de las sociedades que las reciben. Claramente, el colonialismo sigue subsistiendo. En América Latina y el Caribe, sobre todo en el Caribe, hay regiones en las que aún sigue operando esa lógica patriarcal, racista y capitalista. También podemos aludir a países como Brasil, en los cuales las poblaciones afrodescendientes son mayoría, y sin embargo son mayorías minorizadas relegadas a un papel en la historia de la esclavitud. Sin embargo, en ese recorrido hay una narrativa histórica y una memoria alternativa para todos esos devenires de mujeres y disidencias.
–En esa línea, el aporte de los feminismos es fundamental para desnaturalizar esa narrativa.
–Es necesario pensar entre ese pasado colonial y las futuridades cuál es esta imagen contemporánea que nos reúne en la posibilidad de imaginar otras lenguas alternativas, accionar sobre la colonialidad, el racismo, sobre la posibilidad de amplificar las voces del Sur y también sobre una práctica que tiene que ver con cuestionar el lenguaje académico que no es incluyente, que es elitista, conservador y que sigue siendo regido por un principio androcéntrico. La agenda mediática siempre se caracterizó por ser hegemónica y por borrar toda esa memoria que no sea una memoria blanca, que no sea una memoria cis, heterosexual, mujeril, como se llamaba al movimiento feminista en los 80, que era más una vanguardia elitista, urbana de clase medio alta, ilustrada, que creyó representar las voces de todas las mujeres. Es allí donde se encuentra el parteaguas en la historia de los movimientos feministas, donde las mujeres afrofeministas, indígenas, mujeres de color, mujeres subalternas, por ser racializadas y oprimidas dentro del feminismo, son las que empiezan a hablar y luchar por ese lugar de enunciación dentro de esas agendas. Esto implica, también, no centrar una exclusividad del privilegio del hecho del sexo al nacer sino justamente la identidad que se elige.
–Dice que «estamos en el inicio del fin del patriarcado». ¿Qué mundo imagina de aquí a unas décadas?
–Creo que estamos cada vez más cerca de pensar que la masculinidad hegemónica debe ser reconvertida. Una forma de erradicar las violencias está ligada con una política decisiva que impacte fuertemente en la educación. Hay que ir por otra escuela, por otra forma pedagógica de dar libertad a las jóvenes y los jóvenes y que esa libertad se entienda en términos de respeto a la diversidad, a la diferencia. Entonces es en el respeto de esa diversidad, de esa poética diversa, donde nos puede cobijar un mundo distinto. No es nada sencillo salir de ese lugar de opresión y violencia. Audre Lorde, feminista afroamericana, decía: «La casa del amo no se desmantela con las herramientas del amo». Esto propicia pensar otras herramientas para desmantelar esa casa. Y esas herramientas tienen que ver con el afecto. Mientras seamos libres de pensar, podemos imaginar esto y podemos imaginar una nueva poética política. No importa cuántos seamos, sino que en ese camino estemos luchando codo a codo todas juntas y hermanadas, blancas y negras, mestizas e indígenas, mujeres oprimidas de otros sures. Creo que en esa relación de equivalencias es desde donde va a ser posible enfrentar esta realidad tan siniestra.