21 de julio de 2021
Las especies exóticas son una de las principales amenazas para los ecosistemas. Impactos de una problemática mundial de la que Argentina es parte.
Tierra del Fuego. Sin predadores naturales, los castores, traídos desde Canadá en 1946, provocaron un verdadero desastre ambiental. (SHUTTERSTOCK)
La idea era sencilla: los castores, traídos desde Canadá, y liberados en Tierra del Fuego, iban a ser el puntapié para el desarrollo de una industria peletera nacional. El proyecto productivo dio su primer paso en 1946. Sin embargo, nadie esperaba que apenas 20 de estos simpáticos roedores pudieran causar el desastre ecológico que hoy se extiende por la provincia más austral del mundo. Ahora, a 75 años de aquella introducción, los castores en Tierra del Fuego se estiman en cientos de miles y se calcula que ya modificaron una superficie equivalente a dos veces la Ciudad de Buenos Aires.
Sin predadores naturales, los castores pueden alimentarse de la corteza y raíces de los árboles y plantas nativas sin preocupaciones. El resultado: paisajes enteros con árboles ya sin ramas, ni hojas, completamente mutilados. A esta tala se suma una modificación extra: las desviaciones de ríos a causa del mismo castor, que fabrica diques para protegerse de predadores que, en la Patagonia, no tiene.
Como otras cientos de especies exóticas animales –pero también de plantas, hongos y otros organismos–, el castor es, en nuestro país, una invasión biológica, con efectos profundos en la economía y los ecosistemas.
Movimiento perpetuo
Desde que los seres humanos comenzaron a desplazarse, semillas, esporas, parásitos, animales más o menos pequeños y microorganismos varios se trasladaron superando barreras naturales, por la acción humana. Avanzada la historia, en las antiguas exploraciones, colonizaciones y viajes comerciales, formas de vida que se habían mantenido en un punto del planeta, llegaron –en el lastre de las embarcaciones, en jaulas como mascotas, adheridas a los cascos de los barcos– a ambientes alejados de sus hábitats originales. Pero con el avance técnico, desde finales del siglo XIX, el movimiento de especies creció a niveles sin precedentes.
Sin embargo, no toda especie exótica es invasora. La mayoría, al llegar a un ambiente ajeno a su historia evolutiva, no sobrevive, mientras que otra porción que sí subsiste tal vez no logra crear una población. Un grupo menor, en cambio, no solo puede sobreponerse a los desafíos del nuevo medio y reproducirse en gran número, sino también competir con la biodiversidad local y desplazarla o depredarla. Pueden, además, modificar un ecosistema por completo y perjudicar entonces la supervivencia de las especies nativas. Finalmente, son capaces de afectar la salud humana: en los 90, la epidemia de cólera en Sudamérica tuvo su origen en Perú tras la descarga del agua de lastre de un buque proveniente de Asia. La contaminación habría afectado primero a la vida marina para luego llegar a las personas.
«El problema con las especies invasoras exóticas no es que vienen de otro lado. El problema no es el origen sino los efectos que producen», explica el biólogo Sergio Zalba, investigador del CONICET en la Universidad Nacional del Sur. A nivel mundial, las especies invasoras son la segunda causa de pérdida de biodiversidad (la primera es la modificación de los hábitats naturales) y sus impactos económicos son igualmente significativos: «En el mundo se calcula que se pierde más o menos el 5% del PIB de la economía mundial por las especies exóticas invasoras. Todos los años están generando una pérdida económica equivalente a la de una pandemia como esta», agrega.
Pero los impactos, más allá de la economía, también pueden encontrarse en valores culturales. «Por ejemplo, reemplazan especies nativas de las que dependen, en su forma de vida, los pueblos originarios», dice Zalba. Así, especies utilizadas como alternativas medicinales o de uso simbólico se ponen en peligro ante la llegada de otras que avanzan en forma de plagas.
Ardillas, caracoles y mejillones
Las ardillas de vientre rojo, traídas para «embellecer» la provincia de Buenos Aires, compiten por el alimento con aves locales. El caracol gigante africano, presente en provincias como Misiones y Corrientes, es una amenaza para los cultivos y puede transmitir parásitos a humanos. El mejillón dorado, originario de Asia pero extendido en toda la Cuenca del Plata, obstruye cañerías y sistemas de refrigeración de industrias. Estas son apenas tres especies invasoras de las más de 700 que se calcula que hay en Argentina.
«Solo el jabalí se estimó que tiene un impacto sobre la economía argentina de 1.400 millones de dólares por año», precisa Zalba. Sin embargo, las pérdidas por las invasiones biológicas, entre impactos directos e indirectos para el país, se estimaron en 3.400 millones de dólares al año.
Debajo del nivel del mar argentino, la problemática se repite: especies desplazadas, depredación y la afectación de pesquerías están entre los efectos más estudiados de las invasiones biológicas marinas. Pero si bien son los más conocidos, no son los únicos: «Siempre insisto en lo que implica para la calidad de vida de las personas el ir a la playa y que un lugar a donde uno puede ir a descansar o a disfrutar esté modificado por una especie introducida», dice Evangelina Schwindt, investigadora en el Instituto de Biología de Organismos Marinos (CONICET-CENPAT).
El alga Undaria pinnatifida, originaria de Japón, hoy se extiende desde Puerto Deseado, Santa Cruz, hasta Las Grutas, Río Negro. Durante el verano es donde el problema se percibe tanto con la vista como con el olfato: «Es un alga de ciclo anual, que al aumentar la temperatura muere, entonces todas las que están en el fondo del mar pasan a la costa y dan un olor horrible. En algunos lugares me he hundido hasta la rodilla por el colchón de algas que se genera y se llena de moscas. Eso la municipalidad lo tiene que limpiar», comenta Schwindt.
La lucha contra las especies invasoras no resulta sencilla: una vez que ya han invadido, no en todos los casos se puede frenar luego su avance. Por eso, gran parte de los esfuerzos se enfocan en prevenir la llegada de las especies, por ejemplo, al obligar a los barcos a que el agua de lastre sea descargada en mar abierto. Una vez introducida una especie, el siguiente paso es su control. Un ejemplo en este sentido sucede en las sierras del sur de la provincia de Buenos Aires: en el Parque Provincial Ernesto Tornquist, el control de los pinos, que aumentan la frecuencia de los incendios, llevó a la eliminación de estos árboles de los sitios más importantes para la conservación.
Christopher Anderson, investigador en el Centro Austral de Investigaciones Científicas (CADIC-CONICET), cree que una educación, tanto formal como informal, que incorpore «la diversidad biológica y cultural local y regional» también resulta clave para dar una respuesta a la problemática. «Hicimos un estudio que encontró que los residentes de Tierra del Fuego conocen más a la fauna exótica introducida que a las especies nativas. Estos hechos de “desconocimiento”, sobre todo en poblaciones urbanas con poco arraigo con su entorno, se deben al efecto de los imaginarios sociales predominantes. Acá en Patagonia hemos demostrado que históricamente se priorizó la cultura “del norte” y también sus especies. Estas creencias y valores condicionan nuestras acciones, como la introducción de especies que luego se convierten en problemas ambientales», explica Anderson.
Como sucede frente al cambio climático, enfrentar la crisis desatada por las invasiones biológicas requiere coordinaciones para la vigilancia de especies y acciones de mitigación. Aunque con ese horizonte establecido, una reflexión sobre nuestra relación con el resto de la biodiversidad no estará de más.