1 de agosto de 2023
Un can como único testigo, extremidades halladas en una valija, una cabeza en una mochila y miles de enemigos: un caso en pleno desarrollo, con final abierto.
Fernando Pérez Algaba y sus mascotas. Uno de los bulldogs fue hallado en el barrio porteño de Villa Lugano.
Foto: NA
El principal testigo del caso no abrió el hocico. Sí, el hocico. Porque se trata de un bulldog francés, identificado como «Cooper», que habría estado junto a su dueño, Rodolfo Pérez Algaba, al momento de su cita con la muerte.
Ya se sabe que sus piernas y brazos fueron encontrados el 23 de julio dentro de una valija roja en el arroyo del Rey, de Ingeniero Budge, y que su cabeza y tórax estaban en una mochila arrojada a esas mismas aguas.
Desde entonces, el pequeño cuadrúpedo había desaparecido de los sitios que solía frecuentar. Desde luego que ello –según los investigadores– no lo convertía en sospechoso sino en una pieza clave para esclarecer el crimen, ya que tenía incorporado un chip con el que se podría rastrear los movimientos finales de la víctima.
Pues bien, Cooper fue hallado una semana después en el barrio porteño de Villa Lugano por una chica que no tardó en entregarlo a la policía.
Pero no menor fue la desazón de los pesquisas al descubrir que el chip en cuestión carecía de geolocalizador. La pista del perro se había desplomado.
En tanto, sigue tras las rejas la última persona que habría tenido en su poder aquella valija; se trata de Alma Nicol Chamorro, una mujer trans, cuyo DNI y los de sus dos hermanos estaban en su interior. Es que los matadores de Pérez Algaba cometieron el error de no deshacerse de dichos documentos al embalar sus extremidades. Los hermanos aseguran que Alma Nicol les robó la valija. Pero su abogado defensor dice que ella jamás la tuvo en su poder.
Tal es el único avance del expediente, instruido por el juez de Lomas de Zamora, Sebastián Monelos, y el fiscal Marcelo Domínguez.
¿Acaso la investigación quedará empantanada en semejante punto?
Trama hecha con fragmentos
Sin ninguna duda, el descuartizamiento más espectacular de la historia policial argentina ocurrió hace 68 años. Aquella trama saltó a la luz el 19 de febrero de 1955, cuando el cura de una parroquia situada en Loma Hermosa tropezó, al recorrer el barrio, con un envoltorio de tela e hilo sisal. Contenía el torso de una mujer. A la semana, en un baldío de Nueva Pompeya, una nube de moscas bailoteaba sobre un paquete similar; allí había una pierna, desde el pie hasta la rodilla, además de un muslo. Horas después, un marinero que navegaba por el Riachuelo se topó con un canasto de alambre que flotaba con un envoltorio idéntico; contenía los brazos y la cabeza.
Desde ese preciso instante, la prensa gráfica derramó ríos de tinta sobre el asunto. En tiempo real, como en un folletín por entregas diarias, las crónicas registraron el devenir del caso, que incluía la lenta y trabajosa identificación de la víctima (Alcira Methyger, una empleada doméstica venida de Salta) y el tardío arresto del culpable (el hijo de sus empleadores, Jorge Burgos), además de las novedades judiciales que lo conducirían a una condena de 20 años a la sombra. Resultó un «crimen pasional», tal como por entonces se les llamaba a los femicidios. Y sus detalles desvelaron por meses al público, hasta caer súbitamente al olvido el 16 de junio, a raíz de otro hecho criminal aún más ominoso: el bombardeo a la Plaza de Mayo.
La repercusión mediática del asesinato de Pérez Algaba se asoma como una versión desmejorada de la del caso Burgos, aunque esta trama no tenga ni un ápice de «pasional». Pero el alto perfil que la víctima supo cultivar le reditúa ahora una cosecha tardía, como ser la dramática impresión que habría causado, entre sus casi 900.000 seguidores de Instagram, su forma de morir. No obstante, pese a todo el empeño que él puso en ascender al Olimpo de los ricos y famosos, la única vez que su figura tuvo exposición pública fue, en el verano marplatense de 2022, cuando agredió con un golpe de puño a un agente de tránsito tras negarse a un examen de alcoholemia. Fue su hora de gloria, al punto de que la señal TN le hizo una nota, intitulada «Vida de lujos, fiestas y pasión por los fierros», en la cual él se exhibía como un play boy.
Esa nota fue exhumada del olvido ni bien él apareció descuartizado.
Ya de por sí, el acto de trozar a la víctima resulta, en cuanto a la carrera por el rating, sumamente rendidor. Y posibilita un festival de especulaciones televisivas, desgranadas incluso por cronistas de chimentos embarcados esta vez en una travesía criminológica. Claro que aquellas habladurías no difieren demasiado de la hipótesis policíaco-judicial del caso: problemas de dinero.
Una obviedad, porque Pérez Algaba (a) «Lechuga» era, a sus 41 años, un aventurero de los negocios raros. Estos incluían la compra-venta de activos y derivados financieros, transacciones con criptomonedas, además de la comercialización y el alquiler de autos de alta gama y hasta barcos, habiendo diversificado esos asuntos en Miami y Barcelona. Pero ni siquiera tenía CUIT. Y la contracara de este buscavidas –o «emprendedor», como se dice ahora– eran los fraudes, los cheques sin fondos, las demandas judiciales y las deudas.
Lo cierto es que su tipología se asemeja a la de Sebastián Forza, una de las víctimas del recordado «triple crimen de la efedrina», otro individuo que no solía honrar debidamente sus compromisos económicos.
Ese es precisamente el problema que tienen ante sí los investigadores del caso: los damnificados de Lechuga hacían fila para matarlo. Y se lo hacían notar. Y éstos se cuentan por decenas. ¿Cuál de ellos, entonces, habría tomado la determinación de liquidarlo de una manera tan filosa?
La danza de los enojados
Las comunicaciones telefónicas de Lechuga son ahora para muchos una fuente de zozobra, puesto que todo aquel que, a través de llamadas, mensajes de texto o grabaciones por WhatsApp, le hayan manifestado su furia por sus fallidas inversiones, tiene un motivo para preocuparse.
Mientras el celular de Pérez Algaba no aparece, lo curioso es que ciertos audios de relevancia primero llegan a los canales de TV y, luego, al juzgado. Tal es el caso de las grabaciones entre el asesinado y un tal Gustavo Iglesias. Se trata de un barrabrava de Boca al que Lechuga le debía dinero. El tipo se apresuró a declarar ante el fiscal su ajenidad al crimen, aunque admitiendo sus conversaciones con el desmembrado.
El fiscal –por ahora– le creyó.
Pero a la luz del truculento final de Lechuga, los dichos de Iglesias son algo embarazosos. «Te voy a cortar las manos con una sierra», le dice, con voz tan despaciosa como enérgica; o «Te voy a arrancar la cabeza», añade, ya muy enardecido; o «No lo conocés a Satanás. Cuando lo conozcas vas a llorar y suplicar por tu mamá. Pero no va a haber compasión». Un visionario.
Desde la fiscalía se deslizó que también allí llegaron otras grabaciones de acreedores ofuscados por el dinero que Lechuga les debía, pero aún sin trascender la identidad de sus autores.
Esta historia está en pleno desarrollo.
Falta, claro, unir las partes.